10 JUAN CARLOS OLIVAS | AJKÖ KI No 1

10 JUAN CARLOS OLIVAS | AJKÖ KI No 1

 
Historia general de las sombrillas
 
 
Las sombrillas provienen de la noche.
 
En otro tiempo, su piel no era de nylon
ni su esqueleto de madera o metal
sino de clorofila, sangre y argamasa,
y caían de lo alto
hasta las manos de una mujer desnuda;
es decir, la primera mujer
poblada de selvas y ciudades,
de animales heridos y fantasmas,
de riveras cuyos nombres son impronunciables.
 
La lluvia es algo que llegó después,
y a alguien se le ocurrió que no debíamos mojarnos.
¡Qué idiotas!
Tratar de detener la tempestad,
guarecerse de lo inevitable con lo débil.
 
A través de los años, las sombrillas
fueron perdiendo su verdadero valor.
Algunos las usaron de bastones.
Otros se batieron a duelo con ellas a falta de espadas.
Hubo quien las usó para bailar
fingiendo ser feliz en la humareda de la luna.
También estuvieron en contra de ellas,
crearon capas para no tener que sostenerlas
pero pudo más el sentimiento de orfandad
en la raíz del hombre
que aquella falsa piel que le inventaron.
 
Su fama se vino tanto a menos
que hasta decían que era de mala suerte
abrir una sombrilla adentro de la casa.
Entonces las dejaron afuera;
y las mujeres comenzaron a desnudarse
sin tener a mano una sombrilla.
Hacían el amor a salvo, bajo techos
que impedían que creciera la intemperie.
 
El hombre se perdía en su confort
y la humedad era tan sólo
la remembranza de un abismo
donde nadie quiso volver.
 
Después vino el verano
con su ojo raspando como una quemadura
y quien salía con sombrillas al sol
era tratado diferente.
 
Cargar de día una sombrilla
era llevar una pequeña noche en las espaldas;
era saber que si subías con ella a un autobús
la dejarías olvidada en uno de sus asientos
hasta que el cielo inclemente te hiciera recordarla,
                                                 muy tarde ya,
porque ellas siempre buscarán perderse,
pasar de mano en mano hasta envejecer
en la materia de todos los diluvios,
en esa flor de sal derribada por el agua.
 
Hoy en día, sólo los parias, los que no tienen casa,
las prostitutas y las libélulas
conocen el verdadero valor de una sombrilla.
No aquella del hongo fulminante en Hiroshima,
no la que yace apolillada entre los sótanos,
no la de bronce en manos del hacedor de estatuas,
sino la primera sombrilla, única, inmoral, irrepetible,
en manos de una mujer desnuda
            que te mira
                      y se bebe la noche.
 

 
Dialéctica del cubo rubik
 
 
Naces, como el cubo Rubik, perfecto.
Los colores pertenecen a una sola cara.
Desde el principio hallaste la respuesta
al enigma de tu vida.
 
Más te valdría dejarte ahí,
quieto sobre una repisa de la biblioteca,
como un objeto sagrado al cual acudir
cuando se quiera contestar algo,
comprender el vacío, la otredad,
las ansias por quemarse con lo desconocido.
 
No prestas demasiada atención
y en un abrir y cerrar de ojos
tocas algún lado de ti mismo,
imaginando las múltiples combinaciones
de un color a otro, las posibilidades
de volver a ese estado original,
a aquel momento en el que eras
una cosa uniforme y plana,
una inmaculada forma
que nunca creyó pertenecerle al caos.
 
Entonces dejas de jugar,
sabes que a lo sumo ordenarás uno
o un par de tus lados primigenios
pero tendrás otros lados cuyos colores
jamás volverán a unificarse.
Así transcurre todo
hasta que un día dejas de intentarlo,
ya no te hace gracia el sueño de la perfección
y abandonas el cubo Rubik adentro de tu pecho
para que vaya empolvándose ahí,
como cualquier objeto sin importancia alguna,
como la fría deidad de la derrota.
 

 
Magnun 357
 
 
Mi vecino tiene una Magnun 357.
De vez en cuando pelea con su mujer
o llega borracho pateando las macetas.
Busca sus llaves dentro del pantalón
y después pasa horas
intentando abrir la puerta.
Cuando lo logra, vienen los gritos,
los lloriqueos, y luego los gemidos
secundados por el chirrido de una cama
que nunca quiso aceitar.
 
Sale al patio con su Magnun 357
y entre carcajadas
vacía su arsenal contra el cielo
hasta agotar las balas
                      o agotarse él.
 
Después el silencio.
La oscuridad que precede a un raro amanecer.
De camino al trabajo,
mi vecino me saluda como la gente sencilla;
-psicópata- pienso en esa palabra al verlo,
y me apresuro a subir al autobús.
 
Llegan a mi cabeza los sonidos de anoche.
Realmente, los que hacen tiros al aire
                            son creaturas de fe.
Querrán herir a Dios en una pierna,
acariciar su cabello con el plomo,
                            llamar su atención
con esa cuota de odio respectivo,
o asegurarse de matarlo
                       -los más osados-
para ver su cuerpo henchido en la niebla.
 
Pero Dios sabe de armas,
creció en uno de los barrios del sur
donde aprendió a esquivar las balas
o atraparlas con los dientes.
 
Por eso cuando habla sólo se escuchan truenos.
Jamás se ha escuchado la voz de Dios de formas dulces.
Extraña es su manera de darnos el amor.
Su abrazo es una guerra de espejos incesantes,
su mirada un reflejo que agujera la piel.
 
Los que habitamos
         a este lado de la vida
                               ya no creemos en nada.
Nos dimos de alta o abdicamos
de un trono en medio del desorden;
le atribuimos al bochorno tropical
esta manía de pasearnos enfermos
por los ventanales del sueño
y las calles del mal.
 
De todos modos, no se puede estar peor.
Unos harán tiros al aire
y otros buscaremos las migas de la piedad,
ahora que Dios habita el barrio
y desciende hecho lluvia
por el rostro tiznado de los pobres.
 

 
Sobre la tentación
 
¡No te mueras aún! Piensa en los dones
más radiantes a la hora del ocaso:
la música, los libros, la memoria…
Efraín Jara Idrovo
 
 
La idea siempre es tentadora.
Las opciones se presentan fáciles.
Despedirse de la libertad
y atarse a la copa del árbol más grande
que será consumido en la hoguera del bosque.
 
Muy atractivo resultaría renunciar,
perder de a poco la vergüenza
y bailar en medio de una pista en silencio,
llevado sólo al ritmo de la música del cuerpo;
atreverse a quebrar el vidrio de una casa
que siempre quisiste quebrar
y escupirle a la memoria,
para desaprender la falsa gracia
que ganaste en la infancia,
aquella vidita que aplastaste un día
con tu propia esfera de cristal,
los rostros que llegaban entonces
y entraban o salían de un autobús en llamas,
de alguna iglesia oscura,
de algún verso de Sade
que por tu boca hablaba
y caía hasta los labios de una mujer simple,
perecedera como el pan
pero rodeada de una belleza impura.
 
Qué fácil dejar en un papel aquellos planes;
una nota ovillada sobre su propia melodía,
y salir a buscar el agua, como los viejos elefantes,
y adentrarse sin salir jamás
en el centro de un lago
de barro y de marfil.
 
Qué afligida palidez se movería en las manos,
qué cansado rocío se apagaría sobre el rostro.
El tiempo sería como una pintura rupestre
al fondo de una cueva
o los créditos finales de una mala película,
donde el actor principal pone fin a su existencia
y cuando cae el telón
se levanta riéndose del set.
 
Nadie nos reconoce allá en la calle
y uno se da cuenta
de que el arte no siempre tiene la razón:
existimos mientras dure un contrato,
se acabe una canción,
nos parezca fea la pintura,
no sepamos leer la letra adusta
o se nos seque la tinta,
de unos cuantos versos
              que pretendan abarcar
                             el aroma fugaz de lo imposible. 
 

 
Edad del temblor
 
 
Dios mío,
si eres real
haz de esta página una puerta
y dame tus manos para nombrar las cosas.
 
Hazme saber
que aún por este cuerpo,
cercano a la ceniza,
puede caber tu voz
como una fruta al fin,
perturbadora quizás
pero embriagante,
y que puedo hacer de ti
lo que yo quiera:
bendecirte, matarte,
contemplar el largo sol
que te nace del sexo
o alabarte en un idioma
no creado todavía.
 
Quiero saber si existes
debajo de la almohada o el camastro,
en los montazales, en la quietud de un árbol,
en la hora que se espera
adentro de una cárcel
para tocar pieles lejanas,
sudores imposibles.
 
Mira lo que tu tiempo ha hecho con mi cuerpo;
y, aun así, gocé,
pusiste sal en cada carne que comía;
no te importó que fuese infiel conmigo mismo
y que con otros escupiera
sobre el vino y el pan,
que les tirara poemas a los cerdos,
o que con mis manos agarrara la arcilla nuevamente
y construyera un ángel negro
para los días de lluvia.
 
Nada de esto te importó;
como tampoco hacerte el muerto
el día de mi juicio,
cuando invocaba tu nombre
en los eriales de mis propias batallas.
 
Ahora solo quiero
caminar desnudo por esta habitación
y llamarte una última vez.
 
Yo no soy más que un arañazo en tu pensamiento, mi Señor.
Ten piedad de estos huesos que humillaste,
y has que las cosas se manifiesten lánguidas,
puras en su propia humedad,
como en un sueño se disipan
las letras de tu nombre.
 
 
(Poemas de El año de la necesidad, Ediciones Diputación de Salamanca, 2018)

 


CURADURÍA: SEAN SALAS (COSTA RICA)

JUAN CARLOS OLIVAS (Turrialba, Cartago, 1986) es uno de los autores costarricenses más reconocidos de la actualidad. Su obra ha sido ampliamente premiada y publicada tanto en países de América como en España. Entre sus títulos y reconocimientos más destacados podemos citar Bitácora de los hechos consumados (2011), que le valió el Premio Nacional Aquileo J. Echeverría y el Premio de la Academia Costarricense de la Lengua y El señor Pound (2015), Premio Internacional de Poesía Rubén Darío 2013 (Nicaragua), ambos publicados por la EUNED, así como El manuscrito (2016), Premio de Poesía Eunice Odio; En honor del delirio (2017), por el que le fue concedido el Premio Internacional de Poesía Paralelo Cero 2017 (Ecuador) o El año de la necesidad (2018), que obtuvo el Premio Internacional de Poesía Pilar Fernández Labrador 2018 (España) y fue traducido y publicado en portugués.