DIEGO QUINTERO MARTINS | REVISTA AJKÖ KI No 3

DIEGO QUINTERO MARTINS | REVISTA AJKÖ KI No 3

 

 

 

CARNE

 

Imagínelo: es invierno y usted sale en busca de Xun para que vayan a deslizarse por las colinas aledañas al complejo de edificios donde los dos residen, y llega al apartamento de su amigo justo a tiempo para la hora del té. Después de agradecerle a la señora Huey la hospitalidad, mira a Xun vestirse con las capas de ropa necesarias para no morirse de frío en esa región tan cercana al Ártico. Afuera, el chino pequeño y gordo le menciona algo sobre unos somalíes. Usted lo calma diciéndole que esté tranquilo, que estando juntos; es decir, estando él con usted, no habrá problemas (ha visto demasiadas veces Duro de matar y se cree un Bruce Willis cholo). Recorren la calle tirándose bolas de nieve que, por acuerdo mutuo, deben ser blancas y suaves (no valía la bola orinada ni la bola con hielo). Usted, como siempre, se aprovecha de la inocencia del chinito y le hace trampa; lo hace probar los restos congelados de cualquier perro.

El paraje se les manifiesta como una gran capa de blanco bajo el domo gris del cielo. Ni usted ni Xun conocen o recuerdan sus países natales, de alguna manera son autóctonos de ese clima y algún día lo extrañarán. Él tal vez llegue a ser intérprete de piano debido a ese régimen de práctica de seis horas diarias impuesto por sus padres. Usted, por otra parte, sueña con ser escritor o artista, sin saber muy bien qué hacen esos tipos; a duras penas sabe leer o escribir, aunque tiene cierto talento para dibujar patos. En todo caso, se la pasan haciendo planes para formar un grupo de rock o salsa o reggae: les da igual. Para ustedes lo único importante es ser famosos y no unos carajitos de siete años migrantes en el país más caucásico del planeta; la fama como forma de anonimato.

Cruzan avenidas, calles e intersecciones vacías de esa ciudad fantasma que era la Uppsala de los noventa, la capital designada del aburrimiento. En ese mundo ustedes no quieren ni desean, simplemente son; se mueven desplazados en el tiempo. Alrededor, las ventanas se abren en las fachadas de las torres como si estas fueran un cubo Rubik a medio hacer. Esto siempre le deja una sensación parecida a la de arrojar una piedra a un pozo vacío. Durante el verano dicho efecto merma cuando hay tiempo para jugar futbol, ir de campamento, andar en bicicleta, cuando los primeros destellos de su futura depresión se esfumaban con relativa facilidad.

Atraviesan el túnel bajo la autopista 55-Råby en el borde oeste de Kvarngärdet. Al otro lado, la vista sigue igual: si acaso ven más árboles y arbustos en el horizonte. Xun, siempre unos pasos detrás suyo, comienza a jadear, su físico resiente la distancia recorrida. No le extraña el robo que sufrió en manos de los somalíes, eso los diferencia; él no termina de adaptarse física y psicológicamente al lugar, mientras que usted hace alarde de su maleabilidad; entiende la importancia de volverse otro, transformarse según las circunstancias. Al final de cuentas, usted es un sobreviviente.

En el Kapellgärdesparke encuentran otros chicos, de lejos parecen suecos o europeos. Los mira bajar una de las pendientes con un Xun callado a su lado. Le entrega el deslizador y se coloca en la cima para tener una visión general de la zona compuesta por varios montículos de diferentes alturas. El gordo hace una pequeña carrera lanzándose en forma horizontal colina abajo, generando una cantidad razonable de momentum. Esto probablemente será cierto las dos primeras veces, mientras conserve energía. Se quita los guantes y siente la nieve sobre la piel desnuda. Cuenta cuánto tiempo le toma comenzar a quemarse: un Misisipi, dos Misisipis, tres Misisipis, cuatro Misisipis. Entonces la mano le arde, de forma tenue, pero lo hace. Ve al chinito regresar con pasos algo torpes debido al espesor de la nieve y lo inclinado del terreno. Usted se ríe a expensas de la dignidad de su amigo.

—¡Vamos, Xun, vamos! —grita haciéndole chota.

El gordo considera la mitad del camino el nuevo punto de salida y esta vez llega a alcanzar el bosque que cerca la zona. Le parece distinguir tres o cuatro figuras acercándosele.

Pasan los años y regresa a su país. Aprende otro idioma, los manierismos específicos del español de Costa Rica, aun así ustedea con particular énfasis como un pequeño acto de rebeldía, como para declarar su pertenencia formal a la nada. Comienza a hacer nuevos amigos, a protegerse mediante el encanto falso de los sociópatas. Tiene encuentros sexuales con algunas mujeres, algunos hombres inclusive, sin perdurar en ninguna relación. En el colegio la lectura se vuelve un vicio y escribe sus primeros cuentos. Van de mujeres etéreas, mujeres flotantes contra la noche o bajo la noche. Luego, con el tiempo, escribe horror cósmico y tratados de filosofía aceleracionista. Conoce a Erick, quien se vuelve su mejor amigo. Con él comparte tesis ideológicas, defectos de carácter. Ingresan juntos a la universidad para estudiar literatura y filosofía. Usted nunca asiste a clases y se aburre con facilidad de la endogamia académica. Eventualmente publica un libro titulado El apocalipsis fue ayer sin mucho éxito. Crece, cambia, encaja.

Una noche sale junto a Erick a celebrar su cumpleaños número treinta con la idea de regresarse temprano debido a lo pesado de las resacas durante el último par de años. De todas maneras compra dos paquetes de cigarros a fin de que alcancen para la jornada, más allá de lo larga o corta que sea. Se sientan en el rincón más distante de la barra y ordenan de forma recatada. Escogieron un lugar acogedor al oeste de Heredia, una de esas cantinas viejas aún existentes en la provincia: esos rescoldos de su pasado rural y cafetalero. Intercambian historias, cada una más ficcional y autocomplaciente que la anterior. Las plagan de ambigüedades para no evidenciar su insinceridad. Las horas se concatenan.

Los somalíes llevaban un tiempo rondando el complejo de edificios, el chino se lo había advertido. Ahora los tienen prensados contra el suelo, usted intenta soltarse pero lo superan en peso y altura; la pubertad tiende a marcar diferencia en la constitución de los cuerpos. Hablan el sueco con acento, si acaso llevarán dos años de haber llegado al país escapando del conflicto (¿Cuál? Cualquiera, en Suecia alguien siempre va o viene de una guerra, por más neutrales y cáusticos que sean sus días). Usted da el deslizador por perdido, en todo caso es el menor de sus problemas; los somalíes eran famosos en la zona por quitar con saña, con paliza incluida. Deciden jugar con ustedes, el líder ordena ponerlos de pie mientras forman un círculo a su alrededor.

—La ley del más fuerte —dice—. El que quiera irse para la casa medio vivo tiene que ganar. El otro se lleva una tunda de su amigo y de nosotros.

El gordo comienza a llorar, casi por impotencia, como maldiciendo el hecho de tener tan mala suerte. Usted no llora, usted cierra el puño y actúa: recta a la boca del estómago. Cuando el gordo cae lo comienza a patear entre alaridos, aullidos de lobos salvajes en medio de la tundra. Por alguna razón, los golpes duelen más durante los inviernos.

Falta un cuarto para la primera hora de la madrugada y comienza a lloviznar. «Orvalho» piensa, recordando el término portugués apropiado para dicha situación. Erick camina a su lado algo triste, algo melancólico a pesar de tener una vida decente, aceptable bajo cualquier estándar. Es un mal compartido, el punto de unión más fuerte de su amistad, dos tipos que desean, extrañan e idealizan sin ningún motivo aparente. Recorren la ciudad sin hablarse y la noche profundiza sin dar explicaciones. Una frase como «tres décadas sobre la tierra» equivale a decir «persistencia» o «da igual». Usted ha vivido en cinco países distribuidos en cuatro continentes diferentes para terminar en uno tropical, húmedo e imposible. Da igual. En algún punto del camino Erick se despide con un abrazo para desviarse hacia el sur donde está su casa. Usted, por otra parte, se enrumba al norte. La lluvia se intensifica, pero no tiene frío.

(En: La parte carnosa de una luciérnaga, 2022).

 


 

TODAS LAS VARIACIONES DE UN CRIMEN

 

1

 

El detective Helder resuelve el caso. El culpable no es la femme fatale ni el tío abuelo de la femme fatale ni el amante de la femme fatale. El culpable es un delincuente sin clase. Los primeros tres disparos fueron por nerviosismo los otros tres por frustración. La víctima —el esposo de la femme fatale— no traía efectivo y opuso resistencia. Murió ausente de lo literario como muere la mayoría de personas. Murió frágil y desesperado. Helder halló el homicida al agotar los sospechosos usuales del género. Después de entregarlo viajó a Singapur sin un motivo aparente.

 

2

 

El autor pretende trabajar el relato desde el lenguaje sugerente. Tiene sentido en tanto inició su carrera literaria como poeta. Ninguna línea isotópica es permitida en lo recurrente del sofisma: el diente roto contra la praxis, la noche —sí, la nuestra, hermanos— caníbal. Un yo lírico justifica la falta de líneas argumentativas. El crimen es un monumento zanjado contra la garganta. Las cuerdas vocales soplan, no, silban como fetiche del victimario. Los coyotes también aúllan. Una biblia se parte en el mejor salmo, el escape, el disparo sordo, nuestro credo.

 

3

 

Esta versión apaga como una luz tenue, la briza después del huracán. El detective recorre las calles de una metrópolis soñada. Invoca el último capítulo de una serie. El autor sabe cuándo termina un personaje. Helder sospecha una nuca abierta de plomo, una muerte alejada de lo dramático. Irse tranquilo. Fluctúa como su ascendencia. Llueven amapolas, llueven amapolas y él camina. ¿Quién escribió una ciudad de avenidas tan pequeñas? ¿Quién decide límites desde la mirada de un género? Mi detective se reivindica en el problema. Disloca su cuerpo entre las habitaciones de la máquina de pétalos. Un esqueleto sinuoso en la bruma. Recorre los adoquines para reconocerse en el braille de una tradición. El final patente en su linaje; el nuestro, el anterior al nuestro. La noche es expropiada de sentidos. Tan kármika, tan flecha antediluviana: romper en ondas. Lo espero donde el puerto reconoce un océano, donde el hijo se bautiza ante el padre.

 

4

 

Ahora el criminal es un tipo espectral, nadie sabe cómo se llama ni cómo ejecuta sus asesinatos. Repta por las ciudades y los campos, muchas veces cruza el mar para decir: —Estoy aquí, todavía soy relevante. —Es una fuerza de la naturaleza tan antigua como el tiempo. Un non sequitur. Alcanza a sus víctimas en cualquier lugar, en cualquier momento. Nadie es capaz de escaparse de su brazo largo y sutil; mecánico algunas veces, visceral otras. Precisamente uno mira el espejo para verlo silencioso antes del ataque. Uno lo mira con esa cara tan suya.

 

5

 

Helder comprende lo inútil; esa locura imbécil en los libros, la abierta tiranía cuando le asignan casos. Sueña algún día rebelarse ante la lluvia. De pronto usted logra un personaje pero este no lo reconoce. Tampoco quiere ser reconocido. Comienza de nuevo: Helder comprende lo inútil, esa locura imbécil en los libros, la abierta tiranía cuando le asignan casos.

 

(En: La parte carnosa de una luciérnaga, 2022).

 

 


 

Diego Quintero Martins (Taskent, Uzbekistán, 1990): Es autor de Estación Baudelaire (Ediciones Espiral, 2015), Taskent soledad ultra (Ediciones Espiral, 2017, y Ediciones Liliputienses, 2019) y La parte carnosa de una luciérnaga (Editorial Costa Rica, 2022).

 

CURADURÍA:  Yordan Arroyo (Costa Rica).