JAIMES SILES | AJKÖ KI No 2

JAIMES SILES | AJKÖ KI No 2

 

 

Tragedia de los caballos locos

A Marc Granell

 

Dentro de los oídos,

                                ametralladamente,

escucho los tendidos galopes de caballos,

              de almifores perdidos

                                                 en la noche.

Levantan polvo y viento,

                                        al golpear el suelo

sus patas encendidas,

                                   al herir el aire

sus crines despeinadas,

                                      al tender como sábanas

sus alientos de fuego.

Lejanos, muy lejanos,

                                   ni la muerte los cubre,

desesperan de furia

                               hundiéndose en el mar

y atravesándolo como delfines vulnerados de tristeza.

Van manchados de espuma

                                            con sudores de sal enamorada,

ganando las distancias

                                    y llegan a otra playa

y al punto ya la dejan,

                                    luego de revolcarse, gimientes,

después de desnudarse las espumas

                                                         y vestirse con arena.

De pronto se detienen. Otra pasión los cerca.

El paso es sosegado

                                 y no obstante inquieto,

los ojos coruscantes, previniendo emboscadas.

El líquido sudor que los cubría

         se ha vuelto de repente escarcha gélida.

Arpegian sus cascos al frenar el suelo que a su pie se desintegra.

Ahora han encontrado de siempre, sí, esperándoles

           las yeguas que los miran.

Ya no existe más furia ni llama que el amor, la dicha de la sangre,

las burbujas amorosas que resoplan

       al tiempo que montan a las hembras.

Y es entonces el trepidar de pífanos, el ruido de cornamusas,

        el musical estrépito

que anuncia de la muerte la llegada.

Todos callan. Los dientes de golpean quedándose

soldados.

                 Oscurece. La muerte los empaña, ellos se entregan

y súbito, como en una caracola fenecida, en los oídos escucho

un desplomarse patas rabiosas, una nueva de polvo levantado por crines,

un cataclismo de huesos que la noche se encarga

          de enviar hacia el olvido.

(Génesis de la luz, 1969)

 


 

  Semáforos, semáforos

 

                            a Pedro Laín Entralgo

La falda, los zapatos,

la blusa, la melena.

El cuello, con sus rizos.

El seno, con su almena.

 

El neón de los cines

en su piel, en sus piernas.

Y, en los leves tobillos,

una luz violeta.

 

El claxon de los coches

se desangra por ella.

Anuncios luminosos

ven fundirse sus letras.

 

Cuánta coma de rímel

bajo sus cejas negras

taquigrafía el aire

y el aire es una idea.

 

El cromo de las motos

gira a cámara lenta.

Destellos, dioramas,

tacones, manos, medias.

 

Un solo parpadeo

y todo se acelera.

El carmín es un punto

y es un ruido la seda.

 

La falda, los zapatos,

la blusa, la melena

se han ido con la luz

verde que se la lleva.

 

En un paso de cebra

la vi y dije: ¡Ella!

y todos los motores

me clavaron su espuela.

 

El semáforo dijo

hola y adiós. Y era

muy pronto para todo,

muy tarde para verla.

 

El ámbar me mordía

los ojos y las venas

y la calle tenía

resplandor de pantera.

 

En qué esquina de yodo

su mirada bucea.

En qué metro de níquel

o burbuja de menta.

 

Ningún libro me dice

ni quién es ni quién era.

Ni su nombre ni el mío

intercambian fonemas.

 

Lloran los diccionarios,

lloran las azoteas

y dicto mis mensajes

en una lengua muerta.

 

He llegado hasta junio

y estoy en las afueras.

La costura del cielo

tiene blondas de niebla.

 

Las boquitas pintadas

dejan polvo de estrellas

en el borde de un vaso

boreal de ginebra.

 

Escrito en cuneiforme

el perfil de sus ruedas

los taxis amarillos

tatúan la alameda.

 

La noche me maquilla

con su breve tormenta

de bares y de hoteles

sonámbulos que tiemblan.

 

Otoño de terrazas

vacías y de mesas,

de toldos recogidos

y sillas genuflexas.

 

Los lápices de labios

con la aurora despiertan.

Los espejos los miran

dibujar sus dos letras.

 

En un paso de cebra

la vi y dije: ¡Ella!

y todos los motores

me clavaron su espuela.

 

Ésta es la misma calle.

Ésta, la misma acera.

Y la hora, la misma.

Sólo ella no es ella.

 

La falda, los zapatos,

la blusa, la melena.

El cuello, con sus rizos.

El seno, con su almena.

 

¿Y la coma de rímel

bajo sus cejas negras?

El aire me grafía

aún su silueta.

 

Esculpida en el ámbar

de algún paso de cebra

fosforece su piel,

fosforecen sus medias.

(Semáforos, semáforos, 1990)

 


 

Pasos sobre el papel

A Luis María Ansón

 

Hoy todas las palabras me vinieron a ver.

Iban todas vestidas y yo las desnudé.

Tenían agua dentro y yo se la quité.

Bebí toda su agua y me quedó su sed.

No me quedó su habla: me quedó su mudez.

 

Hoy todas las palabras me vinieron a ver.

Todas iban vestidas y yo las desnudé.

Ni debajo ni dentro había ningún ser

sino un lento perfume de luz sobre su piel:

un líquido contacto de tinta y de papel.

 

Nada más. Eso es todo lo que recuerdo ver.

Recuerdo las palabras: eran una mujer,

una luz, un perfume, una tinta, una piel.

Oigo pasos que vuelven y vuelven a volver.

No existen: vuelven sólo e insisten otra vez.

 

Las palabras son pasos dados sobre el papel

hacia nosotros mismos pero con otra piel.

Ellas y nosotros formamos un vaivén

en el tiempo que dura nuestro yo en otro quien.

 

En las palabras vive lo que vivió una vez

aunque nunca lo mismo tenga segunda vez.

(Himnos tardíos, 1999)

 


 

De vita philologica

 

a Jenaro Talens

 

La vida me ha hecho lírico― o como otros dicen, egotista― ahogando en mí, gracias a

Dios Todopoderoso, a aquel sabio en ciernes. Pero a las veces echo de menos a aquel

muchacho de veinticinco años, tan leído, tan erudito, tan científico, tan objetivo― creo que

se dice así―, tan cargado de citas y de teorías de otros.

                                                                          Miguel de Unamuno

 

Lo que debo al latín son muchas cosas.

Para empezar, mi sensación de lengua,

tan diferente a la ilusión del habla,

y la idea de que todo lenguaje

es ―y es sólo ― un acto de pensar:

un pensamiento erguido sobre un sinfín de ejes,

tan exactos como sus mecanismos,

que construye, sobre sonidos puros,

la arquitectura de una identidad.

Pero no sólo eso ―que es inútil y cierto,

y cerebral también y hasta pedante―

sino el recuerdo del resplandor de tardes

en que aquello que el texto me oponía

era un placer semántico que me transfiguraba

como un limbo de inteligencia pura

en el que la sintaxis de las frases

y las palabras se correspondían

y en el que cada esfuerzo presuponía otro

y éste entrañaba el placer de encontrar

otra dificultad.

Yo crecí bajo la sombra de los diccionarios

y creía que el mundo

era un texto preciso con sintaxis exacta

que cada tarde había también que analizar.

Crecí feliz entre un viento de páginas.

Luego me cambiaron el código

y la clave de cifra

y me quedé sin nada que leer.

Soy feliz por instantes, pero

mi traducción del mundo

resulta cada vez más imperfecta:

me equivoco en los verbos,

no acierto con los modos,

se me borran los tiempos

e, incluso, me confundo de caso o de flexión.

Cuando esto ocurre ―y me ocurre a menudo―

recuerdo aquellas tardes de sintaxis perfecta

y hermenéutica lúcida,

en que el perímetro del tiempo

eran mis diecisiete años

y el espacio del mundo,

sólo mi habitación.

La lectura de un texto nos hace personajes

y la vida, también.

Nuestra vida es un texto al que le faltan páginas

y las lagunas existentes dejan

no sólo abierto el blanco de los márgenes

sino que, hasta en el mismo texto conservado,

surgen siempre imprevistos vacíos que hay que completar.

Feliz de aquél que puede

fijar su vida como si fuera un texto,

desechar disparatadas conjeturas

y optar por una sola y única lección.

Yo he perdido mi texto, y la vida me arrastra

mientras yo la recuerdo como a sus paradigmas

y al antiguo muchacho que imaginé yo mismo

y que llegó a llamarse incluso como yo.

Lo peor de ser joven es que no se distingue

entre la realidad del ser y su gramática

y se hace metafísica del detalle más nimio

y se eleva a sistema del dato más trivial:

se confunden los ejes de sus dos mecanismos

y, al intentar cambiarlos, chocamos con los límites

de nuestro pensamiento y vemos lo perfecto

de todo raciocinio y lo imperfecto de todo lo real.

Por eso he amado el río de la lengua

y he recorrido a pie casi todo su curso

en un fallido intento de llegar a sus fuentes

y beber la primera palabra originaria

por si en ella se oía, sin manchar por el hombre,

un sonido perdido, algo

que todavía pudiera valer como verdad.

Yo no lo escucho, pero sé su existencia.

De nada sirve todo el conocimiento

ni la interpretación más sólida o brillante,

ni la idea más lúcida ni el juicio más feliz.

De nada sirven,

cuando se viste sólo de prestado

o se vive en un alma fiada o de alquiler;

cuando no hay propiedad sin hipoteca

y hasta la muerte viene con su factura del agua o de la luz.

El latín concedía cierta pasión al orden.

En el orden de ahora la sintaxis funciona

por completo al revés:

sólo hay pasión allí donde hay desorden,

y el ritmo de las frases es un anacoluto

en el que los meandros de la vida

alteran la consecutio temporum

y la atracción de modos impide

la exacta percepción de lo real.

Me gustaría poder abrir sin más el diccionario

de una lengua que careciera de gramática;

de una lengua cuyos sonidos fueron sólo

el ritmo de la pausa de una sucesión

y de la que pudiéramos saber toda la historia,

su evolución, sus fases, sus etapas… todo

salvo el preciso sentido de sus términos:

una lengua, como nosotros mismos,

condenada a su forma y a carecer de significación.

La hermenéutica es una ciencia pía: una

experiencia casi religiosa,

cuya praxis consiste en alterar el orden

de la sintaxis órfica

y convertir el sentido del mundo

en un catálogo de frases de liturgia

y en el ficticio orden de un ritual.

En el latín… ¡qué seguro era el mundo

y su belleza exacta

cómo recomponía el orden que rompe lo real!

Nada más bello

que aquellas trampas de la inteligencia

con puentes levadizos y palancas

movidas y accionadas por una leve cifra de su vocabulario

y un sistema muy próximo al del propio pensar.

¡Qué perfectos los casos y las declinaciones

y cómo los añoro cada vez que en la vida me siento naufragar!

Son como mástiles que aguantan la tormenta

y avanzan en la noche a través de la bruma

como un buque fantasma que tuviera velamen

y no tripulación.

¡Cómo siento de firme la fuerza de su lengua!

¡Cómo viene y dirige mi torpe maniobra,

rectifica mi rumbo y aguanta mi timón!

El latín es un agua profunda

que sostiene todas las superficies

y que crea en los mapas

la ilusión o certeza de que hay un punto exacto

o alguna idea firme

o una isla segura

o la existencia de un lugar

más allá del lugar

que se hunde y flota

al ritmo y al vaivén de las palabras

y que reaparece cuantas veces

perdemos de vista el horizonte

o el dolor nos borra de los ojos

las figuras que forman

la ficción o relato de nuestro recorrido

y nos fija como un punto de amarre

a una playa lejana que se mueve,

como la luz dentro de la memoria,

entre el latido regular de un péndulo

y la átona música de una muerte perfecta

cuyas aguas sonaran siempre al mismo compás.

Eso por consignar sólo la metafísica

y no los años sórdidos en que viví de él.

No: no es la especialidad

lo que de su filología me interesa

sino la vida que hay entre lo márgenes

de un libro hecho de tiempo

cuya lengua podemos, sin hablarla, leer.

Ese libro del que todos podemos ser gramática,

esa lengua que ya sólo se escribe,

ese tiempo que es ya sólo lugar.

Feliz de quien no tiene que traducir el mundo

ni siente necesidad o afán de interpretarlo

porque sabe que lo que afirma al hombre

no es el sentido sino la sucesión.

Vivir consiste sólo en sucederse,

como un anfibio, en las aguas de un yo terco y fugaz

que se confunde sólo con su costumbre.

(Himnos tardíos, 1999)

 

 


 

LA CUESTION HOMÉRICA: A VUELTAS CON LA ILÍADA

                                                                    

A Don Martín S. Ruipérez, in memoriam

 

Delante de mis ojos veo a Aquiles   combatiendo.

Mirmídones y dólopes no se quedan atrás:

avanzan con todo su pesado armamento, mientras

Héctor y los troyanos cierran filas en frente

y las flechas de ambos se cruzan en el aire

como enjambres de abejas

 y las lanzas de bronce brillan bajo el intenso sol.

Tengo dieciséis años  y leo en griego

los versos de la Ilíada que ignoro entonces

cuánto y de cuántas formas me  van a acompañar.

Cóncavas naves navegan por mi mente.

Catálogos de armas y guerreros también.

Se me va haciendo familiar su estilo:

tanto el de ellos como el de las palabras

que cada hexámetro, bajo la luz del flexo, 

extiende  sobre mí. Quiero que los aqueos

venzan y los troyanos pierdan ,  o al revés. 

Me gustan los parlamentos de los dioses.

Admiro la belleza de Helena, que imagino,

los recursos de Ulises, la humanidad de  Héctor,

los  consejos de Hipóloco a Glauco y cómo

las generaciones de los hombres

- como las de las hojas - están destinadas a caer.

Todo está dicho – muy bien dicho- allí. 

Cada composición tiene estructura,

cada ser humano  es un relato, cada héroe

es una canción.  Leo cómo los dos ejércitos

se mueven, cómo  va sucediendo todo

lo que en la caída de Troya sucedió.

Tengo sesenta y cinco años y leo a Homero

en  griego y ya no soy aquel  ni el mismo

muchacho  que hace cincuenta años lo leyó.

El texto no ha cambiado y sigue siendo el mismo.

Delante de mis ojos Aquiles sigue

combatiendo. Los mirmídones y los dólopes

no se quedan atrás : avanzan con todo su pesado

armamento, mientras frente a ellos cierran filas

Héctor y los troyanos y las flechas de ambos

se cruzan  en el aire como enjambres de abejas

y las lanzas de bronce brillan bajo el intenso sol.

La familia de Príamo contempla cómo se desarrollan

los combates y las cóncavas naves varadas en la playa

y las tiendas del campamento  aqueo y a Menelao

 y Agamenón. Soy yo, y no ellos, el que cambia.

Soy yo el que, al no formar parte de la Ilíada,

está de antemano condenado a morir.  Navego

por la página como el sol por sus rutas

y voy viendo cadáveres cerca o en torno a mí

y no son de troyanos  ni de  aqueos ni de dólopes :

son de padres , familiares, compañeros y amigos .

Nada muere en el verso : el ritmo del hexámetro

con su ámbar protege el tiempo que no acaba

nunca de suceder, pero el nuestro termina.

No: no mueren los héroes de La Ilíada

sino nosotros, sus lectores, que, a diferencia de ellos

somos lo que somos pero sólo una vez.

Sólo como ficción el ser perdura. Pero nuestra epopeya

no es el combate en las playas de Troya

sino otro más humilde, condenado

a un oscuro y anónimo morir. Por eso mismo

siguen teniendo su sentido Héctor y Aquiles,

Patroclo, Príamo, Helena, Agamenón.

Ellos ni morirán ni han muerto. Pero nosotros sí.

(Galería de rara antigüedad, 2018)

 


 

Jaime Siles: (Valencia, 1951). Doctor en Filología Clásica por la Universidad de Salamanca. Becado por la Fundación Juan March, amplió estudios en la Universidad de Tübingen bajo la dirección de Antonio Tovar. Posteriormente trabajó como investigador contratado en el Departamento de Lingüística de la Universidad de Colonia, donde colaboró con Jürgen Untermann en la redacción de los Monumenta Linguarum Hispanicarum. De 1976 a 1980 fue profesor de Filología Latina en la Universidad de Salamanca; de 1980 a 1982, por oposición, en la de Alcalá de Henares. En 1983 obtuvo la cátedra de Filología Latina de la Universidad de La Laguna (Tenerife). Ese mismo año fue nombrado Director del Instituto Español de Cultura en Viena y Agregado Cultural en la Embajada de España en Austria. Catedrático Honorario de la Universidad de Viena; profesor invitado de la Universidades de Graz, Salzburg, Madison- Wisconsin, Bérgamo, Berna, Turín, Ginebra, École Normale Supérieure de Lyon, Clermont-Ferrand. Orléans y Marne- La Vallée; Ordentlicher Professor de la Universidad de St. Gallen. Actualmente es Catedrático Emérito de Filología Latina de la Universidad de Valencia. Ha sido Asesor de Cultura en la Representación Permanente de España ante la Oficina de la Organización de las Naciones Unidas y Presidente de la Sociedad Española de Estudios Clásicos. Hijo Predilecto de la Ciudad de Valencia y Doctor honoris causa por la Universidad de Clermont-Ferrand. Ha obtenido, entre otros, los Premios Ocnos, de la Crítica Nacional, el Internacional Loewe de Poesía, el Premio Internacional Generación del 27, el Nacional de Poesía José Hierro, el Internacional de Poesía Ciudad de Torrevieja, el Tiflos y el Internacional de Poesía Jaime Gil de Biedma, así como el Teresa de Ávila, el de las Letras Valencianas y el Andrés Bello, concedidos los tres al conjunto de su obra.

 

CURADURÍA: Yordan Arroyo (Costa Rica)