ARQUETIPOS DE LA FIGURA DEL VIEJO COMO SABIO EN El PAÍS DE LA ÚLTIMA TARDE (2021), DE GUILLERMO FERNÁNDEZ, PREMIO ROGELIO SINÁN, 2020
Por: Yordan Arroyo Carvajal [1]
El libro de El país de la última tarde (2021), del poeta y escritor costarricense Guillermo Fernández, Premio Centroamericano de Literatura Rogelio Sinán, 2020, inicia con una cita del poeta italiano-argentino Antonio Porchia, quien, a pesar de haber publicado un único poemario (Voces, 1943), se caracteriza por su interés en diferentes enigmas de la vida. En el libro de Fernández se aborda el cambio de actitudes y forma de pensar con el paso los años por parte del yo lírico y sus allegados: “Nos fastidia cualquier foto aparecida en un periódico. / Cualquier noticia relevante o estúpida. / Solo cambian con el tiempo las máscaras / y el nombre de los incidentes.” (poema 9, p. 21).
En los versos anteriores, el verbo “fastidiar” en primera persona plural, marca retórica de colectividad, y el sustantivo “máscaras” son, particularmente, muy importantes. Refiere el hilo temático de lo que engloba este libro. El fastidio se convierte en una condición adversa a la anhelada paz, que quizás solo llega con la muerte, a la cual, desde una idea epicureísta, presente en este poemario, no hay que temerle ni permitir que se lleve todo consigo (léase el poema 16). Con el paso de los tiempos, el yo lírico, quien hoy muestra su arquetipo de viejo sabio, se muestra con otra máscara, porque las otras se han caído. Ellas son parte de todas las experiencias vividas. La humanidad se presenta como un teatro lleno de actores. La vida es un camino. Durante su trayecto, encontraremos muchos antifaces.
Esta obra literaria se sumerge en las entrañas de lo humano, en el dolor, la muerte, la duda, la reflexión, los deseos, el alma como condena y todo los que nos identifica como mitad humanos, mitad animales. Los poemas de este libro muestran a una voz lírica que dialoga con su yo interno, mitad niño, mitad adulto. Él se presenta sin ropajes, por eso, el lector es partícipe total, máxime si es alguien entrado en años. Por ende, la recepción tiene claro que “Lo que esperamos ya no es tan enorme, / como lo quería la juventud” (poema 9, p. 21). Cada uno de estos textos, en su medida justa y con una gran precisión en el uso de las palabras, invitan a preguntarnos ¿qué y quién somos hoy? ¿Hemos cambiado en comparación con lo que fuimos en nuestra niñez? ¿Qué significa ser “humano” en un mundo en donde todo es líquido y efímero?
De manera paralela, la cita introductoria “Cuando ya nada me quede, no pediré más nada”, remite a un pensar y repensar en torno a lo que engloba la palabra “vida”, foco principal de este libro dedicado a todos “los que saben de un camino”. Es decir, este poemario se encarna en el alma de quienes se levantan todos los días preguntándose ¿y hoy, qué cosas y a quiénes me encontraré en este camino, carretera o laberinto que solemos llamar vida?
Según las palabras del jurado, en este poemario “la nostalgia se convierte en una carne de olvido, de olvido de los propios impulsos naturales en medio de un mundo mediático que arrastra a sus titulares la historia de seres humanos vencidos por la necesidad, angustiados por las deudas. En medio de estos saltan ideas opuestas: el suicidio como solución y la resilencia ante la diversidad” (p. 62).
Lo anterior explica, en parte, por qué Fernández optó por utilizar el pseudónimo “Dédalo” a la hora de participar en este concurso (Rogelio Sinán, 2020). La voz lírica de los 34 poemas de este libro construye diferentes laberintos en donde el ser humano puede conocerse mejor, tocar el color oscuro de la vida y ponerlo en contacto con la claridad del pasado. Estos espacios entonan más cuando hay necesidades, soledad, miseria, en fin, cuando entrados en años, nos sintamos como minotauros humanizados a ver el atardecer sabiendo que será el último y a partir de ahora, nos tocará vivir refugiados preguntándonos si volverá a salir el sol.
La introspección es punto clave en la estética de este libro. Además, el yo lírico, debido a la madurez de su identidad, se presenta como alguien que ya caminó mucho por la vida, sabe que no es un proceso lineal, sino turbulento, ambiguo y a veces terrorífico. Aunque, solo mirando hacia adentro podremos saber, antes de morir, quiénes somos y si nuestro hogar o laberinto ha cambiado con el paso de los años. Según parece, e insistimos, este poemario apuesta por la idea de que somos mitad animales, mitad humanos. Debemos luchar por mantener ese equilibrio por medio de los sentimientos, la pasión y los pensamientos, como muestra de inteligencia. Uno de los poemas que dejan esto claro este tópico es el siguiente:
12:
Espanta mirar hacia dentro.
No suele uno encontrar victorias ni fiestas.
Puede verse un animal sombrío en los rincones
de una casa descolorida,
un animal que no se ha domesticado,
hambriento aún, sin amigos.
Hambriento aún de cosas inefables
y de virtudes que no puede reconocer,
como la ansiada serenidad,
que le parece un estado insólito.
Avergüenza abrir la puerta en cualquier ocasión.
La mayoría lo sabe y prefiere
ponerle más cerrojos.
No quiere ir el canto del animal triste en esas noches.
En esas noches donde nos lleva a lomo por colinas
/tenebrosas (p. 26).
Al igual que en el texto anterior, durante el resto del libro, el yo lírico se presenta como un ente humanizado y muy maduro. Él brinda consejos éticos y morales para llevar una mejor vida. Piensa, desde su yo, en los otros, por eso, desde su experiencia, espera que no nos sea demasiado tarde para conocer el verdadero amor, en donde se encuentra parte de la esencia de la vida. También, busca invitar a sus lectores a librarse de cualquier armadura (poema 10) para vivir, muy de la mano con la filosofía epicureísta, en gozo pleno, ataraxia.
También, tiene la capacidad de reflexionar sobre el valor de la vida y para ello demuestra, con gran destreza, que lleva muchos años caminando por ella. En otras palabras, conoce muy bien las rosas y las espinas de los diferentes materiales que dan forma al laberinto que construyó Dédalo, quien, aparte del minotauro, según la mitología griega, también terminó encerrado junto a su hijo Ícaro. Por estos caminos poéticos ya no corren los héroes, de estos solo quedan los restos, los huesos. Ya ni siquiera suenan sus ecos. En este nuevo mundo poético, el posible mejor género literario es la tragedia.
Los tópicos de esta obra remiten a la realidad humana desde su propia carne, o, en otras palabras, desde la metáfora de la vida como un encierro en el cual la única salida es la muerte, cuya llegada esencial es en la noche; es decir, cuando el atardecer se ha marchado. Aunque, tal cual queda claro en el poema 11, lo ideal es que antes de marcharnos hayamos podido entender el significado de la luz y su importancia para nuestras vidas.
Sin duda, muchos de estos poemas forman parte de un tratado estético de introspección, por eso, remiten a la ética del buen vivir, de la convivencia, de la solidaridad y de la empatía con los otros. Este no es un libro de la indivualidad, de un yo lírico egoísta. Aquí, el eco de las voces de los otros como metáfora de la humanidad resuena en cada página. Por eso, desde el inicio, se aceptan los errores, pero no se omiten las equivocaciones de los demás. Existe un nivel de conciencia profundo, propio de un yo lírico muy maduro.
Todo indica que sus imaginarios remiten a los arquetipos colectivos del viejo sabio, tal cual se tituló esta reseña. Desde la presente lectura, la voz lírica se muestra como ser abstracto e imperfecto. Él es sincero, por ello, acepta sus equivocaciones. Pide perdón, sin embargo, también, debido a su amplio recorrido por cada uno de los caminos del laberinto, es consciente de que también merece que le pidan disculpas. Y para ello, viaja hasta la infancia, esto le permite unir pasado y presente como motivo de reflexión y cuestionamiento, dando forma al mito del pasado que fue mejor.
El ayer se convierte en el país de paisajes infinitos y el presente en el país de la última tarde. Todo indica que la muerte (oscuridad) se avecina y por eso en el primer poema se dice: “Exijo las disculpas a los seres mágicos que me abandonaron” (p. 9). De esta manera, el verbo exigir en primera persona del singular, que se repite en las tres siguientes estrofas, se carga con la fuerza de un yo lírico que, en su estado de soledad sabe muy bien quién es y qué quiere de lo que le resta de vida.
Él exije porque merece lo que pide. Se ha equivocado y el paso de los años le han permitido reconocer todos esos errores, porque solo ellos, entre esos “el primer amor destruido” y que aún vive en la región del Himalaya, son los que lo han hecho crecer o madurar como para saber que muchas veces el espejo estaba roto y no se había dado cuenta, aunque otras veces, sí sabía que estaba roto, pero soñaba con que la luz del sol lo reparara. Todo indica, sin duda, que el yo lírico añora su pasado y para ello, nos habla desde un hoy crudo.
Los años, la mirada, la adultez y la niñez son elementos clave en toda esta obra. El tiempo, como elemento filosófico, al hacer eco a Octavio Paz, forma parte de los hilos que ponen en diálogo a todos los textos. Entre ellos, interesa el poema 13, pues habla desde el hoy, pero en contacto con el ayer. A veces se cree que con el paso de los años se borrarán dolores e injusticias que carcomen a los cuerpos, pero desde la propuesta de este viejo sabio (yo lírico), es todo lo contrario. Con el paso de las agujas del reloj todo se siente más, porque sentir más, también es un modo de demostrar madurez y experiencia. Sentir, dolor o amor, es la única salvación. En fin, si no se siente no se vive:
Creí que con los años iba a doler menos.
Que la callosidad de mis manos era un indicio
de haber soportado un escudo toda la vida,
un escudo de frágiles hojas.
Solo descubro que no se cansa nada.
Ni la juventud en un cuerpo más viejo se cansa.
Ni los deseos firman con uno el tratado de paz.
La nube gris del mundo,
que con ninguna sonrisa buena se desvanece,
me deja en una esquina y me espera en el autobús.
Me abraza en las noches y en un sueño me guiña el ojo.
Creí que con el tiempo que daña cualquier cosa,
iba a reclamar, como Diógenes, la risa del invencible, y hallarme cómodo en un barril,
mientras se atropella el error en la calle.
Y solo tengo más temblor en mis huesos.
Más sentidos en la piel (p. 27).
Infante y adulto dialogan a lo largo de este libro, pero el poder retórico lo tiene el adulto o de manera más precisa, el viejo sabio. Él, según el inicio del poema 14, a veces se sostiene sobre los hombros de un niño de cinco años que “Comprende lo que es el sol, la brisa de la tarde, / unas cuantas piedras en el breve camino, / el olor simple de la hierba” (p. 28). Es necesario que ambas etapas platiquen entre sí para saber que la única manera de sentirse humano es quitándose el antifaz, para no ahogarse con el aire emanado por unos pulmones falsos.
Los poemas de este libro buscan enseñar a partir de las reflexiones y conocimientos del yo lírico. Él tiene claro que no hay que ser mezquino con la vida en “este viaje breve” (p. 45), en donde, como se dice en el poema 31 nos acompaña siempre un ente que quizás sea Dios o que quizás sea el consuelo. Este mismo consuelo forma un puente comunicativo con ese niño que, al igual como se dice en el poema 34, una vez dejamos sin darnos cuenta, pero debemos luchar por regresar a él.
Por otro lado, a pesar de que este libro esté lleno de nostalgia y búsqueda en el pasado, sería un error decir que apela por la desesperanza y la oscuridad total. Desde nuestro punto de vista, eso sería una lectura ciega. El yo lírico, a pesar de que se nota lleno de añoranza debido a su identidad de viejo sabio, no deja de dar pistas para enriquecer la moral humana y de esta manera apostar por el buen vivir como práctica cotidiana. Esta es la única manera para que el sol vuelva a tocar el rostro de ese país en donde los atardeceres, algunas vez, nos hacían recordar, desde lo alto del Chirripó, lo más bello de Costa Rica, paisaje que, aparentemente, según el yo lírico, se está oscureciendo.
Uno de los consejos que este viejo sabio da a sus ciudadanos o lectores es la idea de amor como medio de salvación. El amor se convierte en una especie de tributo a la divinidad para que devuelva aquello que deseamos, que necesitamos y que una vez tanto tuvimos. Por eso, en el segundo poema, el yo lírico asegura lo siguiente: “Solo se puede dar el amor. / Todo lo demás es intransferible, abstracto, se disuelve en el polvo del día, / más que un copo de algodón de azucar, / más que el último aguacero de la estación lluviosa” (p. 11).
Aparte de la sustancia o el contenido de fondo, que defiende la idea de lo emocional frente a lo material, filosofía horaciana: omnia vincit amor, en los versos anteriores es imposible no destacar la fuerza del poeta Fernández para construir imágenes llenas de naturaleza y humanidad, mismas que no dejan de remitir a la nostalgia, a la reflexión y al cuestionamiento ayer-hoy. Existe un encadenamiento entre los imaginarios del clima y los recuerdos del yo lírico. El clima, al igual que en la poética de Antonio Machado y en mucha de la poesía española de la generación del 98, afecta o interviene sobre las emociones. La nieve remite al frío, temperatura en donde, como lo comento en la reseña sobre el libro Hielo en el horizonte, de Carlos Calero (2021) es más fácil tocar las entrañas de la humanidad, y por otro lado, la lluvia siempre remite al recuerdo, a la tristeza y a la búsqueda de lo que ya no tenemos de manera tangible.
Es necesario remitir a las imágenes de estos estados climáticos (no solo en este poema. Este recurso es constante junto con el acto de mirar) como recurso retórico de comparación, pues a través de ellos se enriquece la idea tripartita soledad-búsqueda y deseo de encuentro de un pasado mejor, un ayer que quizás no estaba tan vacío como el hoy. El presente ha perdido su luz, su fuerza humana y por eso, el yo lírico sabe que lo único que le queda, en su último atardecer, es el amor. Este sentimiento es lo único que le permite entrar en un estado de conciencia y de disputa ayer-hoy: “El dinero se quema en las pestañas / y se exhala de las bocas agrietadas de sed […] Lo que se toca ya es una exhalación inevitable, / ejércitos, adulaciones al dictador, preseas al idiota, / la foto que nos tomamos hace algunos segundos, / hasta esa hermosa foto no la puede recibir nuestro vacío. / Nada más la fuerza del amor. Solamente.” (p. 11).
El uso del indefinido “nada” y del adverbio “solamente” en el último verso del poema anterior dejan claro que, para el yo lírico, lo único que puede salvarnos es el amor. La falta de este sentimiento-valor en la humanidad ha hecho que el sol quiera esconderse. A este yo lírico, quien nos habla con suma experiencia e inteligencia, solo le espera la muerte, pero no quiere marcharse sin dejar un mensaje de esperanza para los suyos, con el fin de que busquen un modelo de vida mejor, uno que se asimile o sea más óptico que ese ayer utópico en donde el sol y los mejores atardeceres de Costa Rica y de toda Centroamérica danzaban con una sonrisa en el cielo.
En fin, Fernández nos presenta un libro lleno de espíritu humano. A pesar del constrante ayer-hoy y los tiempos difíciles que se viven en el mundo entero, no podría hablarse de poesía decadentista, y por eso, aunque el yo lírico es muy consciente de la total “incertidumbre” (poema 3, p. 11) en la cual habita, incluso, deseando ser un perro o un gato, insiste en la búsqueda de un futuro mejor. Esto lo hace al mencionar ese azul que, según el poema 4 en referencia al paseo del yo lírico con su hija de seis años, debe ser invocado siempre, y también, al brindarle un espacio a esa mariposa, metáfora de lo súblime, del cambio, el vuelo hacia lo alto, hacia el esplendor de la paz, que no solo él y su hija siguen buscando, sino esa parte de la humanidad que, de una u otra forma, se encuentran hospedados en el país de la última tarde.
BIBLIOGRAFÍA
Fernández, G. (2021). El país de la última tarde. Editorial Tecnológica.
[1] Máster en “Textos en la Antigüedad Clásica y su Pervivencia”, de la Universidad de Salamanca y estudiante avanzado de máster en “Enseñanza del Castellano y Literatura”, de la Universidad de Costa Rica. También, ha cursado estudios en Filología Clásica y en Educación Primaria en la Universidad de Costa Rica. Su especialidad son los estudios literarios, principalmente, la literatura costarricense, mitos y la tradición clásica en la literatura hispanoamericana, con un énfasis mayor en poesía y narrativa.
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