EL ESPÍRITU DE LA COLMENA
Yo también tengo miedo
de mí mismo. Me he convertido
en los monstruos que temía de chico,
los que bajo la cama,
bajo el piso mismo de la casa, trabajaban
la noche entera
para romper lo que durante el día
había sido levantado con todo el esfuerzo
del mundo. Romper
lo que estaba entero: un trabajo, el suyo,
como cualquiera, como el de la ley de gravedad,
como el del corazón que bombea la sangre
hacia las arterias, como el de las abejas
acumulando la miel o hundiendo
el aguijón, lo que sea que haga falta
para preservar la especie. Yo también
tengo miedo de mí mismo, yo también quisiera
a veces gritar cuando me veo. Da espanto ver
en la propia cara las caras de los muertos,
el impulso incontrolable de la tribu a encender
el fuego en medio del bosque, para alumbrarse sí,
pero también para expandir el incendio detrás suyo,
entre los árboles, que no saben correr ni defenderse
y se consumen cuando el fuego llega. Quién no fue
alguna vez el árbol que siente la quemadura en las raíces,
en la corteza subiendo y no es capaz de detenerla,
quién no fue alguna vez quien prendió el fuego con saña
e inocencia y para cuando advirtió la magnitud
del desastre, ya no era
posible detenerse. Rechazo todo eso:
la tribu y el bosque y las leyes
que caen como como pedradas sobre el cuerpo
del que dice que no, que no va a quedarse
a aceptar que no se puede
vivir sin lastimar
a cada ser vivo que toquemos.
Elijo el aislamiento, la cueva
donde no pueda alcanzarte mi mano que es la mano
de mi padre y de mi madre, de todos mis ancestros,
porque estoy hecho de los pedazos que no quiero,
porque soy la forma que toma en una persona
el daño hecho por quienes lo precedieron y renuncio:
renuncio a la tarea. Por amor y por asco,
me llevo conmigo lo que me dieron y lo escondo
de tu vista, me voy donde no pueda
tocarte y perpetuar la línea de un tiempo
que se cierra como una boa sobre sí mismo,
se abraza y recomienza. Yo digo que no,
que no quiero abalanzarme
como un ave carroñera sobre los restos
de un animal herido, que prefiero
morir de hambre antes de hincar los dientes
en vos, en vos que fuiste
mi esperanza de no ser quien soy
y mientras existas
me mantendrás a salvo de la rabia
desatada, tremenda que me llevaría
al lugar del origen, al corazón de la colmena
despiadada de donde toda la vida
voy a estar huyendo.
(La reparación, inédito)
La vida de Adele
Si tuviera fe. Si hubiera nacido en una familia
piamontesa en el siglo catorce, la hija
menor que muy pronto
muestra su inclinación por lo sagrado. Santa,
monja de clausura, destinada a un único amor
toda la vida, la vida tranquila
bajo cuya superficie
se desata la pasión por un cuerpo
que nunca va a tocar. Los sencillos,
hermosos rituales del que cree:
tender la cama, barrer la habitación,
rezar, encender una vela, adorar el día
que comienza, el que termina, confiar
en que termina para siempre
recomenzar. La ocasional crisis
que refuerza la confianza: todo está bien,
estamos protegidos, alcanzados
por el interés de alguien, su mirada
severa y compasiva
que es como un círculo de sal
del que nadie entra
ni sale. A alguien le importa,
dice la fe y sostiene el cuerpo
como una viga maestra. Yo conocí otra fe:
la que se clava
en otro cuerpo humano. Dormía
y mi sueño no tenía imágenes:
era el sueño de una piedra,
de un organismo pequeñísimo
que crecía en el agua, alimentado
por los minerales que traían
las corrientes subterráneas. Dormía
y me despertaste y ya no sé volver
a mi letargo. Yo conocí tu voz. Era cascada,
ronca, su textura la de la madera
en el lugar en el que ha sido
abierta por el hacha: aquí y allá
los restos de la matanza, las astillas,
los bordes ásperos. Yo reconocí
las venas de tu frente
con los dedos, vi la sangre
salírsete y correr por mi boca
y por mis manos,
no era un estigma que probaba
la existencia de dios, era la herida
que tenía que hacerte
para entrar en vos, la que pediste
porque no soportabas
permanecer confinada en un cuerpo
incapaz de dividirse, de ser dos.
Y fuiste dos, fuiste conmigo
dos, fuiste el revuelo de semillas
cuando se abren los pétalos
cerrados, fuiste la multiplicación
y ya no el solitario
tallo creciendo para nada. Lo que soltaste
al aire yo no lo pude retener
y quién podría, tan libre era,
tan abundante. No me hubieran
alcanzado las manos, no tenía
cómo atraerlo a mí, el mundo es tan vasto,
tan infinitamente variado, cómo
competir con él para que quieras
quedarte en un lugar, en uno solo,
y no seguir viajando. Yo no tengo la fe, no,
pero adoré tu cuerpo, me tendí
a tus pies, dije palabras
que se parecieron a una plegaria,
a la plegaria de los que van a morir y dicen gracias
por haber estado aquí. Yo repetí también
esas palabras y a mi manera, sí, rezaba, te decía:
aunque haberte encontrado sea
lo único sagrado que el mundo ha tenido
para darme, gracias. Fue hermoso
haber estado aquí y no lo cambio
por la inmortalidad del alma.
(El cuerpo, 2020)
El monstruo de la laguna negra
Nos parecemos: fuera del redil
todo es la misma sombra, se termina
el arco de luz que te protege. Si vas
a salir de lo común, mejor que seas
un monstruo poderoso, una criatura
dispuesta a dar pelea. Prometeme:
no vamos a convertirnos en la familia
que tuvimos. No vamos a confundir el amor
con una ciénaga donde se mezclan
el odio por la vida, el dolor, el miedo a separarse
porque afuera hay más peligros que adentro.
Adentro está la muerte, lo sabemos, hay que huir
como hemos huido siempre vos
y yo por separado, esta vez hay que irse
tan increíblemente lejos que no haya
regreso posible, neguémonos
a esa partida a medias, a ese estar y no estar,
a seguir alimentándonos con lo que nos envenena.
Yo llevo tus escamas en el cuello como el recuerdo
de lo que pudo ser, de mi pasado,
el nuestro, dos lagartos anfibios, estamos
muertos para el mundo si sabemos escondernos.
Sino el mundo encontrará la manera
de matarnos. Así ha sido siempre:
somos bestias con un caparazón durísimo
y un sentido de la vista tan potente que podríamos
descubrir lo que a cientos de metros se agazapa,
diminuto y certero. Somos capaces
de perder una parte del cuerpo
y restituirla lentamente,
fibras y células y músculos nuevos en lugar
de los enfermos. Pero nos creemos la presa,
estamos listos para el látigo
y el encierro. Vámonos de una vez a esos, tus reinos,
que en lo salvaje crezca libre y fuerte lo que aquí
nos hace débiles. Te espero
desde que intenté decir la primera palabra
y fracasé, desde que supe que no sabría hablar
el idioma que me dieron, que no quería
palabras tan llenas de culpa
y de tristeza. Las bestias
se adoran en silencio como dioses
que nadie más venera,
dioses que no aprendieron a castigar, que creen
en las enfermedades que se curan, en las fuerzas
que vuelven después
de una larga convalecencia, en la alegría
de soltar el cuerpo, una plomada
cayendo en el agua con un ruido sordo,
hundiéndose hacia la maravilla que hay allá,
en las aguas tornasoladas, profundísimas,
donde hasta el animal más tímido y arisco
puede mantenerse vivo si no cae
en las redes que le tienden para que vuelva a la tierra
a boquear al sol hasta volverse
una criatura normal que está dispuesta
a abandonar lo que más quiere por un poco de aire,
una supervivencia
en la que solo la punzada en las agallas
le recuerde a veces
que hubo un tiempo sin dolor, un tiempo
plácido, el tiempo de las mareas,
sin fin y sin comienzo, el de las criaturas raras,
las que no entran en ninguna clasificación:
feas, sucias, malas, libres
de la belleza normal, de la belleza mortífera
extranjeras.
(El cuerpo, 2020)
La helada
Quien fue dañado lleva consigo ese daño,
como si su tarea fuera propagarlo, hacerlo impactar
sobre aquel que se acerque demasiado. Somos
inocentes ante esto, como es inocente una helada
cuando devasta la cosecha: estaba en ella su frío,
su necesidad de caer, había esperado
-formándose lentamente en el cielo,
en el centro de un silencio que no podemos concebir-
su tiempo de brillar, de desplegarse. ¿Cómo soportarías
vivir con semejante peso sin ansiar la descarga,
aunque en ese rapto destroces la tierra,
las casas, las vidas que se sostienen, apacibles,
en el trabajo de mantener el mundo a salvo,
durante largas estaciones en las que el tiempo se divide
entre los meses de siembra y los de zafra? Pido por esa fuerza
que resiste la catástrofe y rehace lo que fue lastimado todas las veces
que sea necesario, y también por el daño que no puede evitarse,
porque lo que nos damos los unos a los otros,
aún el terror o la tristeza,
viene del mismo deseo: curar y ser curados.
(La plenitud, 2010)
La estela
Que no debía ser tan complejo, me decías ¿Y por qué no?
¿Acaso no es complejo el sutil mecanismo
que pone en conexión al polen y la abeja, o las infinitas
transformaciones químicas que sufre un pequeñísimo
grano de arena hasta llegar a ser parte, ya irreconocible,
del cuerpo del diamante? Es complejo encontrarnos
y perdernos, los que andan por el fondo de la tierra
buscando el tesoro de una cueva inexplorada lo comprenden,
no es al heroísmo ni a la astucia sino al azar o al misterio
que se debe el descubrimiento: ese cruce fatal, inevitable
entre quien busca y lo buscado, ese momento de arrebato y mutua
entrega. ¿Por qué debería ser fácil dar con aquello que esperábamos
ya de niños en el jardín del fondo de la casa,
sin saber que se trataba de una espera esa curiosidad honda
y atenta a cada ruido de la siesta, a una rama
que se agrieta en el calor, al paso de sombra de un lagarto
en la humedad de las paredes? ¿Por qué hemos olvidado,
si lo que sí sabíamos entonces es que es difícil
cierta clase de belleza, dar con ella, estar despiertos
cuando cruza por delante de nosotros, no para atraparla,
sino para quedarnos a vivir en la estela que deja?
(La plenitud, 2010)
Claudia Masin: nació en Resistencia, Chaco, Argentina, en 1972. Es escritora y psicoanalista. Coordina talleres de escritura y fue docente de la materia Poesía 1 en la carrera de Artes de la Escritura de la Universidad Nacional de las Artes de Buenos Aires. Vivió 30 años en Buenos Aires y ahora reside en la ciudad de Córdoba. Coordina talleres de escritura.
Publicó en Argentina, España, México, Brasil y Chile diez libros de poesía y dos antologías de su obra: "Bizarría", "Geología"; "La vista”, "Abrigo; “La plenitud”; “El verano”; “La cura”; “La siesta”, Lo intacto”, “El cuerpo” y las antologías: “El secreto (antología 1997-2007) y “La materia sensible”.
En el volumen “La desobediencia” se encuentra reunida toda su obra hasta 2017. Su libro “La vista” ha obtenido por unanimidad el Premio Casa de América de España en 2002. Su libro “Abrigo” ha obtenido una mención del Fondo Nacional de las Artes en 2004. Su libro
“Lo intacto” ha obtenido un premio del Fondo Nacional de las Artes de Argentina en 2017. Su poema Tomboy del libro Lo intacto, en traducción al inglés de Robin Myers, ha ganado el premio 2019 de la revista Words Without Borders/Asociación de Poetas Norteamericanos de EEUU. Textos poéticos y ensayísticos de su autoría han sido editados en múltiples antologías en Latinoamérica y Europa. Poemas suyos han sido traducidos al francés, inglés, portugués, italiano y sueco.
Curaduría: Sean Salas (Costa Rica)