El secreto de Giancarlo
Giancarlo me habló de aquel libro como quien revela algo sagrado. No era para menos, se trataba de un objeto particular, un homenaje a la imaginación, una excentricidad literaria que envidiaría cualquier coleccionista. Peinaba su largo cabello con parsimonia, de manera displicente, dentro del cuarto.
—Augusto —reveló, acariciándome el pecho enseguida—, he decidido compartir un rumor bibliófilo que es casi un chisme de pasillo.
Cuando me contó el secreto estábamos echados sobre la cama, completamente desnudos, después de hacer el amor. Giancarlo fumaba un cigarrillo rubio. De súbito, se incorporó. Su rostro se encendió con la luz cálida de la lámpara de ónix que descansaba en el buró. Me contó, como si se tratara de una historia infantil, de la existencia de un libro de cuentos, escrito por un periodista y poeta ucraniano, a fines del siglo XX. El autor había fallecido en Medio Oriente.
—¿Cómo murió? —pregunté intrigado.
—Haciendo un reportaje de guerra.
Giancarlo alejó el cigarro, se inclinó para besarme; sonrío, y volvió a incorporar su delicado cuerpo para fumar. Las cenizas caían, plácidas, como en cámara lenta, sobre el cenicero.
Continuó con la mayor naturalidad:
—El nombre del autor es Úldrich Pávlov —dijo mientras moldeaba aros de humo con los labios—. No se volvió a saber de él desde 1999.
Me explicó que Pávlov concibió el libro a través de una proporción matemática simple:
—Es una reunión de treinta y tres cuentos, cada uno de ellos constituido por noventa y nueve líneas, cada línea de nueve palabras. Es una obra extraña, aunque también una maravilla.
Giancarlo se puso misterioso:
—Pero el último relato es excepcional —insistió—. Posee un giro tan sorpresivo, tan pasmoso, que cada lector que se atrevió a conocerlo falleció víctima de un infarto. Eso se especula.
—Eso es ridículo ¿En qué consiste tal pasmo? —pregunté.
—Justo ahí radica el misterio. Hasta ahora ninguno ha vivido para compartir su experiencia.
—No puedes creer tales idioteces, querido —contesté con escándalo— Eres un hombre culto.
—Tú sabes que, para mí, lo primero es la razón. Sin embargo, algo en este rumor despierta dudas, un asomo de morbo.
Giancarlo entornó la mirada para comprobar que nadie podía escuchar. Prosiguió:
—Conseguí un ejemplar, traducido al español.
—¿Conseguiste qué?
—Un ejemplar de ese libro.
—¿Cómo?
—Me lo vendió un metafísico de Praga. Lo hizo llegar por paquetería. Fue una adquisición cara. Es único.
Guardó silencio. Se puso de pie. Comenzó a vestirse.
—Según se cuenta, ese tomo misterioso contiene, de algún modo y en el último relato, la revelación que liga al macro con el microuniverso. En sus páginas uno descubre el eslabón entre la física, la metafísicia, incluso la patafísica. Es la proximidad de la religiosidad, la naturaleza y la urgencia interior. Un cuento que resume la totalidad sin alcanzar más de una decena de páginas. Un comprimido del conocimiento universal.
—¿En noventa y nueve líneas? Imposible.
No le di importancia a la conversación, me pareció que mi amante estaba de broma. Antes de irnos, recordé:
—No deberías fumar, sabes que no andas bien del corazón.
—Sólo cuando te veo —asentó, guiñando el ojo —Para esas circunstancias existe mi marcapasos.
Nuestros asuntos transcurrieron con naturalidad, Giancarlo regresó aquel día a la universidad a impartir cátedra. Yo, como un alumno discreto, arribé al salón de clases diez minutos después que él para no levantar sospechas de nuestro affair. Fue la última vez que conversamos. Me llamaron una semana más tarde para darme la noticia sobre su muerte: un infarto.
Fue una temporada difícil: no probé bocado, entre la sorpresa y la consternación. No deseaba conversar con nadie. Lloré mucho, dejé de asistir a clases. Algunos amigos sospecharon el motivo de mi profundo dolor, pero me respetaron en silencio. Una mañana en que me había quedado dormido a causa de la depresión, despertó en mí una especie de epifanía. Víctima de un arrebato, llamé a casa de sus padres. Les confesé nuestra relación; y pedí me diesen la oportunidad de recoger algunos objetos en el departamento de mi querido Giancarlo. A regañadientes, aceptaron.
Su madre, una mujer estricta, me acompañó. Entramos. La habitación olía a él, a su perfume: Alexandria Clasic. También olía a madera de roble. Cada mueble seguía en su sitio. Mis ojos recorrieron, ávidos, la habitación. Husmeé por cada rincón. En una mochila metí algunas revistas que le presté meses atrás; y guardé una foto donde aparecíamos en un viaje a Canadá.
Entonces, sobre el escritorio, hallé el libro. Estaba abierto. Tuve que contenerme para no desfallecer. Tocar aquel objeto fue como acariciar la piel de mi amante muerto. Discreto, procurando que su madre no me viese, mientras merodeaba, lo cerré con sutileza y lo deslicé dentro de la mochila (no sin antes comprobar, mediante la portada, el título del ejemplar y el nombre del autor: “Relatos para un funeral continuo”, Úldrich Pávlov). Me despedí, alegando un mareo, y volví a casa. La madre de Giancarlo me miró con sospecha, pero no se atrevió a dudar de mis palabras.
Hasta aquí el relato de cómo me hice del libro. Ahora bien, es necesario aclarar, antes de continuar una crónica que nadie solicitó escribir-, que soy un hombre ordenado, un estudiante de lenguas inglesas que busca convicciones en hechos que comprueba la ciencia. Soy enemigo de las supersticiones, me parecen un asunto vulgar. Sin embargo, lo inusual en los hechos que refiero desconcertaría a cualquiera. No hubo más remedio que dudar.
El veintitrés de septiembre, justo en la fecha del cumpleaños de Giancarlo, cedí al llamado de la curiosidad. No resistí, tomé el ejemplar de “Relatos para un funeral continuo” de la repisa de la recámara, y me senté en la sala para hojearlo. Busqué el índice. En efecto, constaba de treinta y tres cuentos elaborados con la estructura que hizo notar mi amado profesor. Cada línea, de las casi cien, compuesta por nueve palabras. Conté aquellos vocablos intentando no darles lectura. Cada párrafo era, en ese instante, un mero asunto de investigación. Me pregunté (de ser verdad la leyenda literaria) cómo hizo el traductor en su versión al español, para poner el punto final a la historia.
En una mezcla de fascinación y miedo, convencido de que la maldición recae en el último cuento, leí los primeros treinta y dos relatos. Debo añadir que son magistrales. Las tramas versan sobre historias que viajan desde el Libro de los Muertos hasta la Cábala; de las mitologías antiguas hasta algunas maravillas científicas contemporáneas. Incluyen a Nicola Tesla y Stephen Hawking cruzando, de forma curiosa, las escaleras de Escher y el gato de Schrödinger. Son cuentos circulares o parabólicos. Se relacionan unos con otros. A estas historias las resumen tres palabras: misterio, conocimiento y asombro.
Tomé aire. llegué a la última historia…
Tuve miedo, lo confieso; sabía que mi profesor sufría de una afección cardiaca, que el tabaco bien pudo matarlo, que tal hipótesis era casi una certeza dada la condición en el uso del marcapasos y, sin embargo, la sucesión de los hechos que condujeron a su muerte consiguió despertar una honda inquietud.
Con angustia, cerré aquellas páginas.
De ello han pasado seis meses, exactos. No duermo lo suficiente desde ese día. Estoy flaco a causa de la inquietud. Si la leyenda es cierta, si el ejemplar tiene tan dudosa virtud que se le presume, tal hecho podrá verificarlo sólo quien encuentre el libro y concluya la historia del final. Es posible que quien siga una obra tan exótica como peligrosa lo haga bajo la más completa ingenuidad, y entonces tengamos a un sobreviviente que desmentirá, con su presencia, semejante delirio.
Por mi parte, le he echado un ojo a las tres primeras líneas del relato treinta y tres para finalizar el intento de inmediato. El último cuento inicia con una frase mitad extraña, mitad lugar común: Antes que el verbo “antes”, fue el espacio tiempo…
No me atrevo a continuar la lectura. Tengo planeado continuar, quizá, mi labor dentro de algunos meses; cuando el mundo no tenga sentido, cuando mi salud haya mermado lo suficiente a causa de la tristeza de recordar a Giancarlo, luego de dejar en orden mis trámites y gastos funerarios. Entonces, habrá incertidumbre de nueva cuenta.
Debo ser cuidadoso. “Relatos para un funeral continuo” no debe ser hallado por cualquiera dentro de mi casa. No me gustaría que fuera yo, de forma indirecta, quien diera a leer el texto mortal a un ser cercano. Podrían ser mis padres. Podría ser un amigo. Podría, con certeza, dejarlo a la vista de mi peor enemigo. Aunque no. No he deseado antes un mal a nadie.
Me revuelvo ante la indecisión de saciar la duda, o de hacer desaparecer el ejemplar. Si alguien encuentra este mensaje es porque quizá ya haya muerto. Será indispensable revisar las fechas con atención. Habrá, antes de hacer la aclaración pertinente, dos versiones de mi muerte: una por causas naturales; y una segunda que invitará a que, si alguien encuentra el libro de Uldrich Pávlov, tenga la gentileza de no leerlo. Sólo el destino determinará los mecanismos del fin o la continuidad de esta historia. Y sí, estoy consciente de ello, “antes” no es, de ninguna forma, un verbo.
La leyenda de los mil relojes
Vivo en la casa de los mil relojes. No soy feliz, estoy rodeada de mecanismos fríos y exactos. Mañana cumpliré diez años, los artefactos me lo harán saber con su estruendo justo a las dos de la madrugada. Nací, según me cuentan, en una hora exacta. Eso marcó mi vida.
Los relojes llegan a completar un millar, ni uno más, ni uno menos; exactamente diez veces cien, o cien veces diez (así suelo agruparlos en mis cuentas). No sé si Julián decidió coleccionar esa cantidad, o en cualquier momento llega uno nuevo. Si su intención es mantener la cifra, más le valdría tener uno de repuesto cuando alguno falle o se rompa. Julián es un tipo raro. Él dice que soy lista.
El hogar donde vivo es espacioso; era de mamá, que murió hace un par de años. Hoy lo habito junto a este descendiente de vieneses de mirada fría, al que no me gusta llamar papá o padrastro. Prefiero llamarlo Julián. El hombre está obsesionado con el tiempo, repara mecanismos antiguos, de preferencia mecánicos. Gracias a su trabajo se ha hecho de una extensa colección de objetos interesantes que, sin embargo, generan en mis tardes una terrible inquietud: las habitaciones están llenas de astrolabios, de cámaras fotográficas de 1903 o 1905, de fonógrafos con aguja de metal, de uno que otro muñeco autómata (que prefiero cubrir con un trapo, para no verlo cuando estoy sola).
La casa está llena de espejos y cortinas de terciopelo rojo; es un escenario elegante, sin duda. Cada cuarto de hora, cada media o cada hora completa, los relojes suenan. Están sincronizados. Su sonido hueco produce una sensación de vacío como si una no tuviera cuerpo o entrañas. No me gusta que corran las horas.
Julián se siente orgulloso, una noche me muestra un reloj importado de Austria con el mecanismo fino a base de contrapesos; me explica que es el objeto más viejo de la colección, que data del siglo XVII. Dos semanas más tarde, presume el fino cucú que acaba de importar de Suiza, espera que simpatice con el pajarillo (la primera o segunda vez el animal es divertido, luego, como ocurre con el tiempo medido por los hombres, se vuelve rutina). Otro día me enseña un reloj alemán que porta un espejo fino. Sólo percibo la imagen que nos devuelve el reflejo: la figura de dos seres melancólicos.
—El tiempo es un asunto triste— le digo sin saber por qué.
Julián asiente, repite que soy una chica prodigiosa, mientras escapo a leer dentro del clóset para escuchar un poco menos el sonido tormentoso del paso de las horas. Él prometió, al principio, que se me haría costumbre escuchar los segunderos. Mentira. Cuando mamá murió, Julián se volvió loco: le dio por mudar los relojes desde su taller a este sitio. Seguro a través de su insistente sonido olvida que es un hombre sin mujer.
En todo caso, prefiero su colección de barcos a escala, sus galeones y sus fragatas, alguna brújula británica de cromado fino, una cámara cinematográfica de 1929. Me parecen objetos de mayor interés. O tal vez no, no prefiero ninguno. Es horrible pasar las tardes encerrada, mientras hago tarea a la par que escucho el vals que proviene de una cajita musical francesa. Sé que soy una chica con un coeficiente intelectual alto, pero no dejo de ser una niña: preferiría escuchar un poco de música pop o ver una película animada. Él no está de acuerdo, asegura que se vive mejor sin televisión o radio. Sólo me permite el acceso a internet cuando cumplo los deberes de la escuela. Así los llama, los deberes de la escuela. De vez en cuando me deja poner discos viejos en el fonógrafo. Aprovecho entonces para repetir dos o tres veces una melodía que me fascina: Almost blue, de Chet Baker.
Ahí están otra vez los relojes, no descansan, siento que la cabeza va a estallar. He pensado provocar un incendio para terminar con la pesadilla, utilizaría para ello una de esas viejas velas monásticas que marcaban la hora mientras se consumía la cera. Lo he pensado mucho, pero no me atrevo. Imaginar los sollozos de Julián ante este incidente me parte el corazón; ama sus objetos de forma compulsiva; además, no es malo conmigo, es un buen hombre, sólo está liado.
Incluso me procura: los fines de semana vamos de visita a algún museo, de preferencia de antigüedades. Lo he visto encolerizarse una sola vez, aquella sobremesa en que le explique que el tiempo es medible porque así lo decidimos; que en realidad no existe; que al tiempo no le interesa el tiempo, que según la teoría cuántica el tiempo es una invención.
—El tiempo ni siquiera es circular, en todo caso es esférico, y con una amplia posibilidad de cruces de épocas —comenté, un tanto hostil—. De este modo, tu pasado, bajo ciertas circunstancias, pudiera ser tu futuro.
—El tiempo siempre anda hacia adelante —respondió amargo—. Pretérito y futuro, no hay más. Primero fue Einstein y luego Hawkins. Así funciona el progreso, niña.
Nunca me había llamado niña. Ese día abandonó el comedor azotando la puerta. Lo oí quejarse y suspirar durante varias noches.
—¿Qué voy a hacer con mis relojes? —gemía.
Me arrepiento de haberle abierto los ojos. Ahora se ha puesto flaco, se le ve intranquilo, cada vez más deprimido. No quiero que muera, me dejaría sola. Por lo que entiendo, con el dinero que heredaría no pasaría apuros, pero hay cosas más importantes que la economía, eso dicen los poetas. No deseo quedarme desierta, ya murió mamá, no espero que fallezca el único acompañante vivo que tengo.
Estas últimas semanas ha mejorado su salud, eso da gusto. Para cooperar en su recuperación finjo no odiar las horrorosas campanadas; intento sonreír mientras cenamos. En el colmo de la hipocresía, le pregunto cuándo llegará un nuevo artefacto, asumo interés en la forma en la que funciona un nuevo mecanismo, halago el fonógrafo de cuerda. No responde.
Es un martirio. A veces quiero quemar la casa, en verdad eso quiero. No deseo que muera Julián, pero tampoco volverme loca entre mil relojes. Dudo, dudo constante, profundamente. Mientras tanto las tardes desfilan con lentitud. Fuera de la ventana veo a los niños correr, escucho el escándalo del estéreo de un auto, una moto que pasa a gran velocidad. Me quedo quieta, en espera, bajo el insoportable sonido de los segunderos. Quieta, como el último grano en el reloj de arena.
Ulises Paniagua: (México, 1976). Narrador, poeta y dramaturgo. Ganador del Concurso Internacional de Cuento de la Fundación Gabriel García Márquez, en Colombia (2019). Fue entrevistado por Silvia Lemus, en el año 2020, en el programa “Tratos y retratos” de Canal 22. Incluido en la antología internacional de carácter bilingüe “Puente y Precipicio”, publicada en Rusia, dentro de la celebración de la Bienal de Poesía de Moscú, bajo la selección de Natalia Azarova y Dmitriy Kuzmin (2019).
Es autor de dos novelas, siete libros de cuentos y cuatro poemarios. Ha sido divulgado en antologías, revistas y diariosnacionales e internacionales, incluyendo Nocturnario, El búho, Círculo de poesía, Nexos, Siempre!, Blanco Móvil, Punto en línea, El Sol de México, Ígitur, Letralia, Nueva York Poetry, Altazor, Algarabía y Jus.
Es publicado de forma habitual en Revista Anestesia, a través de su columna “Los textos del náufrago”. Es también editor de contenidos, en dicha revista. Es parte del catálogo de autores del INBAL. También es director del Festival Universitario de Literatura y Arte, Creador y director del Coloquio Internacional de Poesía y Filosofía (respaldado por el Fondo de Cultura Económica), y coordinador de publicaciones de la revista Blanco Móvil, en su sección de narrativa.Publicado en la Academia Uruguaya de Letras, en España, Italia, Perú y Venezuela, su obra ha sido traducida al inglés, ruso, griego, serbio, checo e italiano.
CURADURÍA: Yordan Arroyo (Costa Rica)