El Caballero de los Nervios de Hierro
que quería morir y
el Soldado Negro al que espantó la Muerte
De: El genio maligno
(San José: Editorial Costa Rica, 1990)
Había una vez un guerrero que se encontró a un niño hambriento. Como tenía las manos vacías no le dio nada y siguió la senda que elegía su cabalgadura. Este soldado mereció el nombre de Caballero de los Nervios de Hierro por su coraje y vigor, e incluso por su magnanimidad con los adversarios caídos. Aquel verano había tocado a su fin la Guerra de los Quince Años. Cuando el Caballero de los Nervios de Hierro estuvo de baja y ya no le servía a ningún señor de la guerra, caminaba por el mundo sin proyectos. De la noche a la mañana se vio sin tener a dónde ir, pues a los suyos les habían dado muerte otros hombres como él, aunque menos generosos. Vagaba así por la senda triste que elegía su cabalgadura cuando se encontró al niño al que no le pudo obsequiar nada.
El niño lo miró, y al mirarlo le brillaron los ojos en el silencio.
Más adelante un anciano le pidió pan al Caballero de los Nervios de Hierro. Pero el Caballero de los Nervios de Hierro tampoco a éste le dio nada. La cabalgadura siguió su paso triste. Al anciano le brillaron los ojos en el silencio.
Se encontró luego el Caballero de los Nervios de Hierro con una vieja moribunda. La vieja le pidió compañía para no morir en soledad. El Caballero de los Nervios de Hierro tuvo compasión, se apeó y se quedó a su lado mientras moría y se acababa la noche. La Muerte llegó al amanecer, pero antes de morir, le brillaron los ojos a la vieja por última vez, y le dijo al Caballero de los Nervios de Hierro:
«Toma estos dados y este saco negro. Con los dados ganarás siempre. En el saco negro harás entrar lo que te venga en gana. Acepta también este palo, el cual le dará una paliza a quien tú digas».
La mujer habló con un brillo postrero en los ojos y murió al despuntar la aurora.
El Caballero de los Nervios de Hierro le dio sepultura. Estaba triste, pero tenía esperanzas. Siguió su ruta imprecisa. Pensaba en los largos años de guerra y en los objetos maravillosos que llevaba.
Bordeando un lago, vio a tres águilas en el cielo.
—No eran águilas. Eran patos. Y nadaban en un río —exclamó el maestro.
—No me interrumpas —gritó Diógenes.
—Así es, cállate—dijo el Genio Aldebarán, colérico—, no interrumpas.
—¿Qué dices, Genio? Tú no puedes hablar con el maestro, nadie puede, salvo Diógenes: un ser de ficción sólo habla con otro ser de ficción.
—Bah, Perropinto, los cuentos son como los sueños: se repiten siempre de manera distinta… pero vamos, ¿no me dijiste que habías escuchado tú mismo a Diógenes contando esta historia?
—Fue otra de mis invenciones. Debes recordar que es Diógenes y no el maestro quien relata la historia del Caballero. Los personajes tienen sus derechos, no lo olvides, Genio.
—Sigue, sigue, Perropinto, aunque no estemos seguros de quién narra y quién interrumpe ni con quién no puedo hablar, pues lo que interesa es el relato y no el narrador.
—¿Tú crees?
El Caballero de los Nervios de Hierro sentía mucha hambre, hambre de guerra. Gritó: «Al saco negro, patos». Y los tres patos entraron en el saco negro.
Con su hermoso fardo a cuestas, sobre la grupa del caballo, hurgó en la distancia, buscó un pueblo, en el pueblo una fonda, en la fonda una mesa, en la mesa una silla y desde ahí le dijo al fondero:
«Ten estos tres tristes patos: guísame uno y dame vino. Puedes quedarte con los otros dos a cambio del servicio».
Mientras comía, oyó hablar a los huéspedes de una mansión con las ventanas cerradas. Preguntó, y le dijeron que era la casa de los demonios. Le dijeron también que quien se atreviese a cruzar el jardín, como lo habían hecho ya algunos aventureros, perecería. Esa triste morada había conocido mejores inquilinos en otra época. Sus patios se embriagaban día y noche a causa de fiestas libertinas. Había torneos. Bajo los aleros se asaban cerdos en parrillas. El vino corría. Danzaban las mujeres para avivar los sentidos de los hombres y danzaban los hombres, porque así creían seducir a las mujeres. Pero aquel tiempo feliz sucumbió. Ahora solo llegan los demonios, le dijeron al Caballero de los Nervios de Hierro: los visitantes subterráneos se congregan en la mansión todas las noches para divertirse, cantan y ríen como acostumbran reír los demonios en las noches de luna, se relatan historias vulgares sobre los hombres y sobre las mujeres y comen carne de pecador. Al desvanecerse las primeras estrellas, poco antes de salir el sol, se limpian los dientes con espinas y escupen el suelo. Muchos guerreros valerosos pretendieron ahuyentarlos, pero acabaron en la parrilla, aromatizados con vino y especias dulces que, como es bien sabido, son las preferidas de los demonios.
El Caballero de los Nervios de Hierro sintió grandes deseos de aproximarse.
—Igual que tú, Perropinto, cuando te acercaste a mi botella.
—¡Bah! ¿Qué sabe un Genio sobre los deseos de un perro?
—No te interrumpas, perro, sigue contando tu cuento.
Al día siguiente, después de un buen reposo, el Caballero de los Nervios de Hierro corrió a buscar al señor de la casa encantada y le pidió permiso para echar a los demonios.
El señor le respondió:
«Antes que tú, muchos otros vinieron a pedir mi autorización, y yo les di consejos y les anuncié la muerte y el sufrimiento, les di la libertad de ir o de no hacerlo: ninguno regresó».
El Caballero de los Nervios de Hierro quiso hacer lo suyo y se fue esa noche a la casa encantada. Los jardines estaban arruinados; los rosales, secos. Había huesos amontonados por todas partes. En las alcobas y corredores campeaba la más extraña desolación. El Caballero de los Nervios de Hierro se sentó a esperar junto a la chimenea, sin miedo.
—Tenía miedo, sí tenía miedo, por supuesto que tenía miedo, es necesario que fuera así, es lógico, se sigue del contexto —dijo el maestro.
—¡Pues no tenía miedo, porque así lo dice el narrador! ¡Y basta ya de interrumpir! —chilló el Genio Aldebarán, interviniendo en el cuento, irritado.
A medianoche empezó el escándalo. Entraron ciento treinta y siete demonios y ciento treinta y siete demonias, y se pusieron a jugar a la gallina ciega. Enseguida, mientras bailaban, repitieron historias obscenas sobre hombres perversos y santas mujeres, chillaron cantando poemas líricos que alternaban con canciones patrióticas. Eran diablos de toda especie y color: unos tenían rabos peludos; otros caminaban con patas de elefante; los de ojos en las nalgas se volvían el trasero para hablarse; los que tenían dientes en los codos hacían gestos muy raros al comer; unos eran flacos y les colgaban lombrices del pelo; otros eran rubios y gordos con cara de sapo y flotaban pues no tenían brazos, y lo hacían todo con los pies; los más jóvenes portaban alas desplumadas, tal vez de papel; los más viejos se reían de tal manera que no se podría encontrar a otro diablo que se riera así; de vez en cuando se les caían los dientes que agarraban en el aire con su larga lengua de flores de amapola.
Hubo un silencio cuando alguien señaló al Caballero de los Nervios de Hierro junto a la chimenea y, sin mostrar signos de sorpresa, le dijeron:
«Oye tú, ¿estás listo para la parrilla? Tenemos hambre».
El Caballero de los Nervios de Hierro sacó los dados que le había obsequiado la mujer y les dijo:
«¿Quieren jugar los señores demonios? Tengo dados preciosos, no están cargados».
Tres Diablos verdes interrumpieron su coito de nostalgia para revisar los dados, lanzarlos, morderlos, remojarlos en orines de diabla enamorada, y darles su beneplácito.
El pandemonio se echó al suelo y apostó.
Y apostaron tanto los ciento treinta y siete demonios y las ciento treinta y siete demonias que, en un santiamén, vaciaron las arcas del infierno. El Caballero de los Nervios de Hierro ganó, lo ganó todo, y al príncipe de las tinieblas mismo no le quedaron monedas ni para seducir al más sarnoso de los miserables que gastan calles por el mundo.
Cuando los perdedores se vieron en la calle sin oro, sin suerte en el juego, con hambre y deshonrados, empezaron a saltar y a gruñir de rabia y a gritar que había llegado la hora de comerse a aquel retador triunfante. Ya estaba un diablillo ponzoñoso mordiéndole la pierna cuando el Caballero de los Nervios de Hierro dijo: «¡Al saco negro, demonios!» Y entonces fue imposible resistirse y todos los diablos del infierno entraron en el saco negro, chillando como gatos en celo. El Caballero de los Nervios de Hierro le ordenó al palo que les diera una buena paliza. El palo los aporreó el resto de la noche y parte de la mañana. Los berrinches partían el alma, pero el hombre que los había retado no se apiadó hasta la recapitulación final y el juramento: los diablos se irían de ahí, le temerían, le servirían por los siglos venideros e incluso lo atenderían, como atienden las señoras refinadas, cuando los honrara con su presencia. Al último en salir lo agarró de una pata y, mostrándole el palo, le dijo: «prométeme que vendrás cada vez que te llame; si no me lo prometes, te haré apalear de nuevo». «Te lo prometo», contestó el otro, temblando de agrura y temiendo el palo y el mal de ojo.
—¡Mentiras y más mentiras! —dijo Diógenes—, no hay magia con la que un caballero pueda vencer de los demonios.
—En esta historia sí la hay: lo que un relato cuenta siempre es verdadero.
—Te diré además otra cosa, maestro: no era un saco negro lo que tenía el Caballero, no era un saco, sábelo de una vez: era un hueco negro, uno de esos huecos negros que comen estrellas en el firmamento.
—Ya lo creo, Diógenes —replicó el Genio Aldebarán, mezclándose en el relato—, sólo los demonios pueden salir de un hueco negro, nadie más, nada más.
El Caballero de los Nervios de Hierro se echó a dormir y durmió por horas a pierna suelta, hasta que lo despertaron voces lejanas, como venidas de los sueños: eran los emisarios del señor, el fondero y los vecinos que gritaban desde el jardín, convencidos de encontrar sólo huesos y basuras de la fiesta infernal. Cuando tuvieron noticias de lo ocurrido se estremecieron, se lo contaron al señor, y el señor, estremecido, llamó al Caballero de los Nervios de Hierro y lo invitó a quedarse a vivir en la casa.
El Caballero de los Nervios de Hierro, habiendo aceptado la oferta, encontró la calma del espíritu tan deseaba. Olvidó la guerra y pensó en la paz del porvenir.
Pero un día enfermó.
—Los hombres como él no enferman —volvió a interrumpir Diógenes.
—Sí enferman, perro tonto, este Caballero sí enferma, tiene que enfermar, algo debe suceder para que siga la historia.
El Caballero de los Nervios de Hierro fue debilitándose poco a poco. Cuando apenas se tenía en pie, recordó al Diablillo de la promesa, lo llamó y aquel llegó al instante, temblando de pavor. El Caballero de los Nervios de Hierro le dijo:
«Estoy enfermo. Cúrame».
El Diablillo sacó un espejo y preguntó:
«¿Qué ves en el espejo?»
«Me veo a mí mismo», respondió el Caballero de los Nervios de Hierro, «veo mi reflejo: estoy tendido en el lecho y la Muerte acaba de echarse a mis pies».
«Entonces estás a salvo», respondió el diablillo. «Si hubieses encontrado a la Muerte sobre tu cabeza, habría sido el fin. Ahora recuperarás la salud».
El Caballero de los Nervios de Hierro dijo:
«Dame el espejo y vete».
«Tómalo y no abuses», le respondió el diablillo, antes de salir volando, muy alegre por no haber recibido otra paliza.
La fama del guerrero que adivinaba el porvenir inmediato de los enfermos, auscultando su imagen reflejada en su espejo, se extendió por todas partes. El Caballero de los Nervios de Hierro iba y venía y predecía la muerte de los enfermos de todas las tierras. Ayudaba a los miserables a sonreírle al destino; y, a los infames, a sufrir la suerte postrera.
Un día enfermó su anfitrión. Llamó este al Caballero de los Nervios de Hierro y le preguntó:
«¿Qué será de mí?»
El Caballero de los Nervios de Hierro le tendió el espejo y le preguntó:
«¿Qué ves?»
«Veo a la Muerte sobre mi cabeza. ¿Qué significa esa imagen, soldado?, explícamelo».
Barruntando que su amigo moriría, el Caballero de los Nervios de Hierro palideció y no dijo nada.
«¿Por qué callas?», preguntó el señor.
«No hablaré, déjame cerrar la boca», respondió el guerrero pálido. Se retiró, pensativo, a su habitación. Tras largos y pesarosos pensamientos, invocó a la Muerte y le habló:
«Muerte, estoy cansado y triste, déjame trocar mi vida por la de mi señor». Dijo así, lo dijo tres veces seguidas. Caminó luego hasta donde yacía el señor y le preguntó:
«¿Qué ves?»
El señor dijo:
«Veo a la Muerte a mis pies, echada como un perro manso».
«Te salvarás», le contestó sonriendo el Caballero de los Nervios de Hierro. Abrazó al enfermo, que empezaba a recuperarse, y se fue a su habitación, sintiendo ya la debilidad de su derrumbe. Apenas pudo llegar a la cama, con paso incierto. Sin fuerzas, agónico, se miró al espejo y escrutó la imagen de la Muerte reflejada que le hacía señas sobre la cabeza. Con un esfuerzo extraño y último, el Caballero de los Nervios de Hierro tomó el saco que escondía debajo del colchón y exclamó gozoso:
«Muerte, ¡al saco negro!»
Al instante reconoció el triunfo de la salud, mientras la Muerte entraba al saco agitándose y silbando como una ventolera, y resonó un bullicio de huesos que se entrechocaban y se partían y se apretaban en la oscuridad insondable. El Caballero cogió el palo que escondía bajo el colchón y le ordenó apalear a la Muerte hasta hacerla polvo. La paliza duró toda aquella noche y el día siguiente y otra noche y otro día, hasta sumar siete veces siete jornadas de guerra a palos.
Después, buscando dónde guardar el saco con polvo de huesos, halló un clavo en la pared frente a su cama y lo colgó ahí, a la vista, para vigilarlo y dedicar la vida al goce de los deseos.
Pasó el tiempo, pasaron los meses, llegó la primavera, se fue un año y otro y otro más y rodaron los tiempos de los hombres y la Muerte seguía en el saco del Caballero de los Nervios de Hierro y nadie moría. Todos seguían viviendo, jóvenes y viejos, sin poder entregarse a la noche final. No había manera de morir, a pesar de que muchos anhelaban despedirse para siempre jamás de este mundo y de los suyos y hacer el viaje hacia la nada. Perpetuando su agonía, los moribundos no encontraban paz, ni siquiera en la guerra cuando los atravesaban los dardos. El soldado, que comprendió aquella desilusión general de los vivos, compartió las quejas contra el brusco cambio del destino. Una noche, con los nervios más duros que nunca, decidió liberar a la Muerte, aunque fuese el primero en morir. Se aproximó al saco negro y gritó:
«Muerte, puedes salir».
Del saco negro se desprendió una polvareda mugre, hubo remolinos, olió muy feo, los huesos tomaron forma, se acomodaron debajo de la calavera, uno por uno, y hasta alcanzó polvo para el capuchón y la guadaña, sin descontar las partículas que se llevó el viento y se precipitaron sobre los mapas de las naciones, donde poco a poco fue renaciendo la Muerte.
El Caballero de los Nervios de Hierro cayó en cama, dispuesto a la siega como cualquier espiga dorada y al viaje al silencio, pero la Muerte le dijo:
«Soldado, aun me duelen los huesos, aun me duele tu engaño, aun me dueles tú (mientras hablaba, los huecos de los ojos hacían guiños de sombras). Te voy a castigar: no te llevaré conmigo, esperarás en vano mi llegada, otros se irán, partirán los que sufren, pero tú sufrirás la desdicha de ser inmortal. Ahora te digo adiós y te cierro todas las puertas».
El Caballero de los Nervios de Hierro se entristeció una vez más en su vida. Como deseaba morir, hizo el viaje a los infiernos y, tras decenios de marcha, tocó a la puerta. Los centinelas le cerraron el paso con sus picas de serpientes en llamas.
«¿Quién eres?», preguntaron.
«Soy el Caballero de los Nervios de Hierro». Bastó aquel nombre para que los oídos se les arrugaran de miedo. Los diablos evocaron las palizas, lloraron, se mordieron entre sí, fueron y vinieron, trastornaron el desorden perfectísimo de los Infiernos y, al final, echaron cerrojo a las puertas, a las ventanas, e incluso a los ojos de buey, por donde cada mil años se colaban tres destellos del Paraíso. El Príncipe de las Tinieblas, Satán mismo, desde los rescoldos de su trono, con voz temblorosa, le gritó que jamás nunca le permitiría entrar en sus moradas. El Caballero de los Nervios de Hierro hizo un nuevo intento de cruzar el umbral ardiente, pero Satán se lo impidió otra vez.
«No entrarás», le dijo.
Y así fue por mucho tiempo.
El Caballero de los Nervios de Hierro, convencido de su fracaso, le pidió a Satán nueve ánimas que ofrecería al Cielo para que Dios Padre le permitiera el ingreso en las moradas de la redención. Lucifer accedió sonriente y solo cuando el hombre se fue con su pesadumbre a cuestas, respiró a fondo y exhaló el aire espeso que exhalan los diablos cuando están alegres.
El Caballero de los Nervios de Hierro siguió la ruta del Reino, flanqueado por nueve réprobos a los cuales les resultaba incomprensible el azar que los había arrancado a los castigos sin límite. Apenas hubo llegado, tocó a la Santa Puerta que sólo se abre para recibir a los bienaventurados.
«¿Quién toca a la Santa Puerta?», preguntó desde adentro una voz melodiosa, acompañada de arpas y arrullos de alba paloma.
«¿Quién toca a la Santa Puerta?»
«Soy el Caballero de los Nervios de Hierro. He redimido a nueve almas perdidas y se las traigo a Dios Padre como ofrenda».
Al instante cesaron los arrullos y los acordes melodiosos.
La voz celestial dijo:
«Que entren las ánimas, que entren todas, ¡pero no el soldado!», y fue la cólera de Dios quien habló.
El Caballero de los Nervios de Hierro urdió un plan maravilloso para salvarse. Le entregó a la última de las nueve almas el saco mágico que había albergado a los demonios y a la Muerte y le pidió que, cuando hubiese traspuesto el umbral del Reino, gritara «¡Al saco, soldado!» Aconteció, pues, que se abrió la Santa Puerta para que ingresasen las almas en cortejo, una tras otra (porque al Cielo hay que entrar despacio, sin alboroto y lleno de mansedumbre); conforme rozaban la sutil realidad del Paraíso, lo iban olvidando todo. El alma que llevaba el saco también se abandonó a la desmemoria absoluta y, desde luego, ya no supo nada de las órdenes del soldado, el cual esperó en vano su ingreso al Paraíso.
A partir de aquel día el triste Caballero de los Nervios de Hierro empezó a vagar sin acceso al Cielo ni al infierno, recorriendo todos los caminos, ya no para matar como en sus tiempos guerreros, sino con el único y ardiente propósito de encontrar una forma de morir.
Así vive, errante, con las pupilas dilatadas, hasta que llega a una casa perdida en las montañas, la casa de Samark, donde encuentra vagabundos y delincuentes que huyen o van de paso.
En la casa de Samark los viajeros matan la melancolía relatándose historias, inventándolas e incluso refiriendo la crónica de hechos verdaderos. Uno de ellos evoca la Historia del Soldado Negro que no quería morir.
El Caballero de los Nervios de Hierro escucha atento, vislumbrando algo, pues la historia, que prevé un desenlace en la casa de Samark, dice así:
El Soldado Negro deja el campo de batalla. Ha vencido. Los enemigos yacen decapitados. En el camino se cruza con la Muerte. El Guerrero, reconociéndola, se estremece de horror. La Muerte le ha hecho una señal. El Soldado Negro corre en busca del rey y le relata el encuentro. El señor le da su caballo y le dice que escape, que se esconda en la casa de Samark. Después llama a la Muerte y la increpa: «¿Por qué aterrorizas al mejor de mis soldados con tus muecas?» La Muerte le responde: «No pretendí asustarlo. Pero me ha sorprendido verlo aquí, pues nuestra cita es mañana en la casa de Samark».
En la casa de Samark los peregrinos, los vagabundos y los malhechores tiemblan.
Maestro
El Soldado Negro le teme al guiño de la muerte. El Caballero de los Nervios de Hierro quiere morir.
Diógenes
¿Por qué no intercambian su destino, zambulléndose uno en la historia del otro?
«¿Por qué no?», dijo el Perropinto, interrumpiendo el relato por última vez.
¿Por qué no?
En el instante en que el Soldado Negro va a encontrarse con la Muerte en la casa de Samark, se escuchan dos galopes, llegan dos caballos (el tercero, el de la Muerte, ya ha llegado), sobre uno cabalga el Soldado Negro, sobre el otro va el Caballero de los Nervios de Hierro. Los dos guerreros se miran, se reconocen: el rostro de inmortalidad no se puede confundir con el rostro pálido, con su tristeza profunda. Los dos hombres se miden, giran uno en torno del otro, como en los duelos, se envidian su suerte y entonces intercambian caballos, armaduras, emblemas y ese deseo del uno por morir y del otro por la vida. El Caballero de los Nervios de Hierro llega a la casa de Samark con la armadura negra, se entrega a la Muerte, que es ciega, y vence los infortunios de la inmortalidad. El Soldado Negro regresa al palacio de su rey y le dice: «Ya no les temo a las trampas de la Muerte. Alégrate conmigo».
El cielo y el infierno
De: La divina chusma
(San José: Uruk, 2011)
Dicen los monos viejos, el abuelo y los padres de mis abuelos, que cada animal se imagina el cielo y el infierno a su manera.
Los vampiros sueñan con un antro maravilloso en el reino de los cielos, sin luz malvada y noche eterna, donde las cabras manen sangre a su antojo. Con cuánto horror se representan el infierno, el jardín luminoso de sus pesadillas.
Las pulgas aspiran al cielo poblado de perros sin pezuñas. Los perros, al contrario, se anticipan un reino infernal lleno de pulgas.
Las moscas tiemblan frente a la telaraña perpetua, mientras las arañas solo ven moscas apetitosas en el cielo.
Cuán ignorante es el reino animal. Cada cual se equivoca a su manera. Les diré la verdad: el cielo consiste en vivir con tus congéneres. Y el infierno también. Los escorpiones lo sabemos.
La dicha perdida de las monedas
De: Artefactos
(San José: Uruk, 2016)
Antes nos hacían de oro. Relumbrábamos. Éramos apetecibles. Nos cuidaban más que a la niña de los ojos. En pocas palabras: valíamos por nosotras mismas o nos intercambiaban por objetos tan valiosos como nosotras. Todo el mundo nos quería más que a los dioses. Éramos diosas: no hay mejor forma de explicarlo: es la verdad. Por nosotras amaban, morían, traicionaban, mataban. También hacían guerras o se ganaban el favor de los enemigos. En la bolsa llena de monedas nos alegrábamos cantando con nuestra hermosa voz metálica. Aquel tintineo fascinaba a algunos y a otros les producía envidia. Hoy añoramos la dicha perdida.
Cómo cambia el mundo. Desde que nos hacen de metal barato, sin peso alguno, casi sin voz para cantar, desde ese día aciago nos desacreditaron y a nadie le importa echarnos en bolsillo roto. Qué calamidad: tristes monedas, somos las hermanas pobres del dinero.
CURADURÍA: CALÚ CRUZ (COSTA RICA)
Rafael Ángel Herra: Es miembro de número de la Academia Costarricense de la Lengua.
Ha publicado más de una veintena de libros, entre ellos las novelas La guerra prodigiosa (1986), El genio de la botella (1990), Viaje al reino de los deseos (1992), D. Juan de los manjares (2012) y El ingenio maligno (2014); entre los cuentos Había una vez un tirano llamado Edipo (1983), El soñador del penúltimo sueño (1983), La divina chusma (2011), Artefactos (2016) y El sexo fuerte (2014); y entre los ensayos, Violencia, tecnocratismo y vida cotidiana (1984), Lo monstruoso y lo bello (1988), Autoengaño: palabras para todos y sobre cada cual (2007). También publicó los poemarios Escribo para que existas (1993), La brevedad del goce (2012) y Melancolía de la memoria (2014). Su novela Viaje al reino de los deseos (que formó parte de las lecturas del Bachillerato costarricense) fue adaptada por la Compañía Nacional de Teatro. Algunos de sus textos han sido traducidos al francés, alemán, italiano, rumano, checo y portugués.