Cuando estoy con él
Recibo llamadas diarias desde una broma, hasta un muerto en el puente del río Virilla. De pronto un «No corte, ya casi llega la ambulancia», fácil de decir y difícil de mascullar si se está al otro lado esperando al policía, bombero, tráfico o a la muerte.
He descubierto que, con el paso de los años y al igual que los doctores, se vuelve el trabajo menos tenso y el corazón se empieza a cubrir de una fárfara que lo transforma en algo casi indoloro.
Una insensibilidad de pilares tan fuertes como los que usan para las grandes estructuras, rascacielos, túneles; un puente como el del Virilla testigo rígido de la muerte de tantos. Es doloroso al inicio. Antes lloraba cada vez que regresaba a la casa. Manuel me oía dos horas sollozando por cualquiera.
—Amor, nada podés hacer, nada. Para eso hay otras personas. Vos respondé el teléfono, seguí el protocolo y ya— me decía.
Y tres horas viendo hacia el cielo raso sin convencerme. Con la esperanza de que se abriera el espacio y ascendiera al cielo, se me fuera el alma para que ya no doliera tanto.
A medianoche, el pleito y la desvelada:
—¿Cómo querés que sea impasible, no entendés que por eso se muere la gente, porque hacen lo que les da la gana: ¿roban, matan, violan, pegan…? ¿Qué hace el país?… ¡Nada! quedarse con los brazos cruzados y esperar que baje la tormenta! ¡No se pude con eso, no se puede!— le decía enojada.
Si esa yo de entonces me viera, sabría que no soy la misma: una decepción. Ahora solo es el frío: 911 ¿Cuál es su emergencia? El mar del desencanto llegó hasta mí y cubría mi cuerpo de tanto que, para sobrellevar la situación, únicamente flotaba.
Los llantos, al otro lado del auricular, no me conmovían, me daba rabia las mujeres que no dejaban a sus parejas, aunque las quisieran matar. Ni que decir de los bromistas. Cualquier cantidad al día de personas molestando con algo que fue serio para mí en algún momento. A esos, se les sumaban los pervertidos con emergencias sexuales, esos eran los más recurrentes. Sus gemidos entrecortados en mi oído, su lengua casi acariciando mis tímpanos marchitos.
Sí, trabajo es trabajo, ocho horas todos los días y la misma tortura inacabable, tanto que las ideas de morir ya no se me hacían tan extrañas. Eso quería a veces, morir de una vez y para siempre. Ser la que se desangraba mientras hacía la llamada al 911, esperando con las venas recién florecidas como pétalos.
No esperaba que alguien me entendiera, eso era difícil, primero por el tiempo, nadie se fija en otros; segundo, porque muchos creían que mi trabajo era heroico, aunque ya no lo creyera. Las rupturas del corazón llegaban hasta mi casa. Mi vida con Manuel estaba fallando. Ya no nos queríamos tanto o por lo menos ya no lo quería.
¿Cómo hacerlo si no creía en el ser humano? Y en los hombres menos… eran tantos que mataban a sus mujeres; ellos las transformaban en esposas agredidas y virtuosas por la causa matrimonial en la que no confiaba. Manuel no sería la excepción, en algún momento alzaría contra mí la mano y pasaría a ser una cifra más en las noticias.
Cada llamada me rompía, me quebraba, me tornaba a un ser interior desconocido, la proyección de mis horas al teléfono.
A Manuel solo me aferraba el anillo dorado y triste como un ojo agonizante y eso no era suficiente, no para mí ni para mis intereses. El aro se hacía gigante y atrapaba mis muñecas, las arremangaba, jirones y jirones descubriendo mis huesos, mis penas, mi carne que gritaba por acabar con lo que me oprimía. El anillo de una promesa inverosímil…el amor no existe, la humanidad no existe.
—¡Buenas noches! 911, ¿cuál es su emergencia?
—Hay un caso de violencia doméstica a la par de mi casa, por favor vengan, es el esposo quien le está pegando a la señora – me dijo una voz entrecortada y asustadiza.
Al final de la llamada no tuve temor, el miedo era para los cobardes y ya no era una de esas. Estaba convencida de que esa noche o en la mañana, hablaría con Manuel cuando estaba con él ya no era lo mismo…no podía mentirle más y no deseaba que mis venas siguieran aclamando la sombra de la sangre.
La sangre era un presagio, las venas las pitonisas y el ruido de mi cabeza la navaja ávida por tener mi piel abierta.
Vaciada
Fue un proceso inevitable. Lo vi, lo sentí y en ese intersticio vacío del vacío, cerré mi soliloquio con un: —Nos vemos—. Ese fue el día en que nos convertimos en cometas.
Llegamos ahí porque nos sumimos en la nostalgia de las buenas estaciones, no obstante, las notas escritas en mi diario corroboraron, tiempo después, la vida insípida que multiplicamos en nosotros, existimos atados a una cuerda, no al hilo rojo del destino, sino solamente a la vida de la cual nos aferramos como el musgo.
Tambaleando sobrevivimos, sin asustarnos porque sabíamos que los accionares nos llevarían a ese punto que preví desde siempre. Sí, él lo supo desde hace mucho, también lo supe desde antes de nuestros últimos días, como muchos otros, terminaríamos: odiándonos entre reclamos.
Dividiríamos los bienes, las mascotas, el agua de la ducha, las plantas del jardín, los recibos sin pagar, nuestro hijo: el que mandamos a fabricar hace tanto.
Cuando jóvenes íbamos de fiesta en fiesta, de bar en bar, de copa en copa llenamos la caverna de nuestros corazones. Me llenaba con poquitos de alcohol el dolor de ver que ya no éramos los mismos.
Una noche Navid y yo estuvimos hasta que la madrugada entonó su primer despertar de gallo, volvimos ebrios, con el aletargamiento que dan los vasos de vodka y tequila. Reconocí el apartamento a punta de olor y no de vista, las penumbras me cerraban los ojos, el abrazo de él me sostenía tambaleante.
Un beso confundido entre la nariz y la mejilla. La luz que le atinaba en los ojos a Navid, el olor a cigarro y el zumbido del fluorescente del pasillo, me fueron durmiendo en la cama.
Acostados ya, sentí la mano torpe de él sobre mi vientre, mi vientre callado y seco como un río en verano allá por Guanacaste, aquel que nunca desembocaría en el océano de la maternidad. No podría darle continuidad a su estirpe, ya él lo sabía, pero ese día, lo olvidó.
Ese instante, luego de tanto licor sus ojos embriagados me traicionaron, delataron el pacto de no hablar nunca de hijos, de no sentir la falta de ellos; el silencio asomado entre la saliva y su lengua me recordó nuestras carencias.
—¿Un hijo?— pregunté.
Miró hacia el techo en un intento de evadir la pregunta y mantenerse cuerdo en medio de su alcoholizada mente. Su mirada suicida se estrelló hasta morir en el yeso blanco del cielo raso.
¿Menos mujer? Sí, eso me sentía cuando él me traía a colación el tema, más cuando estaba ebrio y parecía no decirme la verdad de lo que él necesitaba y lo que todos decían afuera.
Sí, todos lo comentaban con lamentos fingidos mi desdicha: «Tan jovencita, pobre» «Y ahora sin hijos, eso es un problema». Como si las mujeres fuéramos solamente procreadoras. Pasó mucho tiempo antes de sentirme de nuevo yo, sentirme mujer sin mutilación; volví cuando conocí a Navid y apaciguó esa hoguera que me quemaba como una bruja en tiempos medievales. La menos mujer según yo, pero con él no necesitaba menstruar, ovular, concebir para sentirme satisfecha con mi sexualidad.
Crianza, crianza, crianza ese es el estigma que he cargado, mi madre, mi abuela, mi bisabuela; todas mujeres entregadas a su hogar, sus hijos, la crianza, divino círculo que me deja encerrada. Y cuando se venían estas noches de salir a embriagarnos, se me venía a la mente los mismos mandatos de toda mi vida.
Caía la noche sobre la ventana. Los ojos de él se cerraron violentamente y su sueño le dio la tranquilidad a su sueño abrupto e inesperado. Caí también luego de escuchar un estruendo terrible cerca de la casa. Creo que a la par. Oía el murmullo ininteligible de los otros afuera lamentando un no sé qué. El licor me revolcaba en la cama junto a Navid. No le di importancia a lo del exterior.
Por la mañana me levanté con el dolor de cabeza apestoso; luego de una borrachera como aquellas, debilitada y con sed, recordé lo acontecido con él; mis manos viajaron hacia mi vientre y formando un hueco entre ellas, aprisioné mi útero vacío.
Una cueva profunda, deshabitada de murciélagos sangrientos; desde hace seis años fue tumba saqueada por lo médicos quienes robaron (obligados) todos los órganos que llevaba por dentro, aquellos que me designaban mujer.
Cuando salí del hospital salí vacía, sin cáncer, pero vacía. Y con los vientos de las primeras horas, escuché en mí el vacío.
Laura H. Zúñiga: Nació en 1982, en Desamparados, San José, Costa Rica. Es investigadora, escritora y docente. Licenciada en la Enseñanza de la literatura y el castellano (UCR). Tiene un diplomado en Educación Primaria. Maestranda en Literatura Latinoamericana en la UCR y en Escritura Creativa de la Universidad de la Rioja, España. Ha recibido formación en artes escénicas, bailes folclóricos, danza contemporánea y flamenco. Ha sido profesora universitaria. Además, sus obras se han publicado en antologías, libros y revistas académicas tanto nacional como internacionalmente.
CURADURÍA: Óscar Leonardo Cruz