RIMA DE VALLBONA | AJKÖ KI No 2

RIMA DE VALLBONA | AJKÖ KI No 2

 

PENÉLOPE EN SUS BODAS DE PLATA [1]

 

Los preparativos de la fiesta han creado un ambiente de zozobra entre los habitantes de la casa. ¡Ni que fuera un personaje encopetadísimo el que vamos a recibir! A lo mejor sucede algo que haga historia en esta dormida ciudad. Yo mismo estoy inquieto, con las horas del día agitándose vanamente por acomodarse a mi ritmo cotidiano de trabajo, pero imposible. Todo se ha salido de su habitual rutina, ha roto límites sabidos y rueda hacia algo inesperado y... ¡qué carajo, ¿qué será? ¿Sucederá de veras algo?

Una fiesta es una fiesta, viejo, aflojá los nervios, no dejés que se tensen como cuerdas de violín y te cimbren por todos los recovecos de tu corpachón al mínimo golpe de la vajilla que va limpiando cuidadosa- mente Jacinta, la vieja criada.

“Yo, que la tuve en mis brazos cuando todavía era una figurita de nada, mire que verla ahora. . . ¡nunca creí que mis años iban a aguantar tanto, tanto! ¡Nunca lo creí!”, sigue Jacinta silbando su letanía entre las cavidades negruzcas de sus pocos dientes, limpia que limpia, mientras provoca en el lavadero, entre chorros de agua, una orquestación de porcelanas, cristales y platerías. Ese insoportable olor a ajo Y fritangas impregna además el ambiente, se me ha metido ya hasta los tuétanos y me tiene aquí descoyuntado con unas náuseas del demonio que no sé si son de la comida o, bueno, de lo que va a pasar hoy.

Esos ruidos, esos olores culinarios, mezclados con el aroma penetrante de jazmines, perfumes de tierra, rosas y gardenias, subiéndome desde el estómago en una bola de náusea, me van abriendo distancias entre las cosas que antes siempre manipulé sin reserva, casi con desdén. Es como si las cosas se fueran haciendo poco a poco sagradas y yo las estuviera profanando. Al tomar la cucharilla de café, la he tenido que soltar con cierto amago supersticioso. ¡Condenadas náuseas! El cigarrillo que iba a encender lo sentí vivo en la boca y lo dejé caer sin ánimo de levantarlo.

Charito y Laura cantan haciendo las camas, y al tender las sábanas limpias, blanquísimas, deslumbradoras a la luz de la mañana, sus frescos brazos dibujan en el aire veleros mágicos, imposibles, que desencajado y todo en este sillón, ponen en mí deseos de entrar en su círculo íntimo de risas y canciones y sorberles a las dos todos sus besos. “Son tus primas, tus primitas huérfanas a las que tenés que respetar y querer siempre. Sos malo, Abelardo, lo que has hecho te puede costar las penas del infierno. Tenés que confesarte y no volver más a las mismas!” ¡Qué suave y tierna la carne de las dos bajo el agua del río! Nunca jamás tuve en mi vida después la sensación tan plena y total del paraíso: la abigarrada vegetación cayendo de bruces dentro del agua en un suicidio trascendental de ramas cuajadas de parásitas y juncos y lianas. Y el silencio agujereado por mil ruidos, reventaba en el chillido de la chicharra, o en el mango maduro que se partía al caer a tierra. Y con el susurro del río, el susurro de la sangre henchida de placeres nuevos, sanos. “Penas del infierno. Pecado mortal.” Era el paraíso, mamá, el paraíso mismo que había brotado mágica- mente a mis catorce años. ¡Ese sabor de piel húmeda, virginal, que se deja morder con delicia de manzana fresca! Sus cuerpecitos púberes se agitaban henchidos de placer en las ondas del río. Yo cerraba los ojos y me dejaba ir, me dejaba ir, me dejaba ir... Ellas me permitían penetrar en el ámbito que cerraban sus juveniles brazos y piernas alrededor de mi cuerpo como una red carnosa y allí me entregaba yo a la magia de los alivios de noches largas tratando de calmar el duro dolor entre las piernas, ese dolor que me daba mucha vergüenza. Era el paraíso. El infierno eran las noches que endurecían mi cama y tenía que aguantar con miedo la hinchazón del pecado. Eso era el infierno.

Pero mamá, ¡tan buena la pobre!, no comprendía ni comprende ahora que todo no son sólo juesos, bicicleta, canicas, pupitres, libros, y dos por dos son cuatro. Para ella, el sillón junto a la ventana y las dos agujas que no se cansan tejiendo, tejiendo, tejiendo, siempre tejiendo. Espera algo. Yo sé que espera algo. Cada movimiento de su aguja, rápido, nervioso, dice que espera algo. ¡Pero lleva tanto esperando! ¿Y qué ha tejido durante ese largo tiempo? Debe tener un cuarto lleno de colchas, escarpines, cotoncitas, almohadones, suéters, gorros, bufandas. ¿Dónde mete todas esas prendas que teje? Hoy, con el trajín y preparativos de la fiesta, — ¡maldita fiesta del carajo que me tiene así! — pienso en esos tejidos de mamá con inquietud. ¡Raro!, ¿dónde los guardará si nunca la he visto usarlos, ni darlos a nadie? ¿Habrá un cuarto secreto en la casa? ¿Donde? Lana blanca. Siempre lana blanca, sin matiz alguno. Desde niño la vi tejiendo junto a la ventana y tarareando una canción melancólica, con vaivén de vals; después me llenaba de besos que temblaban de angustia. “¿Por qué tejés tanto, mamá?” Seguía tarareando y una lágrima rodaba cada vez que 1e hacía la pregunta. “¿Dónde está el suéter blanco que tejiste la semana pasada?” Ella se levantaba del sillón en silencio y se iba a ver si Jacinta tenía lista la comida o si había hecho las tortillas. Yo le preguntaba, pero nunca había pensado en mamá como hoy, ni en sus raros tejidos. Desde que la oí hablar y entendí sus palabras, sólo dijo eso, pecado, penas del infierno, malo. . . y después, como si ella nunca hubiera entrado en el círculo mágico de la carne preñada de placeres, pronunciaba únicamente palabras cotidianas: chorizo, picadillo, tamal, frijoles, limpieza, hacer la colada, regar las brincaperbincas y los claveles, tejer. “Tengo que tejer. Tengo que terminar estos escarpines”. Cuando dice “tengo”, una lápida se posa sobre su ser, enterrándole todo lo que ha parecido vivo mientras remueve la olla de verduras o la masa del tamal.

Cuando escucha una canción de amor, o el gorjeo de un yigüirro, se agita de pronto dentro de ella, —o me parece que se agita— algo que me recuerda el círculo mágico de mis primas... como si se le entreabrieran por dentro puertas de un paraíso insospechado. Pero sigue después hablando de lo mismo, como si la vida fuera rutina y quehacer cotidiano. Papá acepta impasible su charla. No es charla, no. Hilvana palabras que parecen charla, pero no lo es. Lo extraño es que cada palabra suya es como si llevara en la boca la cosa que nombra. “Dejala en su mundo, Abelardo, que elija es feliz así, en su fácil mundo de mujer. Veinticinco años de casados y ni una queja, ni un reproche. Es feliz tejiendo. Es feliz entre los cachivaches de la cocina, arreglando ramos de flores, cambiando lugar a los muebles. Si nuestro mundo de hombres fuera como el de ellas, todo sería lecho de rosas. Mirá, mirá mis canas de estar doblado frente al escritorio”.

Mamá no tiene canas, pero en sus ojos parece que llevara una lápida que le sepulta la vida por dentro. En las mañanas, al levantarse, tiene en la tez una rara humedad, como si el rocío de la noche le regara los leves surcos que ya comienzan a delinearse alrededor de sus ojos. Ni una cana. El cabello limpio, reluciente, castaño rojizo, recogido en elegante moño. Mientras no habla de todo eso cotidiano (“traé la ensalada de papas, Jacinta”), se diría una figura imperial salida de un lienzo de museo. Pero al ir pronunciando las cosas cada día con su voz simple (“el pozol salió sabroso”), con el canturreo de su pueblo, su piel se vuelve de materia vil, despreciable; dan ganas de taparse los oídos para seguir viéndola imperial y bella. ¿Por qué diantres no sale de su plátano, repollo, picadillo, verdolagas…? ¡Ay mamá, mamá! ¡Cuántas vergüenzas he pasado cuando vienen mis amigos y ella que si los tomares se pudrieron y las vainicas están tiernas, delante de ellos. Ellos me miran, se encogen de hombros sin comprender la simplicidad de su mundo y siguen hablándome de todo lo que ella la hace encogerse de hombros con desdén!

La fiesta hoy, ¿para qué? ¿Por qué me inquieta así? Una fiesta más, como todas. La bola de náusea la tengo en la garganta. ¿Podrán caberle más tejidos al cuarto de los tejidos de mamá? ¿Pensará continuar ahí en la ventana, lana blanca, lana blanca, lana blanca? Las noches de ópera en el Teatro Nacional, absorbida por el fulgor de todas las arañas. Bailar hasta dejar los zapatos destrozados v llevar un par nuevo cada noche para acabarlo... ¿cuándo dijo ella eso? No, ella nunca dijo eso. Lo soñé yo en uno de esos sueños de niño que se confunden fácilmente con la realidad. “Y el carnet mío siempre daba envidia a las otras. Todos querían bailar conmigo". Vaga sensación de haberlo oído de sus labios. Quizás no fue ella. Alguien, alguna de esas viejas vanas que viene a visitarla y habla hasta por los codos. Lana blanca, cocina —náuseas, náuseas— es su mundo, pequeño, ínfimo, del que nunca saldrá. Pobrecilla. Como abuelita y como todas las mujeres, sin alas para volar a infinitos horizontes, sin sueños para vencer... ¡Bah!, estupideces. Si es absurdo hasta lo del cuarto de los tejidos. Esa mujercita frágil que tiene consistencia de sombra por lo vacía que está por dentro . . . ¡Qué tonterías se me ocurren!

Tibia y vibrante es la piel de Charito contra mis muslos, pero se me escabulle como un pez vivo —¡es tan tierna apretada contra mí, palpitando toda de ardor sin fin y protegiendo su bella virginidad pervertida! Las penas del infierno, malo, sólo eso diferente dijo una vez, porque ella no puede comprender lo que pasa por Charo cuando roza su piel con la mía y podemos estremecernos hasta el infinito. Mamá no sabe nada de eso. ¿Lo habrá sentido alguna vez con papá. . . con alguien? Imposible, ella es diferente, como si no viviera más que para la lana blanca y la cocina. Raro. Cuando el profesor de historia hablaba de la dictadura de los Tinoco, sus orgías y locuras, ella, mamá, estaba ahí en mi imaginación, pizpireta y risueña, peinada de colochos, luciendo amplios escotes, “y a mí también me quiso seducir Pelico Tinoco, pero yo...” ¡Es absurdo! No es tan vieja y además es mi madre, que sólo sabe decir...

Hora de la fiesta. Entran los invitados y poco a poco la impostura, la mentira, el chisme se van solidificando entre los espacios libres que dejan sus cuerpos. Risa, palabras, abrazos, besos, han perdido su esencia y realidad. Paso todo ese rato agobiado —náuseas, más náuseas— y con temor de que mamá comience a llenarse la boca de plátano, picadillo, pozol, tamal. ¡Tan bella como está toda de negro que hace resaltar lo rojizo de su cabellera! Imperial como nunca. “Pero que no hable, que continúe sin tocar la esencia de lo cotidiano.

¿Qué? ¿Qué dicen? ¿Qué ella va a hacer un anuncio en público? Todos la miran. Papá está atónito. Esto es una pesadilla. Ella nunca habla así, en público. Entre esta gente-buitre-come-entrañas, ¿cómo se le ocurre quedar en ridículo? ¡Mamá, por Dios! ¿Por qué se tomó ese traguito, si usted no puede tomar, la atolondra el licor. Venga conmigo. No, yo quiero decir a todos mis amigos algo importante. Dejame, Abelardo, y decile a tu papá que no he tomado ni medio trago. Mamá, viejita, por lo que más quiera, cállese.”

Se subió a un taburete y majestuosa, autoritaria, los hizo callar a todos. Tenía el más maravilloso gesto imperial. Si pudiera quedarse así para siempre y no dijera...

Amigos muy queridos, los que nos han acompañado durante estos veinticinco años de matrimonio, hoy quiero sincerarme con ustedes por primera vez. ¿Como celebrar hoy nuestros veinticinco años de matrimonio, nuestras bodas de plata, sin que comparta con ustedes mi felicidad? (¿Dijo mi felicidad, así, subrayando el mi? ¿Y la de papá? Está borracha. No acostumbra beber champán que se sube en un santiamén.)

¿Saben ustedes lo que han sido estos veinticinco años de mi vida al lado de un hombre egoísta, cruel, necio y lascivo? (¡Loca, está loca, borracha, el champán, qué cosas dice!) ¿Saben ustedes las noches de insomnio y los días de agotador trabajo que he vivido yo al lado suyo? (Sueño. Pesadilla, Esto no lo está diciendo ella, no sabe ni supo nunca expresar nada. Está borracha. Que la Saquen de ahí.) No, yo no voy a contar todas y cada una de las lágrimas de estos veinticinco años. ¿Qué murmuran tanto ustedes ahí abajo? Sólo les vov a contar por qué estoy contenta y feliz hoy. ¿Por qué celebro estos veinticinco años? Ya mi hijo Abelardo está crecido y no me necesita. Y mi marido... tampoco. Hoy lo que celebro es mi libertad. ¿Han visto un reo después de cumplir su condena y recuperar la libertad? Ese reo soy yo. (No puedo más, se me desploma la casa encima...) Hoy quiero anunciarles que me declaro libre del yugo del matrimonio, libre para disponer de mi tiempo como me dé la gana. Voy a darme el gusto de viajar por todo, el mundo. No más esos viajecillos a las Playas del Coco, ni a Limón, ni a Puntarenas, donde él me llevaba mientras paseaba con sus queridas por Acapulco, Capri y Biarritz. (¡Loca, loca, loca...!) Lo mejor de hoy, es poder romper para siempre un silencio de veinticinco años que estaba ya haciéndose gusanera. Bebamos, amigos, por la libertad que hoy es mi dicha y la de mi ex-marido también... (¡Papá, pobre papá, qué vergüenza!) Porque, ¿verdad, querido, que es un alivio que lo haya dicho yo y no vos? Así yo fui la del escándalo y vos quedás como siempre, muy bien ante todos. Como de costumbre. Brindemos contentos, sin rencores ni odios, contentos como los buenos amigos que hemos sido siempre.

La sensación de atmósfera irreal que me había perseguido desde la mañana, cobró tal fuerza que yo me creía víctima de los muchos martinis que me había tomado. Volví a tener la impresión extraña de que había distancias sagradas entre las cosas y yo; esas cosas mate- riales que antes palpaba sin apenas percibirlo, desaparecían ahora de mi vista, se resistían al tacto, resbalaban a la nada, desaparecían en una horrenda pesadilla.

Mamá estaba sobre el taburete, seguía hablando. Fue entonces cuando me di cuenta de que su bello traje negro tenía un escote muy provocativo. Su cuello, —nunca lo había pensado— es firme y fresco como el de Charito y todavía excita… No, ¡qué cosas se me ocurren, es mi madre! Ríe, ríe, ríe con lujuria con ese hombre canoso y atractivo, se miran hundiendo la mirada uno en otro y cuántas cosas, cuántas cosas que yo no puedo ni adivinar. se dicen los dos. Los martinis... estoy borracho. Ella, papá, veinticinco años, el aniversario, ese hombre: el Dr. Garcés. sí, es el Dr. Garcés, el que la atendió en su larga enfermedad. La salvó entonces de la muerte... ahora la salva de ... penas del infierno... mala, es mala como todas las mujeres... Se hablan con los ojos... ¿Y papá? Los martinis, ¡joeputa!, tienen la culpa de todo. Ni sé quién soy.

Ella no puede, —no debe— romper el rito monótono del picadillo, el tamal, la yuca... las penas del infierno... que siga tejiendo junto a la ventana. Yo le compraré toda la lana blanca para que cierre totalmente ese escote pecaminoso y para que no tenga tiempo de mirar así al doctor Garcés. Ella nació para eso.

Aún me queda un resto de vida para gozarla, un resto de vida sólo para mí. ¿Por qué no ahora que todavía es tiempo? Ya pasaron los tiempos de la esclavitud. (Las penas del infierno. Es mala. Mira al Dr. Garcés como Charito me mira cuando la carne está saturada de nosotros. Ella también, mi mamá, limpia, pura, tejedora incansable de inutilidades. El infierno. El infierno es esta tortura de hoy, no el río, ni los brazos de Charito y de Laura. . . Yo creía. . . ¡qué cabronada! Todo fue más irreal cuando ella comenzó a sacar las prendas que llevaba tejidas, lana blanca, blanca, blanca, y las fue repartiendo entre los invitados. Sucedió lo imprevisto: todos se dejaron llevar de su embriaguez y se fueron vistiendo las prendas que les tocó hasta quedar locamente disfrazados de lana blanca, blanca, blanca. Crecieron de tamaño entre tanta lana, y todos al brillo de las luces, se fundieron en una masa blanca de múltiples brazos y piernas que chillaba en loca algarabía de libertad y lujuria.

 


 

[1]          Transcripción y notas por Yordan Arroyo Carvajal. [Se presenta el texto sin corrección de erratas del original]. Este documento, en sus notas, presenta algunos cambios que no se tienen en el segundo número completo de esta revista. 

 

Cabe mencionar el trabajo publicado, también en este número, de la doctora Elina Miranda Cancela sobre lo que denomino la segunda Penélope en la literatura costarricense, texto a cargo de Emilia Macaya Trejos. Es necesario especificar que el estudio de Miranda Cancela se presentó en el “Coloquio internacional Ciclos de vida, edades y generaciones de mujeres en la cultura latinoamericana y caribeña”, Casa de las Américas, febrero, 2003. Sin embargo, no se publicó hasta ahora.

 

“Penélope en sus bodas de plata” ha sido uno de los textos más recibidos por la crítica literaria costarricense e incluso, ha trascendido en el ámbito hispanoamericano. Sin embargo, tiende a existir dificultad para obtenerlo en espacios digitales. Por último, debido a que se desconocen los siguientes datos o suelen omitirse, y con el afán de comprobar un adelante mayor a su época, cabe destacar que, aunque este relato aparece por primera vez, como publicación física en el libro Mujeres y agonías (1982), ya se encontraba publicado en revistas, primero en Houston [sitio donde laboró como docente universitaria], 1974, e igual, en los setenta, época de ruptura en la literatura escrita por mujeres centroamericanas, cabe destacar sus versiones al francés en la revista Fer de Lanca, Cannes, N° 101-102, y en inglés en Five Women Writers of Costa Rica, Ed. V. Urbano, Lamar U. Press, 1978, donde destaca la labor de Victoria Urbano Pérez como migrante encargada de difundir las letras de mujeres costarricenses en diferentes espacios.

 


 

Rima de Vallbona: Nació en San José, Costa Rica, donde realizó estudios y se graduó de Licenciada en Filosofía y Letras por la Universidad de Costa Rica. Además, recibió un diploma de “Profesora de Francés en el Extranjero” de La Sorbona, Francia, y un “Diploma en Filología Hispánica”, de la Universidad de Salamanca, España. A partir de 1956 estableció su residencia en los EE.UU., donde se casó con el Dr. Carlos Vallbona y adquirió la ciudadanía norteamericana. Después, en ese país recibió el Doctorado en Lenguas Modernas en Middlebury College (Vermont).

Ha publicado cuatro libros relacionados con el rescate de escritoras hispanas, entre los que cuentan Vida i sucesos de la Monja Alférez, La narrativa de Yolanda Oreamuno, La palabra innumerable: Eunice Odio ante la crítica. Como narradora ha publicado tres novelas y ocho colecciones de cuentos; entre éstos están Mujeres y agonías, Tejedoras de sueños vs. Realidad, Cosecha de pecadores y A la deriva del tiempo y de la historia.

Entre sus premios están el nacional de novela “Aquileo J. Echeverría”, el “Jorge Luis Borges” de cuento (Argentina), y el “Agripina Montes del Valle” de novela (Colombia). Además fue condecorada por el Rey Juan Carlos de España con la medalla del servicio civil por su labor cultural.

 

CURADURÍA: Yordan Arroyo (Costa Rica)