NOTAS SOBRE LA TRAGEDIA GRIEGA | AJKÖ KI No 2

NOTAS SOBRE LA TRAGEDIA GRIEGA | AJKÖ KI No 2

 

 

NOTAS SOBRE LA TRAGEDIA GRIEGA

 

Por: Msc. Roberto Carlos Pérez[1]

 

¿No ha pasado un dios cerca de mí?

       ¿Por qué entonces soy presa del pánico?

Poema de Gilgamesh

 

 

En el siglo VI antes de Cristo, en las costas del Mediterráneo, un pueblo convirtió las fatalidades del hombre en género literario. Con los antiguos griegos nació la tragedia, que debe diferenciarse de las reflexiones contemporáneas de un pensador como Miguel de Unamuno (1864 – 1936) en un libro llamado, precisamente, Del sentimiento trágico de la vida (1912).

            Don Miguel había sido precedido por el filósofo danés Søren Kierkegaard (1813 – 1855). Ambos pensadores ahondaron sobre la angustia de vivir y su terrible desenlace: el sufrimiento, el desconsuelo y la tumba. El español, sin embargo, fue más lejos que su maestro danés, pues para él no había un Dios que aliviara sus males sino, cuando mucho, el aparato racional que asiste al ser humano en la pena de existir.

Para fundamentar su pensamiento Unamuno escribió estas líneas: «…la vida es tragedia, y la tragedia es perpetua lucha, sin victoria ni esperanza de ella; es contradicción» (36). No obstante, veinticuatro siglos antes los griegos ya habían argumentado que todo esto podía atenuarse a través de la belleza, de ahí que el fatalismo de la tragedia griega tenga una catarsis enhebrada en la aceptación del conflicto y en la magistral forma en que se le presenta. El drama trágico es la construcción estética de las tristezas y dolores del hombre.

Con Tespis (c. 550 – 500 a.C.), a quien se le atribuyen cuatro obras teatrales de las cuales ninguna se conserva: Los juegos de Pelias o Forbante, Los sacerdotes, Los muchachos y Penteo, nació la tragedia o el drama trágico. Además de ser el padre de este género, Tespis es también su primer actor.

La creación de la tragedia puede parecer hoy en día muy simple. Consistió en añadirle un actor (hipocrites) al coro que se utilizaba en Grecia durante las celebraciones dionisíacas o fiestas de la vendimia, en la que los participantes cantaban y danzaban. Pero en vez de unirse al canto lírico coral o monodia, este actor servía como su contrapunto. La tragedia griega nació cuando el actor, a través de su recitación, entabló un diálogo con el coro. El actor llevaba máscaras llamadas prosōpon. Su equivalente en latín es persona.

Según Francisco Rodríguez Adrados (1922 – 2020), supremo estudioso del mundo helénico, una variante lírica llamada dialógica a finales del siglo VI «creó un derivado literario que incluso superó a la lírica: el teatro» (Orígenes de la lírica griega 66 – 67).

La lírica nace, según Rodríguez Adrados, cuando en las fiestas de la vendimia los griegos se dirigían a los dioses mediante himnos, sacrificios y oraciones para obtener favores y una buena cosecha. De esta lírica popular nace la teatral.

Existía una fuerte religiosidad en la tragedia. Prometeo, Menelao y Agamenón, personajes de Hesíodo el primero y de Homero los dos siguientes (siglo VIII a.C.), vuelven a vivir en las tragedias de Esquilo (c.526-525 a.C. – 456-455 a.C.), el autor de Prometeo encadenado y Las troyanas, por citar dos de las siete obras que de él conservamos. En Esquilo estos personajes son castigados por la ira de Zeus.

En 1611 Sebastián de Covarrubias (1539 – 1613) fue el primero en referir en lengua española la tragedia a través de los rituales religiosos que precedían la escenificación. Siendo un gran un humanista y conocedor de los antiguos mitos, Covarrubias sabía que la palabra «tragedia» provenía de la palabra griega tragoedia o «canto del macho cabrío».

 

Tragedia, una representación de personajes graves como Dioses en la Gentilidad, Héroes, Reyes, y Príncipes: la cual de ordinario se remata con alguna gran desgracia. Lat. Tragedia a griego τραγῳδία, tragodia. Díjose tragedia, del nombre ƬꝬαγ, hircus [cabro], porque al principio que se introdujo este género de poema daban por premio un cabrón o según otro que se tiene por más cierto un cuero de vino, que como a todos consta, es el pellejo de un cabrón. Lo cual da a entender Horacio en el arte poética, y en este verbo. Carmina qui tragico vilĕ certautit ob hircū.

 

Otros quieren se haya dicho de las heces del vino, o de las moras con que se teñían las caras antes haber hallado la invención de las máscaras… (Adaptación al español moderno por el autor de este estudio, 51).

 

La idea de un dios que castigaba o premiaba no desapareció del pensamiento griego durante los años gloriosos de la tragedia. Tal separación llegó poco después con la filosofía, o sea, con Platón (427 – 347 a.C.) y con los epicúreos quienes, al saberse ceñidos por grandes limitaciones crearon un pensamiento a fin de que, como el mismo Epicuro (341 a.C. – 270 a.C.) aseguró, sirviera como «medicina para el alma».

Así que no fue hasta finales del siglo V a.C., cuando la tragedia ya se había transformado y apareció el melodrama, que los griegos se hicieron de un pensamiento que desplazó a los dioses o, cuando menos, los colocó en el plano del folklore y la tradición.

Mucho le debe la filosofía al nacimiento de la tragedia. Al separar Tespis del coro a un individuo para hacerlo dialogar y mostrarnos que la tragedia brota cuando alguien es señalado por los dioses, nacieron los diálogos; o sea, el arte de conversar mediante la lógica. Sólo así se explican los diálogos de Platón, en los que el filósofo entabla discusiones con su maestro, Sócrates, sobre política, ética y moral, entre otros. 

Gracias a Werner Jaeger (1888 -1961) y su Paideia: los ideales de la cultura griega (1933) sabemos los entresijos históricos que llevaron a los griegos a fundar la tragedia. Con el ascenso de los Áticos como dirigentes del Estado ateniense en el siglo VII a.C., y bajo el liderazgo de uno de sus mayores guías, el reformador Solón (638 a.C. – 558 a.C.), los estratos medios griegos obtuvieron poder económico y político.

De esta manera lograron frenar a los tiranos, gobernantes cuyas desmesuras los colocaba fuera de la ley. Sin embargo, hay que recordar que para los griegos de los siglos VII y VI a.C. la palabra «tirano» no tenía connotación ética alguna, y sólo describía a aquellos gobernantes que se hacían del poder por medios no convencionales. No por herencia de sangre o por capacidad.

Solón abogó por la democracia y para enseñarla al gran público estatalizó las fiestas dionisíacas, tan arraigadas en la sociedad griega. Bajo este legado y con el mismo espíritu, Pisístrato (607 a.C. – 527 a.C.) convocó el primer concurso trágico en el año 534 a.C. con la finalidad de educar a la población sobre los límites humanos y la contención de las pasiones, base y sostén de la democracia. Los personajes de la tragedia no sólo hablaban de cara a la religión sino que, como recuerda Jaeger, también lo hacían políticamente.

Según Aristóteles, una tragedia es la «representación de una acción memorable y perfecta, de magnitud competente, recitando cada una de las partes por sí separadamente, y que no por modo de narración, sino moviendo a compasión y terror, dispone a la moderación de estas pasiones… Mas supuesto que la representación es no sólo de cosas terribles y lastimeras, éstas, cuando son maravillosas, suben muchísimo de punto, y más si acontecen contra toda esperanza por el enlace de unas con otras, porque así el suceso causa mayor maravilla que siendo por acaso y por fortuna (ya que aun de las cosas provenientes de la fortuna aquéllas son más estupendas, que parecen hechas como adrede») (39, 46-47).

Con estas palabras Aristóteles le atribuyó a la tragedia tal vez su mayor característica: la catarsis (kátharsis en griego) o purificación y purga de pasiones. Tal purga conducía al espectador por dos caminos: la compasión y el temor, Eleos y Phobos. «Porque la compasión se tiene del que padece no mereciéndolo, el miedo es de ver el infortunio en un semejante nuestro» (50).

Resulta difícil comprender a la concurrencia del siglo VI a.C. en el siglo XXI, el siglo de la «felicidad» y el confort. A la idea de asistir al espectáculo con la finalidad de obtener la redención al ver las pasiones representadas por los actores en escena y experimentar la purificación de la que habló Aristóteles, se antepone un presente en el que el dolor y el sufrimiento deben ser escondidos a fin de evitar que la sociedad, deseosa de dicha y prosperidad, señale al que busca la catarsis como un «perdedor».

La catarsis griega estaba altamente ligada al repudio de la hybris, es decir, a los excesos o, por referirlo de otra manera, al miedo de transgredir los límites impuestos por los dioses. Los griegos tenían en alta estima la moderación y la justicia, de modo que, mediante la tragedia, pretendían formar a hombres justos y prudentes en pos de vivir en una sociedad armoniosa que desdeñara la tiranía y el poder absoluto. Por lo tanto, existió un propósito tanto religioso como político y social en la tragedia.

En la mayor medida posible los griegos buscaban forjar una sociedad recta, honesta y equitativa y, como dice Adrados, «la Tragedia es poesía religiosa… es un verdadero espejo de la vida humana en sus crisis decisivas, siempre en conexión con fuerzas divinas (La Democracia ateniense, 128-129).

Los dioses -pensaban los ciudadanos de Atenas, ciudad-estado donde nació el género- protegían a las ciudades justas de los bárbaros. He ahí el origen de la democracia en la era de Esquilo, defendida por las divinidades a fin de coexistir en justicia, felicidad, la excelencia, en el respeto a la religiosidad y en la obstaculización de los excesos o hybris.

Explica Adrados que Esquilo interpretó el triunfo de Atenas en las Guerras Médicas (490 a.C. – 449 a.C.) , o guerras entre Persia y las ciudades-estados del mundo helénico, iniciadas tras la ocupación persa en Jonia, como premio de los dioses por crear un estado ecuánime y razonable, en el que el Ate, o castigo de la hybris, era lo que les esperaba a los invasores, como lo demuestra el dramaturgo en su obra Los persas (472 a.C.). En esta obra Esquilo relata el triunfo de los griegos y el lamento de los persas luego de la batalla de Salamina (480 a.C.), en la que él mismo había participado. Dice Adrados:

 

Atenas ha tomado conciencia de sí misma: de su poderío, que a partir de ahora va a desplegarse en el Egeo para defender a los jonios; de la justicia de su causa, que ha sido premiada por los dioses con la victoria; de la superioridad de su régimen político frente al tiránico de los persas. No es solamente que las necesidades de la defensa obliguen a olvidar rencillas y a estrechar las filas frente al enemigo. Es que, además, de acuerdo con los ideales de la vieja mentalidad griega que hemos estudiado, el triunfo es garantía de areté, excelencia. La victoria lograda «demuestra» que Atenas tiene como ciudad una organización mejor en cuanto que más eficiente; «demuestra», de otra parte, que Atenas ha recibido ayuda divina, es decir, que su causa es justa. O sea, que la organización de la ciudad es justa; la victoria es la mayor garantía. Esta es la concepción que prevalece de momento. En ella entra también un elemento de sobriedad, sophrosyne y gravedad que descarta la frivolidad, el lujo y el individualismo jónicos, barridos por la conciencia del peligro corrido y de que aquellas virtudes han sido decisivas para la victoria […]La democracia queda fundada sobre una base religiosa. La antigua areté agonal se encierra en límites estrictos: el servicio de la ciudad. O sea, dentro un respeto a la dike u orden interno establecido; la ciudad a su vez debe respetar la dike de otras ciudades y hacer respetar la suya. Es más, hay un ideal de concordia dentro y de concordia entre ciudades fuera; de ayuda incluso del más fuerte al más débil. Todo esto y sólo esto da gloria y poder (102, 110).

 

¿Quién era el héroe trágico? ¿Qué atributos debía tener? ¿Cómo se diferenciaba del resto de los mortales? 

Según Aristóteles, el héroe trágico debía ser de la alta nobleza, poseedor de grandes virtudes para captar el interés del público, pero a la vez imperfecto, cuya desgracia le sobrevenía por alguna falta, a veces heredada de sus antepasados, como en algunas tragedias de Esquilo (Los siete contra Tebas y Orestía, por ejemplo) o por un exceso de hybris, como le sucedió a Edipo, que mató a su padre por lo que hoy llamaríamos «ira al volante».

En Edipo Rey, de Sófocles (496 - 406 a.C.), otra de las figuras destacadas del teatro griego, Edipo le cede lentamente el paso -esclavo de la altivez- a la caravana de Layo, rey de Tebas, y su verdadero padre. Polifonte, heraldo de Layo, había matado a su caballo. En un arranque de furia Edipo asesinó al heraldo y a toda la comitiva, incluyendo a su padre. Lo irónico es que, por haberle sido anunciado que mataría a su padre y se amancebaría con su madre, Edipo hizo hasta lo imposible por evitar su destino.

El castigo a la hybris o hamartia («trágico error» en griego) era la némesis, o sea, la reprimenda para devolver al transgresor a los límites que había traspasado. El historiador Heródoto (484 – 425 a.C.) lo dijo así:

 

Puedes observar cómo la divinidad fulmina con sus rayos a los seres que sobresalen demasiado, sin permitir que se jacten de su condición; en cambio, los pequeños no despiertan sus iras. Puedes observar también cómo siempre lanza sus dardos desde el cielo contra los mayores edificios y los árboles más altos, pues la divinidad tiende a abatir todo lo que descuella en demasía (Historia, vol: VIII).

 

            Es muy poco lo que conservamos de la tragedia. De cientos que fueron compuestas nos han llegado a través de los siglos sólo treinta y tres. ¿Cómo eran escenificadas? Es difícil saberlo, pero Adrados nos dice que:

 

…consistía en la exposición de la situación por un actor, la entrada o πάϱoδϛ del coro danzando y cantando, episodios varios de un coro que canta, exarconte o corifeo (recitan), y actor o actores (recitan, rara vez cantan). Juntos o separados todos estos elementos representaban, con danza o no, música o no, episodios en principio rituales: πάϱoδϛ o entrada del coro, himno, súplica, agón o enfrentamiento de partes dirigidos por dos actores, desenlace. Seguía el éxodo o salida del coro y eventualmente los actores, a veces el exarconte o corifeo explicaba al final el sentido de la pieza (El río de la literatura, 221).

 

A más de dos mil quinientos años después de que Tespis ganara el primer concurso trágico en Atenas en el año 534 a.C., y de premio le fuera otorgado un cordero para sacrificio a los dioses, lo importante es entender la forma de dialogar, fundamento de la democracia y la justicia, que los dramaturgos griegos utilizaron en la tragedia.

No hay que olvidar que los espectadores de la tragedia no sólo veían el drama, sino que, compungidos, lo escuchaban silenciosamente, pues el silencio y la reflexión eran muy estimados entre los griegos.

Como ejemplo de la estima de los griegos al silencio basta recordar a Pitágoras (c. 569 – c. 475 a.C.), que obligaba a sus discípulos a no hablar por al menos un lustro. Sólo después podían hacer preguntas o expresar su pensamiento. Únicamente por esta vía obtenían el rango de filósofos. La tragedia era filosofía para el pueblo. 

A la idea de la felicidad se antepone la tragedia. La felicidad habla en susurros y es esquiva, en cambio el dolor lo hace a gritos y es lo que nos hace accionar. Entre sus muchas lecciones, la tragedia nos enseña que el hombre aprende sólo por medio del dolor. Para los griegos la sabiduría provenía de los dioses, quienes la otorgaban al hombre únicamente a través del sufrimiento.

 

BIBLIOGRAFÍA

 

Aristóteles. El arte poética. 3ra ed. Madrid: Colección Austral, 1964. Impreso.

 

Covarrubias, Sebastián de. Tesoro de la lengua castellana o española. Madrid: por Luis Sanchez, Impreffor del Rey N S. Año del Señor M. DC. XI (1611). Impreso.

 

Heródoto. Historia. VIII, 10 vols. Web.

 

Jaeger, Werner. Paideia: los ideales de la cultura griega. México, DF: Fondo de Cultura

      Económica, 1957. Impreso.

 

Rodríguez Adrados, Francisco. Orígenes de la lírica griega. Madrid: Revista de Occidente,

  1. Impreso.

 

---. La Democracia ateniense. Adaptado por Manuel Gonzalo. 3ra ed. Madrid: Alianza Editorial,

  1. Impreso.

 

---. El río de la literatura: de Sumeria y Homero a Shakespeare y Cervantes. Madrid: Ariel Letras,

  1. Impreso.

 

Unamuno, Miguel de. Del sentimiento trágico de la vida. 4ta ed. Madrid: Selecciones Austral, 1985. Impreso.

 

 


 

[1]             Breve biografía: Granada, Nicaragua, 1976. Músico, narrador y ensayista. Estudió Música en Duke Ellington School of the Arts y se licenció en Música Clásica por Howard University, en Washington D. C. En la Universidad de Maryland estudió una maestría en Literatura Medieval y en los Siglos de Oro. Es autor del libro de cuentos Alrededor de la medianoche y otros relatos de vértigo en la historia (2012), de las novelas cortas Un mundo maravilloso (2017) y Rodrigo: un relato sobre el Cid (2020), y del libro de ensayos Rubén Darío: una modernidad confrontada (2018, segunda edición 2021). También es editor del libro en homenaje al poeta mexicano José Emilio Pacheco: José Emilio Pacheco en Maryland (1985-2007), de la edición crítica de la novela El vampiro (1910), del modernista hondureño Froylán Turcios, y del poemario Breve suma (1947), del vanguardista nicaragüense Joaquín Pasos. Roberto Carlos Pérez es miembro correspondiente de la Academia Nicaragüense de la Lengua y miembro del Centro Nicaragüense de Escritores. También es cofundador y editor en jefe de la revista Ágrafos y miembro del consejo editorial de Revista Abril.