Lástima de sangre
Venimos aquí, filas y filas de hombres y mujeres valientes con el cañón a la espalda decididos a dar la vida, a luchar por nuestras madres, nuestros hijos, por los nuestros, ¡Por su libertad y por la justicia!
Mueren en batalla centenares de hombres con el afán de destronar a ese miserable monstruo, asesino de traje. Dentro de las finas telas está su verdadera forma, una piel pálida, quebradiza en escamas, su cuerpo se sostiene sobre ocho pegajosos y enormes tentáculos que se mueven solo para llevar trozos de carne putrefacta a su enorme boca. Sus ojos resecos, sin rastro de vida y sin iris, se quedan fijos ante los movimientos.
Con un tronar de sus extremidades hace que broten de las cuevas miles de soldados de traje azul que parecen haberse olvidado de que también son humanos y a cambio de dinero se funden con su uniforme y atacan sin piedad al inocente, capturándolo y humillándolo, atándolo con las manos en la espalda, torturando, oprimiendo su libertad, robando y esclavizando a los míos.
Esos soldados están entrenados para domar la rebeldía de los que anhelan ser libres, bloqueando cualquier posibilidad de queja o expresión. Es ahí donde sabemos que no hay más opción y nos levantamos enérgicos para dar pelea. Los más afortunados llenos de miedo, otros de nosotros ya perdimos a nuestras familias y solo podemos sentir el arder de la sangre, burbujeante, recorrer espesa nuestras entrañas como lava; sangre caliente que ya no teme, solo odia. Los que ya estamos con estos padecimientos tenemos todos los días una insoportable sed de venganza y nuestra boca reseca como desierto se vuelve polvo.
Veo a los míos, a los hijos de la noche y parecen estatuas color aceituna, todos con el mismo rostro que parece una mueca eterna de ira; sus seños encorvadas se doblan grotescos sobre sus ojos a medio abrir, fijos. Sus bocas se tensan con los labios apretados y esconden dentro el choque furioso de sus dientes. El insoportable calor moja de sudor los harapos que visten y alborota los piojos que se regocijan de la humedad de sus ropas y cráneos.
Estamos refugiados entre espesos cerros desde, como en un juego de azar, se disputa la Patria, mi Patria, ¡nuestra Patria!
Y después de un primer cañonazo inadvertido se despiertan las balas que resuenan como ecos. Todo tipo de metales asesinos se abren paso entre la carne y los huesos, machetes herrumbrados con bordes filosos, puñales y balas nadan entre las entrañas y cae la sangre.
Algunas veces ruge dentro de la tierra alguna mina que al ser pisada despierta de su sueño subterráneo, su rugir desmiembra sin mesura, arranca la vida y corre más sangre.
Y todo para derrocar a ese monstruo de tentáculos y sangre fría. Lo triste es que ya han caído varios antes que él, unos más temibles, otros más débiles. Cada vez que matamos a uno de estos engendros, como si fuera la naturaleza de nuestra especie, se separa uno de los nuestros, ocupa su lugar y reencarna en él de nuevo aquel monstruo, cambiando su carne humana por una pesada materia adiposa, sus manos por tentáculos cubiertos por pegajosas escamas, con los que acapara lo que tiene a su alcance y no deja ni a los cuervos probar del festín descompuesto de tripas y sangre.
Y ahí es cuando el ciclo se repite y nos enlistamos de nuevo centenares de hombres y mujeres valientes con el cañón a la espalda para dar la vida, para luchar por nuestras madres, por nuestros hijos, por los nuestros, ¡por su libertad y por la justicia! El ciclo se repite y de nuevo mueren otros y cae su sangre...
Que alguien grite: «¡basta ya!», que la esperanza sea más y deje de caer sangre. Lástima de sangre.
Gotas de agua
No lo podía creer… simplemente no era posible. Ahí estaba ella… con la misma apariencia que tenía hace cuarenta y cinco años. Sabía que esa mujer siempre tuvo algo de magia, pero… permanecer exactamente igual a esa edad era imposible. Tenía los mismos risos negros que usaba cortos y mantenía brillantes, sin una sola cana, el mismo lunar cerca de su boca. Sin duda era ella, eran demasiada casualidad, pero: ¿por qué en su piel pálida no había una sola arruga?
Su cuerpo seguía siendo hermoso, su figura flacucha y ósea seguía erguida, como si la gravedad no tuviera efecto sobre ella… es que sí tenía que ser ella… era Camila… Era idéntica, no hay duda.
Se escondió con cuidado mientras la veía hablar con la recepcionista. Qué pensaría ella si lo viera a él en ese estado, por qué en el sí se notaba el paso del tiempo; tenía arrugas, estaba canoso y se movía en esa maldita silla de ruedas que tanto odiaba. Ella, en cambio estaba tan joven y hermosa, impermeable al tiempo. Hasta llegó a pensar que quizá se había sometido a un experimento en el que con compleja tecnología la habían congelado para no envejecer, pero lo descartó de inmediato, pues estaba consciente de que su idea era una locura.
Mientras la veía lloraba recordando aquella juventud que compartieron, en los tiempos en los que bajo una terraza le cantaba melodías de amor, hasta que la veía salir por la puerta cóncava del balcón y le sonreía volviendo más hermoso su lunar. Un álbum de fotos que solo se tomaron con su retina se proyectó en su mente y revivió la vez que la interceptó en el caminillo al río y persiguió su boca tímida hasta robarle un beso, en esos recuerdos volvió a sentir sus labios, su abrazo, su dulce aroma a fruta fresca…
La veía ahí, exactamente igual al día que la conoció, como si se hubiera quedado para siempre en sus veinte años… él deseaba acercarse y sin palabras tomar su mano… «Maldita sea», se repetía.
Si tan solo Camila hubiera envejecido igual que él… se hubiera acercado y tomado su mano cansada para mirarla a los ojos y recordar aquel amor que no pudo ser. Si tan solo el padre de Camila no la hubiera mandado a estudiar lejos del pueblo para que no se quedara con él, que en aquel entonces era un humilde peón. La amó tanto y ahora que la veía de nuevo tenía que soportar la idea de que ella no había envejecido como él.
Aun así, pensó que su amor trascendía al cuerpo y con esta idea se armó de valor, con el corazón en la garganta se acercó, no le importaba si ella se mantenía joven, se acercaría y tomaría su mano. Cuando ya estaba cerca de ella y llenaba sus pulmones de aire para decir su nombre, entró al recinto una viejecita en silla de ruedas, tenía el cabello corto, blanco, brilloso y rizado.
La recepcionista de inmediato los miró verse y les dijo:
—Don Carlos, le presento a Doña Camila y a su linda hija Claudia. Doña Camila será su nueva compañera de cuarto.
Steven Cubillo Montero: Nació el 10 de mayo de 1993 en la ciudad de Alajuela, Costa Rica. Se graduó de la Universidad Técnica Nacional de Costa Rica en Administración y gestión de recursos humanos. Publicó el libro de «La muerte sabe a café» 2017, que luego fue reeditada como «La sentencia del miedo» 2018. Posteriormente, publicó las novelas: «El cofre de Chamselaw» 2019, y «Una bestia llamada guerra» 2020.
Además, lideró la confección y publicación de dos antologías de cuentos con autores costarricenses: «Avenidas de lo insólito» 2019 y «X035, un relato con perfidia» 2020, este último proyecto recibió una beca del Ministerio de Cultura y Juventud de Costa Rica.
Desde el 2018 se dedica a dar charlas y talleres de literatura bajo el concepto de su taller «Pluma independiente» en temas como escritura creativa, historia y filosofía de la novela e historia del arte.
CURADURÍA: Yordan Arroyo (Costa Rica)