04 PILAR CERDAS | AJKÖ KI No 1

04 PILAR CERDAS | AJKÖ KI No 1

 

Del otro lado de mi vida

 

La expresión fue un tormento cuando le mostró a su mujer la carta. No era una nota cualquiera que hoy se lee y mañana quién sabe. El mismo gesto que lo devolvía a esa parte de su vida donde nada andaba bien, donde nunca hubo una aceptación real hacia eso que él consideraba el más cruel nombre sobre la tierra, ¿o sería la perversidad con que era pronunciado?

Llamarse Bertalino, con todo y sus dones artísticos, sacudía los oídos. “Me llamo Beto”, insistía con vehemencia en sus etapas escolares, “Beto a secas”, pero el esfuerzo era en vano en el momento de pasar la lista, con los chiquillos llamándolo Berta, para complicar la llaga. Después llegó la adolescencia con sus retos y reveces circundando aquellos días, y él solo agachaba la mirada.

Cada azote de este lado de su vida exprimía sus defensas. Cada cuarto de segundo era un destino de rodillas para no difuminarse por completo.  

Al llegar la edad adulta, Bertalino por fin se atrevió a experimentar algunos cambios que diversificaron lentamente el panorama a su favor, pues ahora se llamaba Alberto. De repente un respiro, territorios halagüeños le otorgaban el derecho de sentirse casi a salvo. Ni tanto. Aquí y allá, con frecuencia aparecía un malintencionado muy atento a recordárselo. En fin. Al menos nada le impidió concluir sus estudios universitarios: una carrera de bibliotecario cuyo título era resguardado en un glorioso marco, sobre la cómoda de su madre. 

 

Dos años llevaba trabajando en el Instituto Castellón cuando conoció a Maruja, su mujer. De ella sabía muy poco, pues no interactuaban mucho.

Se trataba de Maruja Castañeda, una fémina incapaz de aceptar contradicciones de ningún tipo. Y, cierto día, sin siquiera consultarle, decidió cazarlo y enlistarlo en la injusticia de sus puños, como si estuviera ante un acérrimo rival. Bertalino aceptó someterse a la rutina de mascota adiestrada a sabiendas del oprobio. El instinto le ganó la apuesta al no poder cumplir la hazaña conyugal por culpa de esa zona más enclenque, incómoda, penosa y aterrada, quizá de todas. Todavía envuelto en el pijama bordado por la madre, Bertalino vio caer su castidad con los ojos bien abiertos que corrían como figurillas desahuciadas hasta morir entre las sombras. Ahí mismo nacieron los primeros arañazos, ahí mismo la sensación de perdido, de la ínfima importancia que tenía ya su ser. Sacrificios y un constante naufragar entre los juegos de la muerte, le impedían contrariar la voluntad de su mujer, como sucedía con la madre. ¿Cómo responsabilizar a su progenitora por haber hecho lo correcto? ¿Pretender odiarla por cada golpe y cada objeto que estrellaran sus manitas santas contra el hijo? Tres Padres Nuestros se imponía de penitencia cuando era sobornado por tales pensamientos. Pero al menos su dignidad de macho proveedor permanecía intacta y atribuía algún respeto frente a sus retoños. Ese, el único campo no violado, hasta la llegada de la carta: la antesala perfecta para acabar de asfixiarse en la espuma del jabón.

 

No quedaba más opción que contarle a su mujer lo de la carta, así le partiera la nariz en veinte pedacitos. Pues ya la tiene al frente con aquella furia enroscada en la mirada; su melena de leona pelirroja acosando la menuda anatomía sin paciencia ni conciencia, espantándole el brillo a sus anteojos y a las miserables frases justo antes de salir a escena, mientras ve la carta, las letras del acabose, la carta del despido que los ojos de Maruja devoraban como zarpas de pantera. Parecía inútil, pensó en correr hacia su lado comprensivo, el otro lado de su vida donde todo era bienestar y atenciones. Bueno, aunque a veces se colara un mal espíritu procedente de este lado que cobraba por vivir. Sin siquiera proponérselo, recordó aquel sueño donde su mujer le hería un ojo con la nariz. Lo sabía. En cualquier instante ella rompería el papel para luego lanzarse sobre sus suplicios, ya desfigurados por el cruel suspenso. Él prefiere no mirarla. Ella termina de leer sin añadir palabra. Ha puesto la carta con indignación sobre la cómoda y prosigue cepillando sus cabellos, caprichosamente. No era tan malo. El simple hecho de que no dijera nada era ganancia. Quizá solo lo castigaría obligándolo a teñirle la melena roja y salvaje de por vida. Los segundos pesaban como sus pies atornillados en el piso, hasta que surgiera algún aviso, o el rugido amenazante de este lado de su vida que lo odiaba a muerte. “Muy bien. ¡Bueno para nada! Ya es hora de que hagas algo provechoso. De hoy en adelante, te quedarás en casa. Tomarás el puesto de Carlota y no se diga más”. Inútil intentar excusas y, además, como ya era un hábito, su lengua salió en seguida a atrincherarse tras sus dientes con aquel pánico escénico que sufría desde niña.

 

Bertalino se levantó temprano, sin tomarse muy en serio lo de la sentencia. Maruja dormía apaciblemente. Él salió a trotar con pocas ganas, muchas dudas y cierta dosis de ánimo para buscar un nuevo empleo.   

Una hora más tarde, se sorprendió sobremanera al no encontrar a nadie en casa. No olía a tocineta ni a huevos ni a café ni a Carlota. Y Maruja tampoco estaba. Lo que sí había sobre la mesa era una lista de instrucciones dirigida a su nombre. Bueno, al menos mencionó su nombre; tampoco le escribió insultos y eso aminoró la angustia. “Aún me ama”, pensó pasándose la carta por los labios, el cuello… todo apasionado y único hasta aquel instante de iniciar y comprender la intensidad del imposible: preparar desayuno, llevar a los niños a la escuela, limpiar, regar las plantas, lavar ropa, plancharla y ordenarla. Diseñar un menú saludable. Ayudar a los niños en las tareas…”

Imposible continuar. Ahí mismo quedó rendido ante tal prueba insuperable. “¡Mamá! La llamaré. Tiene que ayudarme. No contesta. ¡Noo! ¡No contesta!”

 

Vagamente comprendió su situación cuando el gallito de cocina se asomó a dar la hora: seis en punto. Seis y ni siquiera se habían despertado los niños. Seis y ni siquiera en su cabeza desembarcaba un leve fluir de lo que sería el desayuno del día. ¿Cómo sospechar que en tan simple menudencia se ocultara una proeza? Entre Albertito y Rosa Lía absorbieron sus reservas de energía. Ni siquiera se movieron cuando intentó levantarlos para ir al baño. Tuvo dos ideas que le produjeron prodigiosos dividendos: ingirió calmantes; luego, un chantaje con desayuno de libre elección: helados, galletas y confites, a cambio de un baño y uniforme incluido para ir a la escuela.

Tan insignificantes que se veían aquellos lazos que sujetaban a diario el pelo de su hija, ¿cómo era posible?, ya iban a dar las siete y no había ni la mínima esperanza de que se acomodaran en su sitio. Con evidente extenuación comprendió que no podía hacer más. Apresuradamente anudó las cintas sobre las dos colas torcidas del cabello de su hija, y se llevó a ambos casi a rastras hasta el carro. No fuera a ocurrírseles cambiar de opinión.

 

“Al menos la primera tarea está cumplida. ¡Qué alivio! Apenas van a dar las ocho, seguro quedará tiempo de tomar la siesta. Cuando despierte, localizaré a mamá para que venga a ayudarme. No hay de qué preocuparse”, pensó y en seguida se entregó a un sueño con aquella posición fetal que lo hacía sentir bastante cómodo. Ahí él era un palomo con aletas en el pecho que vivía en una cueva muy soleada en lo profundo del océano. Alberto, rey de unas palomas en extremo sexi y cariñosas que le curaban una herida inexplicable en la cabeza. Pulpos y calamares se esmeraban en servirle. Y después saltó al otro sueño. Un rico sueño donde Maruja no sabía dar golpes ni tenía bigote que raspaba como lija. No. Aquí a ella le encantaba hacer cosquillas. Confundida con la arena, adornada con atuendos disponibles al cortejo, ella empantanaba besos sobre su tez perlada, mientras él, recostado en una hamaca, bebía agua de pipa con mortal indiferencia, castigándola sobradamente en la contemplación de las palmeras. La veía implorar perdón por la sequía del cariño; la turbiedad de sus furores. Pacíficamente le tejía de rodillas cada esquina de su puente tan querido, su puente delicioso al otro lado de las cosas donde nadie conocía al Bertalino Pesadillas. Las honduras del deleite se enroscan en su oído, pero el timbre de un teléfono importuna sus suspiros. Él abre los ojos y responde a aquel llamado de su lado adverso. Por su cara, debe ser Maruja. Otra vez parece roto, casi a punto de infartarse.

La dicha disminuye ante la lista de instrucciones. La madre no responde. Nadie puede remediar el caos y ya van a dar las diez. Revisa a toda prisa: lavar, tender, planchar, ¿qué sabe él de eso? Abre la puerta del departamento. No conoce a nadie, pero qué mejor oportunidad para hacer amigos. Puertas cerradas, abundantes números en ellas, ¿cuál de todas?, ¿cuál de todas? El 25. Era un número atrevido. Se lucía ante sus lentes con morboso brillo, como exigiendo ser el elegido. Dos toques suaves, nadie responde. Un toque arrollador, sale alguien. ¿Cómo decirlo? Parece hombre. Un tipo amable. No, es mujer; o, mejor preguntarle.

__ ¡Hola! Yo… quería saber si… Disculpe usted, estoy un poco confundido.

__ ¿Un poco? ¡Cariño! A vos te va a dar un síncope. ¡Qué cosita más bella! ¿Cómo te llamás? ¿Vivís aquí, en el edificio?

__Sí, sí. Vivo en el diecinueve. Perdón. Me llamo Alberto, a sus órdenes.

__ ¡Muchacho! Que te lo pueden tomar en serio. ¿Qué tal? Podés llamarme Cherry. Cherry Pechugas. Bueno. Cherry Amor, para vos.

Bertalino está aturdido. La vista encallada al piso. Quizá la vecina sienta curiosidad al ver las marcas en su cara: rebeldes cicatrices que las uñas de Maruja han cosechado indiscriminadamente. Sumido entre los signos del pesar intenta irse, proteger su mente con plegarias que le ayuden cuando den las siete y su mujer regrese a casa a arrancarle de raíz hasta las uñas de los pies con alicate. No. Mejor será intentarlo. Solo hay un detalle, cómo dirigirse a tan gentil desconocida, ¿cómo un él, o una ella? Sí. Por las uñas sospechosas y rojizas, debe ser una ella. “¿Y las pechugas? Sí. ¡Cherry! ¿Qué raro nombre?”, pensó viéndola con la vista ida en los tacones amarillos

__ Verá, señorita. Tengo unos asuntos en casa que no he podido resolver y quisiera saber si… No. Disculpe. Debe usted estar muy ocupada y yo importunándola con majaderías. Lo siento… Creo que será mejor irme.

__ ¡Alto ahí, caramelo! A vos no te había visto antes, pero si no me equivoco, en el diecinueve es donde vive la vieja carediablo. Y es bien raro que un tipo simpatiquísimo como vos, con pinta de intelectual, tenga que ver algo con ésa.

¿Cara de diablo? Debía ser Maruja, ¿quién más? Bertalino no puede evitarlo y deja salir una modesta risa que lo relaja y le ahuyenta sus desconfianzas.

Además, no cesaba de espiar con disimulo aquellos senos, los labios, la impetuosidad con que las venas engrosaban esas manos. Ella también se fija en su nariz algo magullada y en su tímido bigote sin afeitar.

__ Pues, debe usted referirse a mi mujer. Es decir… bueno. Ya sabe.

__ ¿Tu quéee? ¡Corazón! Pero si esa bigotuda hasta podría ser tu madre. Mi más sentido pésame, papacito. Perdón, es que a esa diabla no la quiere nadie por aquí. ¡Con razón esa tristeza! Pasa, por favor. Ponte cómodo. Ya te traigo un cafecito para que hablemos más a gusto.

Refugiado en su simpatía benefactora, entre paredes con sabor a vida y una ternura que él absorbe satisfecho, se animó a sentarse en un sillón sin miedos, que de tanto masticar sus penas, ahí mismo decidió adoptarlo por largos, largos días. Extraño que estuvieran de este lado, cuando todo allí parecía venir del otro: su lado aventurero con presencias relajadas, como todo ahí. Tan distraído y dudoso estaba, que casi no sentía el sudor poblándole el cuerpo, ni el rumor de querubines desgranando sus aromas. Almohadones, esquinitas con excéntricos detalles, dos cafés, muñequitos de humo purificando el tiempo entre el tapete verde y los tallos y pétalos con luces del macetero en carne viva. La vida misma ahí presente mientras Bertalino da libertad a sus dolores. Se atrevió incluso a confesarle a Cherry lo de su canarito Cuchi, de cuánto había sufrido cuando su desalmada esposa lo lanzó por la ventana en pleno invierno; sus restringidas confesiones encontraron el mejor abrigo en las palabras de Cherry: sorprendente ser humano, espontánea, bella, más que bella, incondicional y repleta de novedades, hablándole de asuntos que él a veces ni entendía, pero le divertía bastante oír. Prontamente se convirtió en su consejera, en la musa que lo reconcilia con su lado amargo, como su nombre. Le enseñó a amaestrar sus impotencias como nadie más sabía, a conducirse en la rutina del quehacer doméstico; a enjugar sus desengaños con el deleite de sus ocurrencias. Paso a paso, también lo fue entrenando para perderle el miedo a su mujer, induciéndolo a embarrarse de placer en cada fuga nocturna y en los paseos matinales, cuando los niños andaban en la escuela…

 

Transcurridas una hora y media, Cherry pone a funcionar la casa: pisos limpios. Ropa en estricto orden. Platos deliciosos y nutritivos en la mesa. Los niños juegan con su almuerzo, tranquilamente, salvo por un pequeño detalle:

 __Yo no me como la ensalada. Esas cochinadas me dan asco __dijo Albertito.

__Cométela, hijo. Es saludable. Deberías intentarlo. Mira. Tiene limón y sal.

__ ¡No como! Y le voy a decir a mamá que dejaste entrar a ese viejo raro. Ya sabes. Te pondrá la cara como camote. Así. Pau, pau. ¡Tome por la madre!

No lo había pensado. Si los niños le contaban a Maruja, él estaría muerto.

__Tranquilo, cielo. Yo me encargo __intervino Cherry, muy segura de sí __. A ver, ¿cuál de los dos va a atreverse a abrir la boca? A mí también me gustaría saber qué opina tu madre, Albertico, si se entera de quién le rompió los vidrios a don Joaquín, con esta bola.

El chiquillo se encogió en la silla y empezó a morder sus uñas, nerviosamente.

 __Ah, también sé de una niña que anda pintarrajeando todas las paredes del edificio__ dijo Cherry señalando el platón con espinacas, pepinillos y tomate. Y entonces se acabaron las palabras y las ensaladas de los platos, sin mayor tardanza. Pero Bertalino estaba realmente preocupado por la confesión. Nunca creyó que sus hijos fueran capaces de hacer semejantes travesuras.

Más tarde, Cherry le contó que la anterior empleada les permitía hacer cualquier cosa con tal de besuquearse con el tipo que llegaba a verla.

 

Al regresar, Maruja no parecía muy sorprendida en cuanto a los cambios que encontró en casa, solo dejó bien claro dos asuntos: que el picadillo de ayotitos había quedado como vomitada, y que esa horrible esencia de jazmines (puesta en cada esquina por recomendación de Cherry, para relajar el mal humor), le causaba náusea y le revolvía su migraña. Algo inquieta, su ofuscada petulancia recorría con audacia cada espacio, cada objeto y la espalda del marido en el sillón. No dejaba de parecerle incómodo, inverosímil lo bien que se desenvolvía en las labores domésticas, cuando ella ni siquiera lo creyó capaz de secar los trastes.

La casa reposaba en orden y hasta había gardenias en el jarrón del comedor. Entonces Maruja comenzó a experimentar algo absorbente y plagado de martirios que desconocía hasta el momento. Instigada por su efecto, tuvo la arrebatada idea de enlazar al marido en esas rachas de febril apego donde con frecuencia había una complacida y un desfalleciente. Bertalino respondía a sus antojos sin protestas ni pretextos, aunque algunas partes de su cuerpo se abstuvieran de rendirle homenaje al regocijo por hallarse en total desánimo. Pero en medio remolino surgía un amparo: escribir. Anotar sus vivencias del día a día en un discreto diario donde sus múltiples espíritus reposaran en lo incomprendido de su fiel desastre:

Alma de pájaro y serpiente. Diario. A vos te entrego hoy mis confidencias.

Un día más en el desastre de mi vida. La hortensia y dos begonias acaban de morir por falta de agua. No sé si correré su misma suerte. Mi boca, mi voz, mis negros ojos son dignos de ir al cielo; yo solo seguiré soñando conmigo en esta fábula inventada en un mal sueño que no quiere despertar.

Anoche, después del interrogatorio habitual, Maruja terminó diciendo que debería darme vergüenza oler a ajos; que la cena estaba cruda, incomible; que si seguía quedando así me la metería por la nariz y la sacaría por las orejas. Pero hay un Dios, un Dios que también hace justicia a los golpeados. Bueno, este martes me sentí mejor, como si empezara a tomarle el gusto a esta rutina, aunque a veces surgen accidentes. Ayer Albertito quebró dos piezas de la vajilla y hoy Rosa Lía manchó con pintura las cortinas. Por lo demás, todo va bien. ¿Qué sería de mí sin ella, o él? Francamente, Cherry es lo mejor que he conocido. Su vida privada no me incumbe. ¿Me estaré volviendo adicto a ella? La invitaré al cine por la tarde.

 

Tocan el timbre. Creyendo que es Cherry, Bertalino corre a abrir la puerta. Hay una muchacha parada allí afuera con abundante maquillaje y escaso atuendo. Bandeja en mano, dice haber sido enviada a sustituir a Cherry, quien, al parecer, no vendrá hoy por asuntos personales. Él no puede aceptarlo y se lo hace ver de mil maneras, pero ella insiste. Y ahora le ha quitado con ternura el brazo de la puerta. Pasa adelante y acomoda su cartera en el sillón, para luego enfundarse peligrosamente en un diminuto delantal negro con encajes rojos. Bertalino no sale de su asombro. Él, que ni siquiera trae puesta una camisa presentable. “Soy Betty, cariño, y vos, Alberto, ¿no? He oído hablar mucho de vos”. Esta sí parece una ella, habla como ella, aunque podría ser un él. No importa, ¿o sí? Lo ha dejado sin alternativa. Se quita los zapatos y empieza a lavar los trastes del desayuno. Sigue hablando mientras masca y masca chicle, en medio de un lenguaje inabordable donde sus palabras no parecen bienvenidas. Bertalino cree prudente aislarse unos segundos. Entra al cuarto de baño; limpia torpemente el lavatorio mientras pasan los minutos. Luego se sienta en la tapa del retrete a repasar periódicos viejos. Mira el reloj. Vaya que es notable ese silencio que retumba en el ambiente. ¿Y si fuera una ladrona? ¿Si se ha robado todo mientras...? Echa un vistazo en la cocina. Cada cosa sigue en orden, menos ella. Corre al patio, sala, dormitorios; su cuarto. ¿Su cuarto!? ¡Oh, no! ¡Qué fue eso! ¡Imposible! Ahí está Bety. Parece bien dormida. Confortablemente arropada con las prendas de Maruja, la mujer ha echado raíces en su propia cama. Bertalino suda frío. Se anima a moverla. ¡Es inútil! La sacude con rigor. ¡Bien! Al menos dos raíces se desprenden: “¡Albertito! Vení, Bety no muerde”. La muchacha lo acaricia, lo ahoga con su boca. Bertalino retrocede, un titánico descubrimiento lo ha paralizado por completo: los trapos de su mujer están hechos un asco, desde la ropa de cama hasta la bata de dormir, puesta graciosamente en el cuerpo de Bety: diez tallas menos que Maruja. Pero las manchas de perfume en la alfombra son lo peor.

Bertalino luce demasiado blanco, casi transparente. Ella siente pena e intenta consolarlo infructuosamente, aunque ya no sabe más qué hacer. Se viste deprisa, se marcha. Lo está dejando solo. ¡Que alguien haga algo!

 

Insomnio y cobardía. ¡Qué plaga! ¿Quién puede dormir cuando hay gigantes inmutables y con más de un tic nervioso en tu cabeza, rígidos gladiadores que te dan por la nariz hasta que explotes? ¡Cuántas veces he querido atravesarlos con furia y alegría! Pero ellos desgarran mis entrañas con la yema de los dedos. Es la misión de este perdedor: mar sin aguas, sol que da granizos. Otra vez recogí la ronda de golpes calladamente, y la orgía de palabrotas que salieron dando tumbos por los cuartos de los niños, por las calles, y armaron la tertulia allá, entre los vecinos. ¿Cómo iba a sospechar que esa… hurgaría en las gavetas de la cómoda? ¡Dios! Maruja parecía una posesa. Por poco y me desaparece la mandíbula. Tonto muerto a puro amor, a puro dolor, ¿dónde habré oído eso? Culpable este gran peso que llevo dentro. Yo no sé cómo exiliarlo. Cherry me puso carne cruda para la hinchazón. Las cosas se complican, ella quiere que la denuncie y yo… no puedo. Aunque, honestamente, pensé que no saldría vivo. Me enterró las uñas como una leona. Hasta en la alfombra quedó mi sangre desgarrada desde el corazón lleno de cortes que claman por mi vida mientras voy muriendo más y más frente a los niños. La muy miserable tenía la puerta abierta. Pobres niños presenciando esta violencia. Lo bueno es que todo se lo toman de buen humor. ¡Cómo se reían a carcajadas mientras yo era arrastrado por el suelo como una rata de caño! “¡Pau, pau! ¡Pelea, pelea! No te rindas, papi. ¿Te alcanzamos una escoba o la plancha caliente? Mejor un tenedor. Toma”, gritaban como locos.

 

Cherry me invitó a salir con los amigos. Me insistió y por poco me suplica, dizque no me iba a arrepentir, que lo hiciera por mi bien, que me daría una buena fórmula para escapar por la ventana. Le dije que no sabía bailar. Sería incorrecto. Ni siquiera me entusiasma. ¿Y si voy? Por ahí una alianza con el mundo... ¿De dónde plata? ¿Y si empeño algunas cosas?

 

Está oscuro, no tanto para ocultar una silueta arrastrándose despacio. Vacilante, reprochándose, Bertalino mira de reojo la escalera. Nadie vigila sus acciones, pero él atisba con recelo cada ruido y cada objeto con horror. Se atreve a dar un paso ante el capricho de su sombra, que parece estar dormida o no desear seguirlo. Poco a poco persevera en el intento, mientras una correntada de aire pone rígida su espalda en tan difícil prueba. Reparó en unos sonidos que por suerte son aliados. Hay mucha gente aguardando su descenso, le echan porras mudas hasta el último segundo de tocar tierra. Entre abrazos y felicitaciones, cinco desconocidos y Cherry lo recompensan con un acto sorpresivo: el contacto inicial con su nuevo look: camisa colorida, jeans de marca pegadito al cuerpo, zapatos con plataforma, pelo estilo Riky Martin. Ah, para el toque final: un reloj Rolex préstamo de Cherry con carácter devolutivo.

__ ¡Listo! Estás guapísimo__ dice Cherry con auténtico entusiasmo.

Bertalino ya comienza a arrepentirse. Pese al veredicto a su favor, él prefiere retornar a casa. Sus mejillas casi queman. Si bien es cierto, el espejo ha pecado de realista, tampoco ha sido cruel como él creía, nunca quiso compararlo con un muñeco de ventrílocuo.

__ Disculpen. Me siento mal. Será mejor volver a casa.

__ ¡Cariño! Así no se puede. Vos y yo tenemos que hablar muy seriamente.

Cherry lo conduce hacia otros aposentos más privados y tranquilos. Lo hace sentar en una silla, mientras va por una taza de café para él y un whisky doble para ella. Ahora lo mira muy fijo y le levanta la barbilla con delicadeza.

__ Es por ella, ¿cierto? Solo déjamela a mí, cariño. Ya verá esa maniática cuando le ponga este puño en la nariz. ¡Corazón! Este asunto tuyo es complicado. Estás mal. ¿Qué gracia tiene el matrimonio cuando uno deja fuera a su mitad?… ¡Por favor! Tenés que razonar. No mañana, más bien ayer. Tomá, sostené este espejo. Así no, con las dos manos. Y ahora decíme, ¿qué cosa ves ahí? ¡Habla! ¿Ves un simio, un loro, una lombriz…?

Bertalino no responde. Nunca se ha sentido más preso de autocompasión que en este instante. Se mira las uñas detenidamente. Va a emprender la huida, pero unas manos lo detienen sin cordialidad.

__ ¡Alto, Alberto! De aquí no te vas hasta haber respondido a mi pregunta.

 ¿Alberto? Le pareció sensual en los labios de ella, pero ahora las cosas se ponen algo ásperas. Cherry lo zarandea y lo aprieta hasta casi hacerle daño. No lo suelta, no lo va a dejar hasta obtener una respuesta:

__ ¿Qué ves en el espejo? A ver, qué cosa es, ¿una bacteria, un insecto? ¡Decilo, carajo! ¿qué ves en el espejooo? ¡Ubícate! ¿Qué rayos ves aquí? ¡Vamos! ¡Quiero oírlo, como para ya!

__ ¡Ya, basta! Qué querés que haga. Ya sé que parezco un retardado, pero no me tratés como a un niño __ respondió apartándola, no tan suavemente.

__ Está bien. Te entiendo. Ya es hora de ir sacando esa porquería que te enferma. ¿Te digo por qué estás furioso? Porque has perdido el miedo, cariño. Muy bien, no sos un niño, ¿entonces?, vamos, dilo de una vez. ¿Qué sos?

__ ¿Qué te pasa? ¿No me ves? Soy un hombre ¡Un hombre! Soy un hombre que merece consideración __grita en un tono exacerbado que le descompone el pelo y le llena los testículos de un amor propio empapado en una ira que ni él mismo conocía, como permitirle al corazón su primer orgasmo, como si el primer paso hacia el otro lado de la línea hubiera sido decretado.

__ Deberías denunciarla. Piénsalo. Te librarías de esa loca para siempre. Pero, bueno, es tu asunto. Ahí está la puerta. Ya podés irte a casa.

 __ Gracias, pero, preferiría acompañarlos, si es que todavía estoy invitado.

 

Bertalino se ha sentado en un carro celeste con asientos de color púrpura; ya un poco más repuesto del trajín. Sus acompañantes ríen y conversan entre ellos. De vez en cuando, un rubio joven y de aire bonachón, un tal Chalo le roza la mano inadvertidamente. Él mira por la ventana como un novato en materia de fiestas, pero dejándose tentar, inaugurando su primer paseo a expensas de Maruja. Recuerda una vieja canción, y comienza a acariciarla en sus adentros: “Hoy para mí es un día especial, hoy saldré por la noche. Podré cantar una dulce canción a la luz de la luna, y acariciar y besar a mi amor, como no lo hice nunca. Qué pasará, qué misterio habrá…” 

 

El automóvil se detuvo frente al “Black Moon”, con gran dificultad. Tremenda concurrencia en los alrededores: cuidadores de carros arreglándoselas para evitar el desorden, parejas circulando apasionadamente, mientras Bertalino ha creído ver el rostro de Maruja en cada esquina, amenazándolo sin lástima, como solo ella sabe; casi ha sentido esos puños de granito sobre sus mejillas.

El trayecto, desde la puerta hasta la pista del salón se muestra inolvidable. Ante su asombro, han hecho aparición las lucecillas, lanzando rigurosos guiños que lo invitan a inaugurar un tiempo nuevo, y adentrarse en sus renuncias al compás de un viejo disco. Más allá un repertorio de sonrisas les da la bienvenida, mientras rueda la música en medio de cabezas que giran en distintas direcciones, nucas que palpitan y él abriéndose paso solitariamente entre el bullicio. ¿Solo? ¿Dónde se ha ido Cherry y su intrépido optimismo?

Sin duda, este lado de su vida lo ha enredado en una trampa que lo asfixia.

Para aumentar su turbia suerte, el tipo de clavel en el sombrero persiste ahora en bailar con él. Lo toma de la mano atrevidamente. Lo hace girar sin su permiso. Serenatas de aplausos se desplazan con simpatía mientras Bertalino solo está ahí, secándose el sudor, relegado a esa esquina de amarguras y en medio de mirones que se muestran muy contentos de tenerlo cerca.

Bertalino recuerda las profecías de su madre, sus prédicas de mal augurio y consecuencias del pecado que envilece al alma buena. ¿Quién se libra cuando se anda manoseando lo prohibido? El hombre se le acerca como si anduviera hambriento y él fuera una manzana gorda y brillante. ¿Y ahora qué? Un de repente. Unas manos interceden desde el fondo del tumulto. ¡Cherry!

__ ¡Cariño! ¿Dónde te habías metido? ¿Estás bien? Te hemos buscado hasta por debajo de las sillas. Por favor, Betico, no nos volvás a asustar así.

Menos mal. Por fin a salvo. Resguardado del maligno, bailó y bailó, bueno, Cherry baila; él solo se deja llevar mientras planta sus huellas en esa espalda sazonada en frenesí. Todo él colmado de gloria como si estuviera de ese lado, su otro lado de la vida que ya no se sentía tan remoto. Él recuesta su cabeza en esa frente. Ella roza la rebelde cicatriz de aquella ceja. ¿Acaso era atracción? ¿Habría algo sublime, algo interesante en ese roce? 

 

¡Ajá! ¿Así que el futuro me concedería un receso memorable en mérito a mi espera? Años y siglos recluido entre barrotes, bien lo justifican. Libre, al fin soy libre. ¡Que se quede el infinito sin estrellas…! ¡Que se enerven mis pasiones! ¡Que me receten besos a diestra y siniestra! El miedo es un minino con las dos manos cortadas por mi bella Cherry. ¿Por qué me siento mal? Es como cuando era niño, cuando iba por las compras y me quedaba con el vuelto, pero luego la conciencia me seguía abofeteando con los golpes de mamá que recortaban las piernas y los brazos de mi infancia. Cherry es todo lo contrario. ¡Mi preciosa! ¿Y si le inspiro lástima? ¡Solo lástima! Sentimiento fraternal, complicidad indefinida... No puedo engañarme. Parece mujer, la más mujer, pero es hombre. Además, está Maruja y sus puños gladiadores.

 Mi amor platónico es poeta y con libros publicados. No me atreví a mencionárselo, pero escribir siempre fue mi gran pasión. ¡Qué idiota!

 

¿Qué voy a hacer? La plata que me da Maruja no alcanza ni para comprar menudos de pollo. Estoy apenadísimo con Cherry. Aparte de contribuir con los quehaceres de la casa, por lo general termina pagándome las cuentas. No puede ser. Quisiera desaparecerme cuando paga mis gastos en la disco, los refrescos... ¡Oh, Jesús! ¿Dónde me metió esa descarada los ahorros? Los he buscado hasta por debajo del ropero. En verdad creí que el retrato de mamá serviría de escondite. ¿Cómo lo sacó del marco? Mamá quedó irreconocible.   

 

Otra vez la llamó el tal Sergio. Maruja no me ama. Antes, por lo menos era más prudente. Le hablaba a escondidas por las noches desde el celular. Hoy lo hizo aquí en la sala, sin importarle que yo estuviera aspirando la alfombra. Estudié su anatomía. Se veía guapísima. Su voz armoniosa. Llevaba una breve falda sobre sus piernas canelitas y el peinado le sentaba bien. Estoy nervioso. ¿Cómo afrontarlo, si me propone el divorcio? ¿Y los niños? 

Será mejor dejar a un lado este mar de conjeturas y ponerle más acción a mi rutina. Tienen que quedarme bien sus medias. Se las lavo con agua tibia como ella dice, pero no le agradan. Sus pelucas de ultratumba, hoy las tengo que enjuagar también, pero mejor le digo a Cherry. Ella sabrá hacerse cargo.

 

¡Vieja paranoica! Ya no me la aguanto. Ni siquiera puedo estar a gusto en la sala de mi propia casa. “¡Indecente! Debería darte vergüenza. Te la pasas todo el día aplastando ese sillón, holgazaneando en lugar de buscar oficio. Si mañana te vuelvo a encontrar ahí tirado, en esas fachas, oliendo a perro muerto, vas a ver lo que te espera. ¿Ya vas a llorar, como siempre? ¡Vamos! Grita todo cuanto quieras. A ver si alguien te cree que eres tan mediocre que no te puedes defender de mí. ¡No! No me inspiras ni siquiera lástima, inútil”

Cuidado, loba. Cuidado del silencio limosnero. Cuidado del méndigo con el plato vacío de monedas y una poderosa sombra que no se queja nunca.

 La casa estaba en orden y yo solamente aquí, con los pies en alto para descansar mis piernas devastadas y petrificadas en la brillantez de mi vergüenza. Mis humildes várices multicolores que importunan esta pierna hasta el tobillo. Si las viera. Si supiera cómo duelen, tal vez no pensaría así. Si se reventaran y muriera de eso. Tal vez ni así se daría cuenta.

 

En absoluto. A Maruja no acababan de convencerla los embustes del marido. Había indagado un par de veces aquí y allá, pero siempre tropezaba con el inconveniente de no contar con aliados en el vecindario. “Chismosos, antipáticos ¿Quién los necesita?” También los niños perjuraban que nada anómalo ocurría en su ausencia, y tampoco es que su conyugue insinuara un cambio significativo, digno de atraer la duda. En fin, solo era su semblante no tan resignado quien producía desasosiego, un semblante que venía desde lejos para perturbarla y entorpecer su tortura inmunda, sus brutales puños…

 

Cierta noche, Maruja no se bebió sus cápsulas para dormir. Debía confirmar sus sospechas a cualquier precio: La ventana medio abierta, zapatos húmedos, tallitos de monte pegados a las suelas; suficientes coincidencias confirmaban las andanzas clandestinas. Miró el reloj: una y treinta de la mañana. Su esposo muy a gusto, con su cara de gallina satisfecha de costumbre, su sencillez, y su pelo de lechuga marchitada cayéndole en las cejas; tan tierno, que hasta experimentó una leve dosis de compasión. Repentinamente meditó un poco en sus excesivos malos tratos contra el marido. Recordó aquel acto desalmado, cuando, bajo el hielo de un diluvio nocturnal, entre rayos y centellas, le echó puerta afuera a su canario Cuchi: compañero infatigable de batallas, dizque por el fastidio que causaban sus empalagosos cantos. Recordó también la noche cuando Bertalino comenzó a reír sin parar y sin aparentes motivos. Solamente era un chiste sin gracia de Amparito, la mujer que hacía limpieza en el Instituto, pero, como de costumbre, la comprensión le fue llegando hasta el final del día, o del siguiente. La risa se le salta por los ojos y se roba hasta las lágrimas. Él sí quiere parar, pensar en otra cosa con tal de no batirle el sueño a su mujer, pero las carcajadas escapan sin malas intenciones, hasta abarrotar la habitación. Procedió a sellar su boca con la almohada, aunque lo asfixiara; lo consideró más digno que ser arrastrado debajo de sus puños, pero sus gozos empeoraron cuando descubrió a Maruja examinándolo con rencilla. “¡Basta ya, engendro del demonio! ¿Te crees muy gracioso, ¡eh? Ya verás”. En el borde de la cama recibió su ración de golpes sin mucha risa, hasta que el puño devolviera el carnaval de chistes por donde mismo habían venido.

Bueno, allí lo esperaría ella en guardia, custodiando la fragilidad de su respiración y los abundantes lunarcitos en la nuca del infiel; no sin cierta repugnancia al mirarle una especie de verruga junto al hombro. Lo consideraba endeble, lampiño, alfeñique, jorobado, un adefesio; aún así no estaba dispuesta a dejarse burlar tan fácilmente.

Habían pasado muchas horas, cuando notó un ligero movimiento entre las colchas. Bertalino se restriega el ojo. Pasa sus manos por su cara y mira el reloj de pulsera que ha dejado sobre la mesita de noche. Examina a su mujer doscientas veces. Se levanta. Se cambia de ropa sin saber que Maruja lo observa con perplejidad. Y surge la resentida mueca bajo las cobijas. Pero Bertalino se aleja, se escapa frente a sus dominios ¿Por qué no darle noche libre al pobre chico? ¿Por qué dejarlo ir, por qué no imponer su ley y propinarle la tunda de su vida? ¿Desde cuándo el desvergonzado se atribuía tal extravagancia? ¡Perturbar un territorio donde solo una era la dueña! No era cosa fácil de asumir. Desconcertada, lo ve alejarse junto a una excéntrica pandilla de atorrantes. Se pone abrigo, se lanza hasta el primer piso para atisbarlo desde una estratégica esquina. ¿Quién es ese que va en el centro con ropas tan brillantes? ¡Imposible! ¿Será el sinvergüenza?, pensó. Claro, su infalible torpeza al caminar. Un marido noctámbulo que jamás creyó tener, montando un numerito fugitivo con ferviente agilidad, al parecer. “No se ve mal, algo singular, pero no está mal”, medita mientras lo ve abordar un carro celeste, ¡Las llaves! Busca como bólido en su cartera, las tiene ya, pero teme ser descubierta. Prefiere darle un tiempo.

 

Un automóvil blanco se ha estacionado frente al Black Moon. El Prado con asientos de color rosa, con Maruja adentro, rastrea cada latido con frialdad. Bertalino avanza animadamente. Bajo el influjo del vodka que recién se ha bebido, camina entre el gentío hacia la puerta principal. Escucha con agrado los sonidos que proceden del parlante, del otro lado de la vida que lo anima a capturar la mano de Cherry y a volar con ella hacia la pista de baile. Le encantaba la osadía y malabares de su cuerpo, ver cómo le tendía su apoyo para que también él degustara el ritmo. Lástima. También Maruja ha entrado ya. Sus ojos se lanzan temerariamente como un misil sobre toda cosa viva, en busca del objetivo: la pista, el círculo humano que desfila en los alrededores, las mesas. Nada simple; los cuerpos escapan tras las luces como un mosaico incomprensible. Dudó un poco. Echar mano a la violencia podría complicar los acontecimientos, además, no era su estilo, al menos no en público. Dos minutos esperó para saber que algo nuevo acababa de formarse. Prisionero del otro lado de la línea, línea que invertía el orden para que ella no encajara allí. Él libre, ella presa. Su fuerza: el autodominio. Su aliado: el aturdimiento. Su infortunio: otros ojos mirando de ese modo a su mascota, perdón, al esposo.

Quiso golpear, romperse los nudillos con sus propios dientes, desentrañar aquella risa mal portada que se atrevía a brillar sin su autorización. Arrugó la frente. Dio media vuelta. Se quitó su peluca roja y la guardó en la cartera; y luego se fue a casa como sin querer llegar, sofocada, como sin poder moverse.

 

Esperar, única manera de volver al centro del reposo. “Me va a dejar”, piensa Bertalino sacudiendo los sobrantes de la mesa. “Por qué ahora, por qué hoy y no ayer”. Una hormiga corre al lado del azúcar; migajas de pan, cereal y riachuelos de café con leche invaden el mantel bordado a mano. Introduce un dedo con verdadera brusquedad entre los caldos, coloca a tres hormigas en su dedo índice, las seca, les devuelve la existencia. Se pone de pie. Se asoma con enfado a la ventana. Su vecina tiende ropa mientras silba. Tararea algo melancólico, lo cual le recuerda que es su día de planchar. “¿Y si sospecha? Si pudiera verla a los ojos y decirle cuánto la extraño, que la necesito…”                                     

Las semanas transcurrían como si arrastraran piedras y troncos muy pesados. Tal vez ese silencio inusitado mortifica el corazón. Incluso los castigos escasean ahora. Quizá este lado de su vida elegiría una pausa; probablemente una nueva línea comenzaría a formarse para que él pasara más a gusto. Bertalino estaba confundido y embotado; muy normal cuando se realizan quehaceres que jamás ni nunca se terminan. Frente al planchador de ropa, el polvo, las escobas y el jabón, sentía su soledad caerle encima con urgencia, especialmente ahora, que Maruja no le hablaba ni siquiera para preguntarle por los niños. Quizá sería mejor refugiarse en su diario con pasión.

 

Esto es muy penoso, pero tuve que hacerlo. Les robé seis billetes a mis hijos para preparar la cena. Ojalá algún día pueda devolvérselos. No es justo. La madre les llena los bolsillos con dinero para tonterías, mientras yo…

Ayer fue día del padre. Mis hijos me sorprendieron con un poemario de Romero. Y Maruja, esquiva, repudiando al rey universal de la mentira. Y ahora, ¿dónde están sus golpes, cuando este embustero realmente los merece?

Cherry me ha animado a iniciar mi loco sueño de escritor. Escribo por las noches, a escondidas; aunque a veces también me atrevo a pellizcarle un minuto a las mañanas. Mis primeros escritos le parecieron un asco, pero no desistiré, ¿acaso el destino nos lleva a toparnos con lo que nos pertenece?

 

Si me mata, que termine de consolidar su crimen de una buena vez. He manchado su blusa crema con mis medias rojas. Ya traté con todos los productos y formas, pero Cherry dice que eso no se quita. Recorrimos varias tiendas en busca de una igual o parecida, pero nada… Los niños propusieron responsabilizarse del asunto a cambio de una semana sin escuela y dos de comida al gusto. Lo estoy pensando. Cherry estará junto a la puerta, por si el asunto se complica…  Dios mío. ¿Y si quiere asesinarme? Le diré a los niños que tengan a mano el número de la ambulancia. Tal vez me lleven a tiempo…

 

Bertalino está muy concentrado en el quehacer poético. Medita muy bien entre una celestial frase en contraposición a lo atrevido, a lo insólito.

Su alma sin sosiego, el bramido del artista que establece su llamado, no desean ponerle freno a la creación. Cada letra se ha sentado osadamente ante sus ojos, y al parecer, no parecen complacerlo en lo absoluto; ni siquiera aquellas líneas que ayer le parecían tan convincentes. Piensa, piensa mucho. Mira el monitor, como queriendo robarle una respuesta. “¡Ya sé! ¡Lo tengo!”, comprendió de pronto. Una forma en qué inspirarse debía ser anexada para inmortalizar su arte. ¡Que nadie ingrese en su burbuja de estrategias! ¡Que nadie obstaculice enfrentamiento tan privado entre matices, abstractos y extrañezas! Minuto a minuto, de sus dedos se despliegan versos que transpiran y pretenden la inmortalidad. Y ahora, ¿por qué sus manos se han aislado del teclado como si un inconveniente les robara efervescencia? ¿Por qué Cherry y no Maruja? En un arranque inaudito de su inspiración, Bertalino apela con ahínco al sendero que su mente ha cincelado en el abstracto de la vida. Se lanza y desdibuja cada verso sin piedad. Se bebe unos traguitos de malteada para mitigar sus ansias. Dedos revoltosos, barbilla palpitante, el bigote suspirando el frenesí. Escribe, oprime ávidamente cada tecla sin respiro. El clímax inviolable de su propia obra va danzando en su cabeza mientras llega al monitor, derramándose sobre las blancuras de la Compaq que Maruja cree en reposo. ¡Qué ritmo! Qué furor ha quedado en pausa ante el ruido del móvil.

 

Hoy Cherry no va a venir ¿Y Maruja? Tengo miedo, aunque ni siquiera se enfadó cuando le confesé lo de la blusa. ¿Qué pretende? Primero ni me hablaba y ahora…Tan afable comportamiento se presta para la duda. Parece una araña acorralada desplegando malas vibras. Desde cuándo se arregla así para ir a la cama. Si no estuviera de por medio el tal Sergio, pensaría que se obstina en conquistarme Qué idiota. ¿Y esas batas? Sugestivas como en el sueño imposible donde Maruja no parece fiera que ajusticia mis torpezas.

 

Ya no hay estrés. Por fin encontré el nido donde Marujita guardaba mis ahorros. ¿Quién lo iba a decir? Y yo perdiendo tiempo con el forro del colchón.

 

Ayer Maruja se me insinuó abiertamente. Creía que no me daba cuenta, pero la vi en lo oscuro ponerse ese perfume que embrutece. Sigilosa se acercó a mi oído, sobornando un poco de mi amor. La miré fugazmente, procurando no respirar. De verdad, no creía tener fuerzas para unirme a sus caprichos, pero vaya que las sacaría si la situación lo ameritaba. Acarició mi pelo y las orejas, después su lado tierno renunció con mansedumbre. Siento pena. Quizás no debería cuestionarla así, pero… Solo cuando la sentí inconsciente, la envolví y creo que la amé entre mis sueños donde solo estaba ella.

 

Cherry dice que estoy avanzando en la poesía, y viniendo de ella, no puede ser una opinión hipócrita. ¡Mi Cherry! Ángel insólito. Lo que no sabe, lo que no sabrá jamás es lo bien integrada que está ella a estas letras. Es la vida, el otro lado de mi vida quien le prohíbe la entrada a mis necios pensamientos. ¿O será un respiro, un aplazamiento del destino para desquitarse luego?

 

Estoy muy orgulloso. Mi hijo Alberto escribió en su tarea que yo era su mejor amigo. Y Rosa Lía es la niña mejor peinada de la escuela. Gracias Cherry, con todo y tu rigor aprendieron a quererte. ¡Dios! Soy tan egoísta. Nunca paro de hablar y ni siquiera se me ocurre preguntarle por sus cosas.

 

Me cayó mal el desayuno. Debe haber sido ese bizcocho que preparó Maruja ¿Le habrá echado algo? Bueno, ya quedó escrito. No podrá escaparse.

 

Se supone que estaría bailando en Black Moon, pero no. Ojalá Cherry no se ofenda. Creo que esas luces terminaron por cansarme. Terminaré de revisar los últimos poemas y a dormir. Mamá anda muy amigable conmigo: charlas por teléfono, cafecitos por las tardes… La verdad, yo a mamá le tenía más miedo que a Maruja. ¡Cristo! ¡Es ella! Está despierta. Viéndome. Y viene para acá.

 

¿Qué fue eso? Ayer, después de diez años por fin juntos. Por fin logré ingresar a este deleite. Un gusto que ya creía vedado para mí. Noche triunfal con pocas palabras, poderosos labios sin bigote que hasta ayer raspaban mientras hoy…insaciable ave Fénix que clamas en lugar de ajusticiar. ¡Alto ahí! ¿Me estará preparando para la muerte? Pues moriría feliz. ¡Oh! ¡Que se repita!

 

Cherry no vino hoy, ni ayer. Dicen que salió de viaje y tardará una semana en regresar. Echo de menos sus graciosas charlas, y yo deseando conversar. Las mañanas son peor, al menos por las tardes los niños me consuelan el hastío. No lo entiendo. ¿Dónde se han metido su cabello eléctrico, sus zapatos de plataforma y sus pantalones de campana?

 

Tengo una cita con Maruja en Alfredo’ s para almorzar. Me pondré la camisa negra con el traje gris. He visto cómo ella me mira cuando lo llevo puesto. Y esta barba, creo que me sienta bien. Dejaré a los niños en casa de mamá.

 

Un día para recordar. Maruja y sus formidables curvas. ¡Tremendo! Lo noté a primera vista. Eran nuevos su vestido arena y los zapatos altos, y aquel perfume… Juntos de la mano, con su pelo libre como el respirar de las palomas, exactamente como la he soñado sin soñar desde mi borde superior, mi propio borde que alumbra tanta dicha con los atributos de Maruja junto a mí. ¡Qué atributos! Y la envidia de los tipos cuando la llevo de la mano.

 

No va a ser fácil. ¡Se esfumó! Cherry se fue sin siquiera despedirse. Era mía y ya no está. No hay un condenado mueble en su departamento. Faltan detalles, una simple explicación que me convenza. ¡Cherry no está! Se cansó de mis paranoias. Me merezco una trompada por imbécil, por si esta estaca que me cruza el pecho no me sabe atormentar lo suficiente. Escapó. Se ha ido. Total, con qué derecho le pediría que regrese, con qué derecho. Tenía pareja, andaba con un tipo y nunca me lo dijo. Qué dolor más despreciable. Resumió todo en un papel como si nuestra amistad significara eso, un fugaz suspiro que se arruga y desvanece a en un segundo. Cómo fui a creer que…

 

Son las siete y la reunión dará inicio en una hora. Pasados ciento ochenta días de trabajo, con el ánimo fortalecido, Bertalino presentará hoy su primer libro ante la audiencia. Ilustres personajes del medio literario dicen que promete su poemario, y una dama de nariz larga no para de elogiar sus dotes. ¿De dónde salió tal muchedumbre? Pensó que a lo sumo llegarían los parientes, amigos, algún fisgón del barrio... Por lo visto son mil voces que han venido a darle estímulo. Mamá enviando besos. Maruja que le lanza un guiño alentador; los niños sonrosados por tanto aplauso. Cuántos gestos de respeto y sin ofensas. Cherry más atrás, sumándose con sus amigos al eufórico festejo. Todo grato, quizá inaceptable. Debía convencerse pronto, ese tipo verdaderamente era él y no el Bertalino Pesadilla. Bueno, tampoco quería recordarlo ahora, sobre todo ahora cuando el individuo del saco gris lo va a anunciar con solemnidad ante la concurrencia, y pronuncia sin rodeos el imperio de un sonido: Alberto Ramírez Cortés. Y entre aplausos, Bertalino escucha el aire limpio. Duda. Piensa si en algún instante ocurrirá el desastre; si una voz malintencionada accionará la zancadilla o postergará la ofensa.

Durante un instante lo creyó posible, pues había pasado tiempo ya para ser un sueño. Pero cómo entonces las palabras no salían de su boca. Oía el aplauso, las gentes comentando algo bajito, una risa allá en el fondo, la tos del tipo obeso que ha sacado su pañuelo para limpiarse el rostro. La vida así de cerca y en su boca solo hay muerte retando a Bertalino a cerrar los ojos; sin embargo, presintió que sería prudente abrirlos, cuando oyó a Maruja que llamaba desde esa dimensión despavorida donde todo crece y obliga a tomar su mano llena de voces envueltas en olor a ella, al sin fin de daños producidos, a la duración de un roce lleno de sombras donde brilla su mujer con aquel discreto diario entre las manos. La intimidad de Bertalino, tocando fondo junto a los espíritus de palomas y serpientes que él creía resguardos en las flores del jardín. Pero Maruja lo mira comprensiva, como dándole a entender que aquel sublime instante solo es su amuleto de buena suerte. ¿Será tarde, muy tarde para despeñarse en la transformación y preguntarle a su horrenda lástima si querría inaugurar un nuevo vuelo? Todavía él escucha los aplausos. Quizá su puente se había roto como se rompen los caminos con el tiempo. Todavía quieta en su embeleso, pasando los dedos por sus labios, Maruja empieza a leer el diario y examina su semblante con las manos todavía con tierra, frente a frente con el viejo sacrificio que se ha bebido la furiosa copa de la libertad.

 

 

De: Prisioneros de la penumbra. ECR.

 


 

Pequeña cita

     

Nada más cruel que esperar a alguien sin saber de quién se trata. ¡Esto de las citas a ciegas… nunca me entusiasmaron en lo más mínimo! Siempre por lo mismo: mi singular condición. ¿Singular? ¿Para quién? Brincos dieran algunos gigantones por tener mis logros. Pero eso de encontrar pareja… francamente, nunca estuvo entre mis planes. ¡Todo por el imbécil de Maldonado! Sepa Dios ni cómo se las ingenia el muy cretino para convencerme...En fin, ya estás aquí, don Casanova, mirando bailar esas hojas con el suelo en este soliloquio nocturnal, a la espera de tu chica y de que el viento deje de golpearte. Bueno, es que el acuerdo era a las siete y apenas van a dar las seis. A ver, repasemos nuevamente: vestido azul con ribetes blancos, cabellera ondeada color café, baja estatura… ¿Qué tan baja podrá ser? No debería importarme demasiado, ¿o sí? ¿Y si se espanta al verme? ¿Si la gente se frunce de la risa? A mí no me intimidan. Hace cuánto que eché sus burlas al inodoro, pero, ¿y ella? Quién me manda a hacerles caso a estos cretinos. Ya estuviera bien perdido entre el pijama y mis cobijas, arrullando el espíritu con el último ejemplar de Nágera. ¡Esa sí es poesía! Y mi chocolatito empañaría mis lentes en un ritual de humo viajero. ¿Viajero? ¡Suena bien! Menos mal que traje el suéter.

 

Seis y cinco. Maldonado dijo que a las siete y en las gradas del Café Ángel, pero con ese gentío… ¿Debería subirme a un árbol para identificarla?

Estoy inmerso entre mi frágil mundo, hostigado por el viento; yo alerta divagando estupideces y él sobrio pero inquieto. No va a quedar más remedio que acercarme un poco. ¿Qué tan riesgoso puede ser? Oír los comentarios de los niños grandes, invariablemente muy plagados de perplejidad o repulsión; resbalarme entre este musgo. ¿Por qué me caigo siempre cuando traigo nervios? ¡Semejante papelón! Es tan embarazoso salir rodando por el suelo como fruta mala, como inútil cascarilla que patea el destino ¡Qué lindo! Como el otro día, no aguanté más y se me salió aquello: No soy lindo, señora. Soy solo un hombre que merece su respeto.

 

Seis y quince. Aquí voy, no los veré ni ellos a mí. En la esquina de la iglesia estaré mejor. Quién no sería feliz si todos fueran como Mina. Algunas veces me habla fuerte, pero es solo su estrategia para darme ánimo. Con ella nunca hay miedo. Sus brazos largos y suaves, oliendo con frecuencia a pan horneado, a colonia de bebé. “Sigue tu búsqueda”, dice. “No es bueno quedarse solo. Créeme, hombre, nunca falta la vajilla perfecta para una buena mesa.” ¿Y quién dice que yo no he amado? ¿Quién podría prescindir de tal fascinación? Uno que otro amor superfluo, pero algo es algo. Y si ese privilegio se acercara hasta mis nidos lo tomaré sin resentimientos. ¿Por qué habría de estar vedado para mí? No debería ser tan severo conmigo mismo. Mi perfil irradia electricidad y esta voz de trueno despliega un atractivo bastante aceptable. Vaya desperdicio de hombre. En esta primera cita mis circuitos predicen que será una noche apabullante; para no olvidar.

 

Seis y treinta. Allá va el vendedor de flores. Ojalá no se vaya todavía. ¡Qué extraño! Siento calor y me tiembla hasta la boca. ¡Santo! Traigo la camisa empapada en sudor. ¿Me estaré consumiendo en fiebre? No, no, no. Alto ahí. Si voy a ponerme en esas... ¡El pantalón! No, por dicha. ¡Las vergüenzas que he pasado cuando salgo por las calles con los ruedos hasta arriba! Con tal de no ensuciarlos, pero luego se me olvida volverlos a bajar. ¡Esas criaturas! Se están riendo. Mía no es la culpa, quisiera decirles, solo soy un hombrecito que requiere amor. Ya se cansarán. ¡Y esa musiquilla! ¿Cómo no les cobran multa por arrugarle los oídos a la gente? A ver. Un vestido a rayas. No, es muy alta y tiene el pelo azul. ¿Azul? Es buena la Paco Rabanne esta. Tanto que brinqué regateando el precio, y eso que era a pagos. ¿Pagos? Ya van dos semanas y no he podido abonarle nada. Paty es comprensiva. Voy a ver si le encargo otra. ¡Hijo! ¿No me habré echado mucha? ¡Qué vaina! Quiera Dios que no sea muy curiosa. ¿De tamaño normal? Ya nada importa. Pero si empieza a examinarme los lunares o los pelos que me faltan en la frente, ahí no más me devuelvo a casa. Y si esto es una broma de Maldonado... ¡Que vaya alistando el nicho!

 

Seis y cuarenta y cinco. Cada vez llega más gente y las raíces de mis miedos se derriten por las ansias, una a una, persisten en fugarse por doquier. Quizá sea el momento de cruzar la calle. No, mejor me espero. Así tendré oportunidad para estudiarla desde lejos, y si resulta cruda la reacción, pues no tendré que disimular nada. ¿Qué estoy pensando? Asumiré las consecuencias así sea un espécimen más feo que yo, un auténtico espantajo; aunque qué barbaridad, nada puntual la muchachita. A la larga sea común que a algunas mujeres les seduzca hacerse de rogar, al menos eso se comenta en la oficina. ¡Santo! Ni siquiera le he echado una ojeada a la billetera. ¡Con tantos pagos! La compra de ese equipo me ha estado dejando en la purísima quiebra. No se ve ningún maleante. A ver... ¡Sí! Alcanza para el cine y unas palomitas. Podemos ir a comer. Yo tomo un refresco y finjo no tener hambre. Eso si no es muy fina y está algo a dieta. Rezo porque lo esté. Una caminata es gratis, con esta luna probablemente ni tenga que gastar nada. ¡Cómo se tarda! La espero hasta las siete, ni un minuto más. Me siento tan ridículo. Lo bien que me vendría un coñac con leche a esta hora. ¡Este Maldonado! ¡Partida de payasos! Desde el trinquetero del Reynoso, hasta el Cifuentes sabelotodo.

 

 

Seis y cincuenta y cinco. Quiero ir al baño, estornudar, correr, rascarme. ¡Semejante papelón! Mejor me voy antes de que pase alguien conocido y soliciten entrevistas. No sea que estos payasos se vengan a reír en mi cara. ¡Alto! ¿Estaré soñando o serán las puras ganas? ¡Quítense! A un lado. ¿El vestido? Sí. Azul con ribetes blancos, pelo café, pasiones que me llaman desde el graderío y es... ¡Santo! Es de mi tamaño. No puedo perderla. Torbellino de mujer, la cumbre de mis sueños y este infeliz semáforo que no cambia. Se está fijando en el reloj. Puede irse. No, nena, espera un poco, un poquito más. Presiento que es mi noche. Veamos: Paco Rabanne: todavía llega. Camisa: faldas en orden. Sudor: de mal en peor. Pelo: gel bien portado. El contacto inicial define todo. ¡Hijo!, ya voy llegando, ya casi. Nada fea la muchacha. Si acaso tiene veinte, a lo sumo dos más y le queda grande ese vestido. Me coquetea sorprendida, positivamente sorprendida; será una clave para decirme cuánto le fascino, que me encadene hoy a sus labios virginales tan rojitos. Vaya. Vaya. ¡Mamá mía! Que comience el espectáculo.     

__ Buenas noches, señorita. Disculpe. ¿Espera usted a alguien?

__ Sí. Usted debe ser el de la cita a ciegas, ¿verdad?

__ Así es. Y si me lo permite, pretenderé no defraudarla esta noche. Disculpe mi imprudencia, pero, qué bien sonríe usted. Y dígame, ¿dónde quiere ir? La llevaría a bailar con las estrellas, recorreríamos la luna en un cohete de viento. 

¡Hijo! Se ruborizó. Pensé que ya no quedaban de esas. Mujer de encanto temerario, enganchaste mis volcanes perezosos, consumiste su anestesia.

__ ¿Cómo te llamas? Ya sé. Llama nocturna.

__ ¡Ay! Usted sí dice cosas raras. Soy Carmen.

Estoy en desventaja. Sus ojos inspeccionan mi nariz con impaciencia.

__ Sigue sonriendo, Carmen. El jolgorio y la luna enfocan tus mejillas. Ven, dame la mano. Perdámonos por ahí hasta que el destino nos enrede en sus rincones con insectos que zumban sobre el corazón en una noche como esta. 

¡Ah! ¡Cuánta gracia irremediable! La plenitud de mis anhelos. Un clímax de candor supremo. Adivino sus deleites, los hilos que disfrazan sus hirvientes coordenadas de pudor y celo. Medio poeta el hombre. ¿Quién no? Después de masticarme dos ejemplares y medio de Almanza. Vaya. Debe ser tímida, la niña, pero qué ojos de luciérnaga, los envidiaría el firmamento. Más baja que yo, ¿qué importa? Me hace sentir como un atleta. Nuestro vínculo se eleva a lo sublime, al murmullo de… ¡Oh, caramba! Tiene algo entre los dientes; su efervescente humor la delata con crueldad y, por supuesto, sería una tragedia mencionárselo. ¿Si se lo digo con recato, tacto, caballerosidad? Un brillo trémulo arrecia en sus mejillas. Lo siento en los riachuelos de sus manos. ¿O serán los míos? Con cuánta delicadeza se examina el pelo en su espejito rosa; sin vacilaciones. Me gusta. Ha aprendido a precaverse del escarnio. Quisiera tener valor para mencionarle lo del diente, ese resto ineludible que le afecta el rostro. ¡Vaya lío! Es casi una niña. Vivirá aún en casa de sus padres. Pensará en el porvenir, en la suerte primordial que sería consagrarse a un buen marido y cuidarle sus mascotas; masajearle la espalda por las noches cuando vuelva del trajín, o plancharle sus camisas verdes, negras o azules con corbata a rayas. Esos dedos y las uñas tan marchitas se habrán rendido ante la tierra en honor a un buen jardín, y ante la magia prodigiosa del arte culinario. Irá al templo los domingos, visitará encantada a los sobrinos que la esperan con regalos. Por las tardes, cuando llueve, leería un buen libro de Moré; oiría música, o prendería la tele en su sofá de tela a cuadros, con sus palomitas de maíz a un lado, el diario abierto en sus rodillas donde abundan emociones, fervores correteando placenteros entre la pluma y sus deditos. Si recordara aquellos versos, recitaría con embeleso el poema de Romero, y ahí mismo me pide matrimonio. Pero, cómo era, algo del sol y lo prohibido. ¡Ah! Vuela jaboncito de cereza hacia este hombro sin misterios; mi Paco Rabanne está aquí para jugar contigo y comenzar la fiesta. Yo, ella, la vida y las bancas del parque. Qué mejor lugar para espiar el cielo en una alianza contra los normales. ¿Normal?, ¿quién podría justificar eso? Ser gente pequeña es adorable. Todo un reto entre las canillas de jirafa que nos pasan a la par continuamente. No importa. Carmencita y yo nos hemos vacunado contra los horribles corazones y los anormales de este mundo.

__ ¿Quieres una menta? ¡Oh conmovedora estrella en las tinieblas! Ven. Sentémonos tranquilamente y cultivemos el surgimiento de este amor.

Y ahora qué ven esos fisgones. ¿Dirán que somos lindos, o menospreciarán el infortunio de esta noble solidaridad? Dos mitades de persona en un mismo asiento debe parecerles un buen “show”, circo gratis. ¿Qué pensarían si tuvieran la cabeza triangular, un ombligo en vez de un ojo, la nariz cuadrada, o, por qué no, dos frondosos glúteos en la espalda? Qué vaina, tampoco ella para de reír. Carmen, mi primor, pastelillo de mi corazón, tu ramillete de simpatías me está mareando, embrutecido estoy con tu entusiasmo. Dime cómo neutralizo tu alegría. Pero es imponente esta cosita escurridiza. Toda ella una armonía donde proliferan lunarcitos tenues. Me aniquila su cabello embravecido. Quién podría profanar sus puritanos pétalos. Fingiré pasión angelical, casual contacto. ¿Y si me tira un cachetazo? No, esas manos no conciben la violencia. ¡Pucha! Nunca creí que un simple beso me costara tanto. Me mira con la boca entreabierta, mordiéndose los labios como una súplica que dice: ¡Papi, ven a mí! Chica de emoción versátil; la confirmación del mutuo encanto, multiplicándose, sin querer parar. Imposible negarme. Aquí voy.

– ¡Hey! ¿Qué le pasa? ¡Atrevido! Yo sólo vine a decirle que mi hermana no pudo venir a la cita. Tome, ahí está el papel donde le explica todo.

 

 

De: Prisioneros de la penumbra. ECR.

 


CURADURÍA: YORDAN ARROYO (COSTA RICA)

Pilar Cerdas: Escritora costarricense nacida el 17 de octubre de 1965 en San José. En el 2007 inició su formación literaria en los talleres del Círculo costarricense de escritores y en el de Francisco Zúñiga, donde obtuvo los conocimientos básicos para emprender su trayectoria como escritora autodidacta.

En el 2009 publicó su primer libro de cuentos: Prisioneros de la penumbra, publicado por la Editorial Costa Rica. La obra fue recomendada por el Ministerio de Educación Pública.

En el 2021 publica su siguiente obra: Intruso en el infierno, novela publicada en España.