CLAUDIA MASIN | AJKÖ KI No 2

CLAUDIA MASIN | AJKÖ KI No 2

 

 

EL ESPÍRITU DE LA COLMENA

 

Yo también tengo miedo

de mí mismo. Me he convertido

en los monstruos que temía de chico,

los que bajo la cama,

bajo el piso mismo de la casa, trabajaban

la noche entera

para romper lo que durante el día

había sido levantado con todo el esfuerzo

del mundo. Romper

lo que estaba entero: un trabajo, el suyo,

como cualquiera, como el de la ley de gravedad,

como el del corazón que bombea la sangre

hacia las arterias, como el de las abejas

acumulando la miel o hundiendo

el aguijón, lo que sea que haga falta

para preservar la especie. Yo también

tengo miedo de mí mismo, yo también quisiera

a veces gritar cuando me veo. Da espanto ver

en la propia cara las caras de los muertos,

el impulso incontrolable de la tribu a encender

el fuego en medio del bosque, para alumbrarse sí,

pero también para expandir el incendio detrás suyo,

entre los árboles, que no saben correr ni defenderse

y se consumen cuando el fuego llega. Quién no fue

alguna vez el árbol que siente la quemadura en las raíces,

en la corteza subiendo y no es capaz de detenerla,

quién no fue alguna vez quien prendió el fuego con saña

e inocencia y para cuando advirtió la magnitud

del desastre, ya no era

posible detenerse. Rechazo todo eso:

la tribu y el bosque y las leyes

que caen como como pedradas sobre el cuerpo

del que dice que no, que no va a quedarse

a aceptar que no se puede

vivir sin lastimar

a cada ser vivo que toquemos.

Elijo el aislamiento, la cueva

donde no pueda alcanzarte mi mano que es la mano

de mi padre y de mi madre, de todos mis ancestros,

porque estoy hecho de los pedazos que no quiero,

porque soy la forma que toma en una persona

el daño hecho por quienes lo precedieron y renuncio:

renuncio a la tarea. Por amor y por asco,

me llevo conmigo lo que me dieron y lo escondo

de tu vista, me voy donde no pueda

tocarte y perpetuar la línea de un tiempo

que se cierra como una boa sobre sí mismo,

se abraza y recomienza. Yo digo que no,

que no quiero abalanzarme

como un ave carroñera sobre los restos

de un animal herido, que prefiero

morir de hambre antes de hincar los dientes

en vos, en vos que fuiste

mi esperanza de no ser quien soy

y mientras existas

me mantendrás a salvo de la rabia

desatada, tremenda que me llevaría

al lugar del origen, al corazón de la colmena

despiadada de donde toda la vida

voy a estar huyendo.

 

(La reparación, inédito)

 


 

La vida de Adele

 

Si tuviera fe. Si hubiera nacido en una familia

piamontesa en el siglo catorce, la hija

menor que muy pronto

muestra su inclinación por lo sagrado. Santa,

monja de clausura, destinada a un único amor

toda la vida, la vida tranquila

bajo cuya superficie

se desata la pasión por un cuerpo

que nunca va a tocar. Los sencillos,

hermosos rituales del que cree:

tender la cama, barrer la habitación, 

rezar, encender una vela, adorar el día

que comienza, el que termina, confiar

en que termina para siempre

recomenzar. La ocasional crisis

que refuerza la confianza: todo está bien,

estamos protegidos, alcanzados

por el interés de alguien, su mirada

severa y compasiva

que es como un círculo de sal

del que nadie entra

ni sale. A alguien le importa,

dice la fe y sostiene el cuerpo

como una viga maestra. Yo conocí otra fe:

la que se clava

en otro cuerpo humano. Dormía

y mi sueño no tenía imágenes:

era el sueño de una piedra,

de un organismo pequeñísimo

que crecía en el agua, alimentado

por los minerales que traían

las corrientes subterráneas. Dormía

y me despertaste y ya no sé volver

a mi letargo. Yo conocí tu voz. Era cascada,

ronca, su textura la de la madera

en el lugar en el que ha sido

abierta por el hacha: aquí y allá

los restos de la matanza, las astillas,

los bordes ásperos. Yo reconocí

las venas de tu frente

con los dedos, vi la sangre

salírsete y correr por mi boca

y por mis manos,

no era un estigma que probaba

la existencia de dios, era la herida

que tenía que hacerte

para entrar en vos, la que pediste

porque no soportabas

permanecer confinada en un cuerpo

incapaz de dividirse, de ser dos.

Y fuiste dos, fuiste conmigo

dos, fuiste el revuelo de semillas

cuando se abren los pétalos

cerrados, fuiste la multiplicación

y ya no el solitario

tallo creciendo para nada. Lo que soltaste

al aire yo no lo pude retener

y quién podría, tan libre era,

tan abundante. No me hubieran

alcanzado las manos, no tenía

cómo atraerlo a mí, el mundo es tan vasto,

tan infinitamente variado, cómo

competir con él para que quieras

quedarte en un lugar, en uno solo,

y no seguir viajando. Yo no tengo la fe, no,

pero adoré tu cuerpo, me tendí

a tus pies, dije palabras

que se parecieron a una plegaria,

a la plegaria de los que van a morir y dicen gracias

por haber estado aquí. Yo repetí también

esas palabras y a mi manera, sí, rezaba, te decía:

aunque haberte encontrado sea

lo único sagrado que el mundo ha tenido

para darme, gracias. Fue hermoso

haber estado aquí y no lo cambio

por la inmortalidad del alma.

 

(El cuerpo, 2020)

 


 

El monstruo de la laguna negra

 

Nos parecemos: fuera del redil

todo es la misma sombra, se termina

el arco de luz que te protege. Si vas

a salir de lo común, mejor que seas

un monstruo poderoso, una criatura

dispuesta a dar pelea. Prometeme:

no vamos a convertirnos en la familia

que tuvimos. No vamos a confundir el amor

con una ciénaga donde se mezclan

el odio por la vida, el dolor, el miedo a separarse

porque afuera hay más peligros que adentro.

Adentro está la muerte, lo sabemos, hay que huir

como hemos huido siempre vos

y yo por separado, esta vez hay que irse

tan increíblemente lejos que no haya

regreso posible, neguémonos

a esa partida a medias, a ese estar y no estar,

a seguir alimentándonos con lo que nos envenena.

Yo llevo tus escamas en el cuello como el recuerdo

de lo que pudo ser, de mi pasado,

el nuestro, dos lagartos anfibios, estamos

muertos para el mundo si sabemos escondernos.

Sino el mundo encontrará la manera

de matarnos. Así ha sido siempre:

somos bestias con un caparazón durísimo

y un sentido de la vista tan potente que podríamos

descubrir lo que a cientos de metros se agazapa,

diminuto y certero. Somos capaces

de perder una parte del cuerpo

y restituirla lentamente,

fibras y células y músculos nuevos en lugar

de los enfermos. Pero nos creemos la presa,

estamos listos para el látigo

y el encierro. Vámonos de una vez a esos, tus reinos,

que en lo salvaje crezca libre y fuerte lo que aquí

nos hace débiles. Te espero

desde que intenté decir la primera palabra

y fracasé, desde que supe que no sabría hablar

el idioma que me dieron, que no quería

palabras tan llenas de culpa

y de tristeza. Las bestias

se adoran en silencio como dioses

que nadie más venera,

dioses que no aprendieron a castigar, que creen

en las enfermedades que se curan, en las fuerzas

que vuelven después

de una larga convalecencia, en la alegría

de soltar el cuerpo, una plomada

cayendo en el agua con un ruido sordo,

hundiéndose hacia la maravilla que hay allá,

en las aguas tornasoladas, profundísimas,

donde hasta el animal más tímido y arisco

puede mantenerse vivo si no cae

en las redes que le tienden para que vuelva a la tierra

a boquear al sol hasta volverse

una criatura normal que está dispuesta

a abandonar lo que más quiere por un poco de aire,

una supervivencia

en la que solo la punzada en las agallas

le recuerde a veces

que hubo un tiempo sin dolor, un tiempo

plácido, el tiempo de las mareas,

sin fin y sin comienzo, el de las criaturas raras,

las que no entran en ninguna clasificación:

feas, sucias, malas, libres

 

 

de la belleza normal, de la belleza mortífera

extranjeras.

 

(El cuerpo, 2020)

 


 

La helada      

 

Quien fue dañado lleva consigo ese daño,

como si su tarea fuera propagarlo, hacerlo impactar

sobre aquel que se acerque demasiado. Somos

inocentes ante esto, como es inocente una helada

cuando devasta la cosecha: estaba en ella su frío,

su necesidad de caer, había esperado

-formándose lentamente en el cielo,

en el centro de un silencio que no podemos concebir-

su tiempo de brillar, de desplegarse. ¿Cómo soportarías

vivir con semejante peso sin ansiar la descarga,

aunque en ese rapto destroces la tierra,

las casas, las vidas que se sostienen, apacibles,

en el trabajo de mantener el mundo a salvo,

durante largas estaciones en las que el tiempo se divide

entre los meses de siembra y los de zafra? Pido por esa fuerza

que resiste la catástrofe y rehace lo que fue lastimado todas las veces

que sea necesario, y también por el daño que no puede evitarse,

porque lo que nos damos los unos a los otros,

aún el terror o la tristeza,

viene del mismo deseo: curar y ser curados.

 

(La plenitud, 2010)

 

 


 

La estela

 

Que no debía ser tan complejo, me decías ¿Y por qué no?

¿Acaso no es complejo el sutil mecanismo

que pone en conexión al polen y la abeja, o las infinitas

transformaciones químicas que sufre un pequeñísimo

grano de arena hasta llegar a ser parte, ya irreconocible,

del cuerpo del diamante? Es complejo encontrarnos

y perdernos, los que andan por el fondo de la tierra

buscando el tesoro de una cueva inexplorada lo comprenden,

no es al heroísmo ni a la astucia sino al azar o al misterio

que se debe el descubrimiento: ese cruce fatal, inevitable

entre quien busca y lo buscado, ese momento de arrebato y mutua

entrega. ¿Por qué debería ser fácil dar con aquello que esperábamos

ya de niños en el jardín del fondo de la casa,

sin saber que se trataba de una espera esa curiosidad honda

y atenta a cada ruido de la siesta, a una rama

que se agrieta en el calor, al paso de sombra de un lagarto

en la humedad de las paredes? ¿Por qué hemos olvidado,

si lo que sí sabíamos entonces es que es difícil

cierta clase de belleza, dar con ella, estar despiertos

cuando cruza por delante de nosotros, no para atraparla,

sino para quedarnos a vivir en la estela que deja?

(La plenitud, 2010)

 

 


 

Claudia Masin: nació en Resistencia, Chaco, Argentina, en 1972. Es escritora y psicoanalista. Coordina talleres de escritura y fue docente de la materia Poesía 1 en la carrera de Artes de la Escritura de la Universidad Nacional de las Artes de Buenos Aires. Vivió 30 años en Buenos Aires y ahora reside en la ciudad de Córdoba. Coordina talleres de escritura.

Publicó en Argentina, España, México, Brasil y Chile diez libros de poesía y dos antologías de su obra: "Bizarría", "Geología"; "La vista”, "Abrigo; “La plenitud”; “El verano”; “La cura”; “La siesta”, Lo intacto”, “El cuerpo” y las antologías: “El secreto (antología 1997-2007) y “La materia sensible”.

En el volumen “La desobediencia” se encuentra reunida toda su obra hasta 2017. Su libro “La vista” ha obtenido por unanimidad el Premio Casa de América de España en 2002. Su libro “Abrigo” ha obtenido una mención del Fondo Nacional de las Artes en 2004. Su libro

“Lo intacto” ha obtenido un premio del Fondo Nacional de las Artes de Argentina en 2017. Su poema Tomboy del libro Lo intacto, en traducción al inglés de Robin Myers, ha ganado el premio 2019 de la revista Words Without Borders/Asociación de Poetas Norteamericanos de EEUU. Textos poéticos y ensayísticos de su autoría han sido editados en múltiples antologías en Latinoamérica y Europa. Poemas suyos han sido traducidos al francés, inglés, portugués, italiano y sueco.

 

Curaduría: Sean Salas (Costa Rica)