Por: Marta Rojas Porras[1]
Se denomina memorias a aquel relato que, de una forma más o menos fiable, describe los hechos y acontecimientos que el autor o autora ha vivido como protagonista o testigo. A diferencia de la autobiografía, la memoria realiza una narración de una parte de su vida.
En este género podemos recordar en lengua española: de Chile, a Pablo Neruda con Confieso que he vivido; de España, a Rafael Alberti con La arboleda perdida; de México, a Alma Guillermoprieto con La Habana es un espejo, y un extenso etcétera. En Costa Rica, a Miguel Argüello con El primer colegio; a José León Sánchez con La isla de los hombres solos; a Virgilio Mora con Memorias de un psiquiatra; a Julieta Dobles con Casas de la memoria; a Carmen Odio González con Relatos de familia, solo para citar algunos ejemplos.
La memoria constituye un elemento central de la identidad humana, forma parte de nuestra conciencia. El escritor colombiano Germán Espinosa (1990, p. 81) , en su ensayo "La historia y la literatura", plantea:
El tiempo pasado contiene nuestras semillas, nuestras raíces, el esplendor de nuestros troncos, lo más vital que poseemos para vivir en el presente. En él está lo que realmente somos, … en él nació la materia de los ojos con que miramos en el espejo nuestra cara.
El olvido constituye una amenaza constante a la memoria. No podemos hablar de memoria sin hablar del olvido. En la memoria colectiva es prioritario no olvidar ̶ esto es, recordar ̶ para no repetir los horrores del exterminio nazi, por ejemplo, y también, en lo positivo, para asentar las bases de nuestro propio ser e idiosincrasia.
En este afán de rescatar del olvido a unos personajes, una época, unos acontecimientos y lugares del pasado, se circunscribe el texto Huellas del alma, de Luis Ricardo Villalobos Zamora, quien nos introduce al mundo de sus memorias y nos da un paseo histórico por la Ítaca de su niñez y juventud: Santo Domingo de Heredia de los años 50 que presenta como un “pueblo mágico”, donde “crecí amando el verde esmeralda de los cafetales cercanos a mi pueblo natal”.
En ese escenario se empiezan a configurar una serie de eventos, historias, encuentros y despedidas, nostalgias y añoranzas que se instalan en un imaginario poblado de personajes icónicos, diversos, a los que se trata con una mirada amplia y respetuosa.
Haciendo juego con el ambiente utópico, presenta una familia constituida, fundamentalmente, por mujeres, donde la abuela, la mamá y las tías constituyen un núcleo sólido, estable, amoroso y generador de valores de respeto, trabajo y comprensión. Todo el texto se impregna de ese olor y sabor familiar: “Pongo la foto en el sobre. Lo cierro con nostalgia y doy gracias a Dios por haberme ubicado en esa familia tan especial. Realmente en mi niñez fui millonario sin saberlo” (p. 39).
El universo infantil de este protagonista está rodeado de mujeres emprendedoras. Por iniciativa de una de las tías “de la noche a la mañana nuestra casa se convirtió en un taller de costura”. Y, posteriormente, cuando una de las tías se casa, el mismo narrador, a los siete años, se convirtió en el responsable de cortar los hilos en el acabado de las prendas:
Las noches entre tanto trajín, se iban en un suspiro. A las 9 de la noche llegaba mi momento preferido: probábamos el chocolate caliente que la abuela hacía para finalizar la sesión. Ella hacía como ninguna aquella bebida milenaria y no había receta que se le comparara. (p. 68)
Su propia madre, que en verano trabajaba en la recolección de café, pidió asumir roles asignados , en esa época, a los varones, para poder laborar el resto del año. Por supuesto, no recibía el mismo salario: “… muchos años después me comentó que siempre estaba agradecida con el patrón, por darle esa oportunidad, pero que en su interior guardaba un resentimiento: le pagaba un salario mucho menor, simplemente por ser mujer” (p. 48).
Esta es la madre que, para llevar a su hijo a conocer el mar, organiza un paseo comunal, alquila un bus y vende boletos para poder pagarlo. Es la persona que se hace cargo de la prole de una hermana que muere. Esta madre es, a los ojos del narrador y por sus acciones, la mujer valerosa y buena, la capaz del sacrificio en aras de servir y cuidar a su hijo biológico y a los hijos e hijas del corazón. “Se convirtió en ‘capitana del barco’ y con una clara dirección, con sudor y esfuerzo, logró llevarlo a la orilla, donde estaban anclados nuestros anhelos” (p. 83).
El narrador llama la atención sobre el hecho de que en el pueblo hay muchas familias sostenidas por jefas de hogar, viudas o abandonadas por sus hombres, y para las que no existen fuentes de trabajo, por lo que para subsistir y llevar el sustento solo quedaba el camino “duro” de laborar en casas, fábricas o tiendas de San José o “el fácil” de la prostitución.
Otro aspecto que rescata es la participación política de la mujer domingueña en las manifestaciones previas a la revolución del 48 y su conciencia de la necesidad de un cambio. El personaje Dora se repetía:
¿Qué oportunidades podemos tener en este país como mujeres? No es la falta de dinero para los gastos mínimos, no es la discriminación que vivimos cotidianamente, ni siguiera las lágrimas derramadas, cuando los novios emigran a las bananeras, en busca de trabajo. ¡No! Son los deseos de construir otra Costa Rica, romper las estructuras que nos oprimen y vivir dignamente, en paz, soñando con ser iguales, cumpliendo el rol de madres y en donde nuestra descendencia, el día de mañana, pueda vivir feliz bajo un cielo más azul. (p. 30)
Hay presente una gama de mujeres que abarcan desde las mujeres luchadoras; la vieja misteriosa que lo salva de la caída de un avión en el parque; la mujer, genial para mí, que se declara amnésica ante el hombre que la abandonó; la Penélope domingueña que esperó por siempre a su amado, y es enterrada con sus cartas amarillas; la mujer que se piensa en la ilusión de amores que no fueron; la mujer que detrás de una apariencia de superficialidad esconde un alma caritativa; la mujer adoptada en un ambiente ideal, quien, cuando busca a su madre biológica, lo que encuentra es pobreza económica y emocional; la mujer que recibe la oferta de amores y las rechaza porque aunque vive sola, está casada; la mujer que por la culpa de la infidelidad se suicida; la aparente mujer prostituta que es acosada en las calles; hasta la mujer xenofóbica e insoportable no apta para compañera de viaje.
De los personajes no femeninos destaca un padre amado, pero bastante ausente; el amigo ecologista que muere haciendo lo que gusta; el hombre bueno que celebra la Navidad para la niñez del barrio; el que se siente culpable por la muerte de su padre en la pandemia, y la persona que por su preferencia de identidad siempre fue ultrajada por su propio padre, quien la llamaba “maricón” y sufrió de la burla cruel de la sociedad:
Ella reencarnaría en cada mujer oprimida por el mundo machista, en los besos de los hombres que se aman, en las mentes donde el sexo no tiene género, en el cuerpo del recién nacido al que el médico no sabe si es hombre o mujer ¡Ahí estará Carla, radiante (p. 109)
Aunque hay una perspectiva amorosa hacia el lugar que lo vio nacer, no por ello se niegan las tragedias y las actuaciones indebidas de las que el protagonista fue testigo. Así, hay historias de violación de mujeres, hay hombres celosos que conciben a la mujer como su propiedad y por no poder poseerla la matan, hay mujeres que abandonan a su prole, está el accidente de una niña que se clava, en la vagina, una estaca al caer de un árbol o la que muere porque la alcanza una bala perdida disparada por su propio padre.
En el último relato, el protagonista establece condiciones para su funeral: Que lo velen en la casa para que sus dos perros Remo y Roma lo huelan, y así entiendan que murió y no que los abandonó; que la ceremonia religiosa sea en la iglesia de Santo Domingo, templo muy ligado a su historia; que luego de la ceremonia lo incineren; que organicen una actividad en Bosque de la Hoja, donde sus seres queridos echen poquitos de sus cenizas en las raíces de los árboles y brinden con vino tinto. “Quiero formar parte de sus células, subir por su sabia, salir como oxígeno por sus hojas y proteger con sus ramas los manantiales que llevan el agua hasta mi amado pueblo domingueño” (p. 162).
Otro elemento estructurante del texto es la presencia, en cada relato, de un epígrafe. Aparecen cinco de Jorge Debravo; uno de Mario Chacón, tres de Marta Rojas, seis de Ana Istarú, cuatro de Mía Gallegos, dos de Eunice Odio, uno de Laureano Albán, dos de Carmen Naranjo, uno de Mario Benedetti, tres de Lil Picado, tres de Adriano Corrales y uno de Antonio Machado. Se observa un predominio de citas de poetas costarricenses (solo dos extranjeros) y, dentro de este grupo es mayor el de escritoras.
Queda pendiente el análisis del epígrafe en la construcción del significado de cada uno de esos relatos. Por ejemplo, el epígrafe de Marta Rojas: “Ya no lo amo. / Y he amado a muchos después de amarlo a él. / Y he amado en grande. / Pero si hubiera podido / toda la vida lo habría amado a él”, el cual enmarca el relato “Amnesia” que empieza así: “Según usted nosotros fuimos esposos y juntos construimos un hogar, donde cristalizamos nuestro amor de juventud” y termina “disculpe señor, no quisiera lastimarlo. Pero le voy a decir una cosa: ‘puede ser que todo esto que me está diciendo sea verdad, pero yo a usted no lo recuerdo’” (pp. 113), refuerza el absurdo de pretender un reencuentro que no se construyó en una relación solidaria.
Cierro estas líneas, invitando a seguir las pistas de estas huellas transparentes y calurosas que Luis Ricardo Villalobos escribe como legado a la memoria de un pueblo y de su gente, en la que encontramos, también, nuestros pasos y los de quienes nos antecedieron.
[1] Poeta y escritora costarricense. Ejerció por 25 años como docente en el área de lengua española e investigadora educativa de la Universidad de Costa Rica. Actualmente es catedrática jubilada. Integrante de la Unión Hispanomundial de Escritores. Tiene 5 poemarios publicados.
Bibliografía:
Villalobos Zamora, L. R. (2021). Huellas del alma. Ediciones Perro Azul.