Tragedia de los caballos locos
A Marc Granell
Dentro de los oídos,
ametralladamente,
escucho los tendidos galopes de caballos,
de almifores perdidos
en la noche.
Levantan polvo y viento,
al golpear el suelo
sus patas encendidas,
al herir el aire
sus crines despeinadas,
al tender como sábanas
sus alientos de fuego.
Lejanos, muy lejanos,
ni la muerte los cubre,
desesperan de furia
hundiéndose en el mar
y atravesándolo como delfines vulnerados de tristeza.
Van manchados de espuma
con sudores de sal enamorada,
ganando las distancias
y llegan a otra playa
y al punto ya la dejan,
luego de revolcarse, gimientes,
después de desnudarse las espumas
y vestirse con arena.
De pronto se detienen. Otra pasión los cerca.
El paso es sosegado
y no obstante inquieto,
los ojos coruscantes, previniendo emboscadas.
El líquido sudor que los cubría
se ha vuelto de repente escarcha gélida.
Arpegian sus cascos al frenar el suelo que a su pie se desintegra.
Ahora han encontrado de siempre, sí, esperándoles
las yeguas que los miran.
Ya no existe más furia ni llama que el amor, la dicha de la sangre,
las burbujas amorosas que resoplan
al tiempo que montan a las hembras.
Y es entonces el trepidar de pífanos, el ruido de cornamusas,
el musical estrépito
que anuncia de la muerte la llegada.
Todos callan. Los dientes de golpean quedándose
soldados.
Oscurece. La muerte los empaña, ellos se entregan
y súbito, como en una caracola fenecida, en los oídos escucho
un desplomarse patas rabiosas, una nueva de polvo levantado por crines,
un cataclismo de huesos que la noche se encarga
de enviar hacia el olvido.
(Génesis de la luz, 1969)
Semáforos, semáforos
a Pedro Laín Entralgo
La falda, los zapatos,
la blusa, la melena.
El cuello, con sus rizos.
El seno, con su almena.
El neón de los cines
en su piel, en sus piernas.
Y, en los leves tobillos,
una luz violeta.
El claxon de los coches
se desangra por ella.
Anuncios luminosos
ven fundirse sus letras.
Cuánta coma de rímel
bajo sus cejas negras
taquigrafía el aire
y el aire es una idea.
El cromo de las motos
gira a cámara lenta.
Destellos, dioramas,
tacones, manos, medias.
Un solo parpadeo
y todo se acelera.
El carmín es un punto
y es un ruido la seda.
La falda, los zapatos,
la blusa, la melena
se han ido con la luz
verde que se la lleva.
En un paso de cebra
la vi y dije: ¡Ella!
y todos los motores
me clavaron su espuela.
El semáforo dijo
hola y adiós. Y era
muy pronto para todo,
muy tarde para verla.
El ámbar me mordía
los ojos y las venas
y la calle tenía
resplandor de pantera.
En qué esquina de yodo
su mirada bucea.
En qué metro de níquel
o burbuja de menta.
Ningún libro me dice
ni quién es ni quién era.
Ni su nombre ni el mío
intercambian fonemas.
Lloran los diccionarios,
lloran las azoteas
y dicto mis mensajes
en una lengua muerta.
He llegado hasta junio
y estoy en las afueras.
La costura del cielo
tiene blondas de niebla.
Las boquitas pintadas
dejan polvo de estrellas
en el borde de un vaso
boreal de ginebra.
Escrito en cuneiforme
el perfil de sus ruedas
los taxis amarillos
tatúan la alameda.
La noche me maquilla
con su breve tormenta
de bares y de hoteles
sonámbulos que tiemblan.
Otoño de terrazas
vacías y de mesas,
de toldos recogidos
y sillas genuflexas.
Los lápices de labios
con la aurora despiertan.
Los espejos los miran
dibujar sus dos letras.
En un paso de cebra
la vi y dije: ¡Ella!
y todos los motores
me clavaron su espuela.
Ésta es la misma calle.
Ésta, la misma acera.
Y la hora, la misma.
Sólo ella no es ella.
La falda, los zapatos,
la blusa, la melena.
El cuello, con sus rizos.
El seno, con su almena.
¿Y la coma de rímel
bajo sus cejas negras?
El aire me grafía
aún su silueta.
Esculpida en el ámbar
de algún paso de cebra
fosforece su piel,
fosforecen sus medias.
(Semáforos, semáforos, 1990)
Pasos sobre el papel
A Luis María Ansón
Hoy todas las palabras me vinieron a ver.
Iban todas vestidas y yo las desnudé.
Tenían agua dentro y yo se la quité.
Bebí toda su agua y me quedó su sed.
No me quedó su habla: me quedó su mudez.
Hoy todas las palabras me vinieron a ver.
Todas iban vestidas y yo las desnudé.
Ni debajo ni dentro había ningún ser
sino un lento perfume de luz sobre su piel:
un líquido contacto de tinta y de papel.
Nada más. Eso es todo lo que recuerdo ver.
Recuerdo las palabras: eran una mujer,
una luz, un perfume, una tinta, una piel.
Oigo pasos que vuelven y vuelven a volver.
No existen: vuelven sólo e insisten otra vez.
Las palabras son pasos dados sobre el papel
hacia nosotros mismos pero con otra piel.
Ellas y nosotros formamos un vaivén
en el tiempo que dura nuestro yo en otro quien.
En las palabras vive lo que vivió una vez
aunque nunca lo mismo tenga segunda vez.
(Himnos tardíos, 1999)
De vita philologica
a Jenaro Talens
La vida me ha hecho lírico― o como otros dicen, egotista― ahogando en mí, gracias a
Dios Todopoderoso, a aquel sabio en ciernes. Pero a las veces echo de menos a aquel
muchacho de veinticinco años, tan leído, tan erudito, tan científico, tan objetivo― creo que
se dice así―, tan cargado de citas y de teorías de otros.
Miguel de Unamuno
Lo que debo al latín son muchas cosas.
Para empezar, mi sensación de lengua,
tan diferente a la ilusión del habla,
y la idea de que todo lenguaje
es ―y es sólo ― un acto de pensar:
un pensamiento erguido sobre un sinfín de ejes,
tan exactos como sus mecanismos,
que construye, sobre sonidos puros,
la arquitectura de una identidad.
Pero no sólo eso ―que es inútil y cierto,
y cerebral también y hasta pedante―
sino el recuerdo del resplandor de tardes
en que aquello que el texto me oponía
era un placer semántico que me transfiguraba
como un limbo de inteligencia pura
en el que la sintaxis de las frases
y las palabras se correspondían
y en el que cada esfuerzo presuponía otro
y éste entrañaba el placer de encontrar
otra dificultad.
Yo crecí bajo la sombra de los diccionarios
y creía que el mundo
era un texto preciso con sintaxis exacta
que cada tarde había también que analizar.
Crecí feliz entre un viento de páginas.
Luego me cambiaron el código
y la clave de cifra
y me quedé sin nada que leer.
Soy feliz por instantes, pero
mi traducción del mundo
resulta cada vez más imperfecta:
me equivoco en los verbos,
no acierto con los modos,
se me borran los tiempos
e, incluso, me confundo de caso o de flexión.
Cuando esto ocurre ―y me ocurre a menudo―
recuerdo aquellas tardes de sintaxis perfecta
y hermenéutica lúcida,
en que el perímetro del tiempo
eran mis diecisiete años
y el espacio del mundo,
sólo mi habitación.
La lectura de un texto nos hace personajes
y la vida, también.
Nuestra vida es un texto al que le faltan páginas
y las lagunas existentes dejan
no sólo abierto el blanco de los márgenes
sino que, hasta en el mismo texto conservado,
surgen siempre imprevistos vacíos que hay que completar.
Feliz de aquél que puede
fijar su vida como si fuera un texto,
desechar disparatadas conjeturas
y optar por una sola y única lección.
Yo he perdido mi texto, y la vida me arrastra
mientras yo la recuerdo como a sus paradigmas
y al antiguo muchacho que imaginé yo mismo
y que llegó a llamarse incluso como yo.
Lo peor de ser joven es que no se distingue
entre la realidad del ser y su gramática
y se hace metafísica del detalle más nimio
y se eleva a sistema del dato más trivial:
se confunden los ejes de sus dos mecanismos
y, al intentar cambiarlos, chocamos con los límites
de nuestro pensamiento y vemos lo perfecto
de todo raciocinio y lo imperfecto de todo lo real.
Por eso he amado el río de la lengua
y he recorrido a pie casi todo su curso
en un fallido intento de llegar a sus fuentes
y beber la primera palabra originaria
por si en ella se oía, sin manchar por el hombre,
un sonido perdido, algo
que todavía pudiera valer como verdad.
Yo no lo escucho, pero sé su existencia.
De nada sirve todo el conocimiento
ni la interpretación más sólida o brillante,
ni la idea más lúcida ni el juicio más feliz.
De nada sirven,
cuando se viste sólo de prestado
o se vive en un alma fiada o de alquiler;
cuando no hay propiedad sin hipoteca
y hasta la muerte viene con su factura del agua o de la luz.
El latín concedía cierta pasión al orden.
En el orden de ahora la sintaxis funciona
por completo al revés:
sólo hay pasión allí donde hay desorden,
y el ritmo de las frases es un anacoluto
en el que los meandros de la vida
alteran la consecutio temporum
y la atracción de modos impide
la exacta percepción de lo real.
Me gustaría poder abrir sin más el diccionario
de una lengua que careciera de gramática;
de una lengua cuyos sonidos fueron sólo
el ritmo de la pausa de una sucesión
y de la que pudiéramos saber toda la historia,
su evolución, sus fases, sus etapas… todo
salvo el preciso sentido de sus términos:
una lengua, como nosotros mismos,
condenada a su forma y a carecer de significación.
La hermenéutica es una ciencia pía: una
experiencia casi religiosa,
cuya praxis consiste en alterar el orden
de la sintaxis órfica
y convertir el sentido del mundo
en un catálogo de frases de liturgia
y en el ficticio orden de un ritual.
En el latín… ¡qué seguro era el mundo
y su belleza exacta
cómo recomponía el orden que rompe lo real!
Nada más bello
que aquellas trampas de la inteligencia
con puentes levadizos y palancas
movidas y accionadas por una leve cifra de su vocabulario
y un sistema muy próximo al del propio pensar.
¡Qué perfectos los casos y las declinaciones
y cómo los añoro cada vez que en la vida me siento naufragar!
Son como mástiles que aguantan la tormenta
y avanzan en la noche a través de la bruma
como un buque fantasma que tuviera velamen
y no tripulación.
¡Cómo siento de firme la fuerza de su lengua!
¡Cómo viene y dirige mi torpe maniobra,
rectifica mi rumbo y aguanta mi timón!
El latín es un agua profunda
que sostiene todas las superficies
y que crea en los mapas
la ilusión o certeza de que hay un punto exacto
o alguna idea firme
o una isla segura
o la existencia de un lugar
más allá del lugar
que se hunde y flota
al ritmo y al vaivén de las palabras
y que reaparece cuantas veces
perdemos de vista el horizonte
o el dolor nos borra de los ojos
las figuras que forman
la ficción o relato de nuestro recorrido
y nos fija como un punto de amarre
a una playa lejana que se mueve,
como la luz dentro de la memoria,
entre el latido regular de un péndulo
y la átona música de una muerte perfecta
cuyas aguas sonaran siempre al mismo compás.
Eso por consignar sólo la metafísica
y no los años sórdidos en que viví de él.
No: no es la especialidad
lo que de su filología me interesa
sino la vida que hay entre lo márgenes
de un libro hecho de tiempo
cuya lengua podemos, sin hablarla, leer.
Ese libro del que todos podemos ser gramática,
esa lengua que ya sólo se escribe,
ese tiempo que es ya sólo lugar.
Feliz de quien no tiene que traducir el mundo
ni siente necesidad o afán de interpretarlo
porque sabe que lo que afirma al hombre
no es el sentido sino la sucesión.
Vivir consiste sólo en sucederse,
como un anfibio, en las aguas de un yo terco y fugaz
que se confunde sólo con su costumbre.
(Himnos tardíos, 1999)
LA CUESTION HOMÉRICA: A VUELTAS CON LA ILÍADA
A Don Martín S. Ruipérez, in memoriam
Delante de mis ojos veo a Aquiles combatiendo.
Mirmídones y dólopes no se quedan atrás:
avanzan con todo su pesado armamento, mientras
Héctor y los troyanos cierran filas en frente
y las flechas de ambos se cruzan en el aire
como enjambres de abejas
y las lanzas de bronce brillan bajo el intenso sol.
Tengo dieciséis años y leo en griego
los versos de la Ilíada que ignoro entonces
cuánto y de cuántas formas me van a acompañar.
Cóncavas naves navegan por mi mente.
Catálogos de armas y guerreros también.
Se me va haciendo familiar su estilo:
tanto el de ellos como el de las palabras
que cada hexámetro, bajo la luz del flexo,
extiende sobre mí. Quiero que los aqueos
venzan y los troyanos pierdan , o al revés.
Me gustan los parlamentos de los dioses.
Admiro la belleza de Helena, que imagino,
los recursos de Ulises, la humanidad de Héctor,
los consejos de Hipóloco a Glauco y cómo
las generaciones de los hombres
- como las de las hojas - están destinadas a caer.
Todo está dicho – muy bien dicho- allí.
Cada composición tiene estructura,
cada ser humano es un relato, cada héroe
es una canción. Leo cómo los dos ejércitos
se mueven, cómo va sucediendo todo
lo que en la caída de Troya sucedió.
Tengo sesenta y cinco años y leo a Homero
en griego y ya no soy aquel ni el mismo
muchacho que hace cincuenta años lo leyó.
El texto no ha cambiado y sigue siendo el mismo.
Delante de mis ojos Aquiles sigue
combatiendo. Los mirmídones y los dólopes
no se quedan atrás : avanzan con todo su pesado
armamento, mientras frente a ellos cierran filas
Héctor y los troyanos y las flechas de ambos
se cruzan en el aire como enjambres de abejas
y las lanzas de bronce brillan bajo el intenso sol.
La familia de Príamo contempla cómo se desarrollan
los combates y las cóncavas naves varadas en la playa
y las tiendas del campamento aqueo y a Menelao
y Agamenón. Soy yo, y no ellos, el que cambia.
Soy yo el que, al no formar parte de la Ilíada,
está de antemano condenado a morir. Navego
por la página como el sol por sus rutas
y voy viendo cadáveres cerca o en torno a mí
y no son de troyanos ni de aqueos ni de dólopes :
son de padres , familiares, compañeros y amigos .
Nada muere en el verso : el ritmo del hexámetro
con su ámbar protege el tiempo que no acaba
nunca de suceder, pero el nuestro termina.
No: no mueren los héroes de La Ilíada
sino nosotros, sus lectores, que, a diferencia de ellos
somos lo que somos pero sólo una vez.
Sólo como ficción el ser perdura. Pero nuestra epopeya
no es el combate en las playas de Troya
sino otro más humilde, condenado
a un oscuro y anónimo morir. Por eso mismo
siguen teniendo su sentido Héctor y Aquiles,
Patroclo, Príamo, Helena, Agamenón.
Ellos ni morirán ni han muerto. Pero nosotros sí.
(Galería de rara antigüedad, 2018)
Jaime Siles: (Valencia, 1951). Doctor en Filología Clásica por la Universidad de Salamanca. Becado por la Fundación Juan March, amplió estudios en la Universidad de Tübingen bajo la dirección de Antonio Tovar. Posteriormente trabajó como investigador contratado en el Departamento de Lingüística de la Universidad de Colonia, donde colaboró con Jürgen Untermann en la redacción de los Monumenta Linguarum Hispanicarum. De 1976 a 1980 fue profesor de Filología Latina en la Universidad de Salamanca; de 1980 a 1982, por oposición, en la de Alcalá de Henares. En 1983 obtuvo la cátedra de Filología Latina de la Universidad de La Laguna (Tenerife). Ese mismo año fue nombrado Director del Instituto Español de Cultura en Viena y Agregado Cultural en la Embajada de España en Austria. Catedrático Honorario de la Universidad de Viena; profesor invitado de la Universidades de Graz, Salzburg, Madison- Wisconsin, Bérgamo, Berna, Turín, Ginebra, École Normale Supérieure de Lyon, Clermont-Ferrand. Orléans y Marne- La Vallée; Ordentlicher Professor de la Universidad de St. Gallen. Actualmente es Catedrático Emérito de Filología Latina de la Universidad de Valencia. Ha sido Asesor de Cultura en la Representación Permanente de España ante la Oficina de la Organización de las Naciones Unidas y Presidente de la Sociedad Española de Estudios Clásicos. Hijo Predilecto de la Ciudad de Valencia y Doctor honoris causa por la Universidad de Clermont-Ferrand. Ha obtenido, entre otros, los Premios Ocnos, de la Crítica Nacional, el Internacional Loewe de Poesía, el Premio Internacional Generación del 27, el Nacional de Poesía José Hierro, el Internacional de Poesía Ciudad de Torrevieja, el Tiflos y el Internacional de Poesía Jaime Gil de Biedma, así como el Teresa de Ávila, el de las Letras Valencianas y el Andrés Bello, concedidos los tres al conjunto de su obra.
CURADURÍA: Yordan Arroyo (Costa Rica)