Por: José Antonio Olmedo López-Amor[1]
«Pero sucede que la realidad, contemplada de cerca, es siempre un laberinto ininteligible, como lo es el cuadro cuando nos acercamos demasiado a su superficie: solo desde lejos, los trazos, los colores y el diseño cobran su sentido plenario. A nuestra percepción de la literatura del presente le sobran, sin duda, muchos prejuicios clasificatorios, muchas regimentaciones generacionales, demasiadas fechas reveladoras».
José-Carlos Mainer, El último tercio del siglo (1998, p. 38)
Un reconocimiento parcial
Ya en el siglo xv, Piero della Francesca, pintor especialista en frescos, pero también geómetra y matemático, demostró que la anamorfosis es una técnica que mediante la deformación de una imagen original obliga a quien observa la obra de arte a colocarse en un único punto de vista, enclave desde el cual será posible desentrañar todo el mensaje contenido en la obra que enfrenta. Esto ocurre porque desde esa nueva perspectiva, la imagen que antes parecía deformada adquiere una proporcionada y reveladora morfología. Es decir, esta técnica supone una pérdida de libertad del espectador a cambio de la verdad. Este desplazamiento de la mirada, encuentra su correlato en la literatura —aunque no de manera tan premeditada en la mayoría de casos— mediante la perspectiva diacrónica que el paso del tiempo posibilita. El escritor va publicando libros —partes de ese retrato involuntario que supondrá su obra total— y solo una panorámica general nos ofrecerá un primer plano de ese puzle. Es decir: la anamorfosis permite la cosmovisión.
En el contexto de la poesía española de finales del siglo xx, concretamente, en el último cuarto de siglo, la poesía de Ricardo Bellveser Icardo (Valencia, 1948) ha tenido una recepción exitosa en cuanto a premios literarios y presencia mediática se refiere. También es positivo el balance según su poesía aparece en diferentes antologías. Su don comunicador, arrolladora personalidad, polivalencia en diversos géneros literarios, así como la importancia de una dilatada función social y cultural al frente de programas de televisión o instituciones como Alfonso el Magnánimo, han contribuido a ello.
De todos sus libros es posible encontrar reseñas, crónicas de presentaciones y notas de prensa en múltiples medios de comunicación. Del mismo modo, es fácil encontrar artículos que hablan de su trayectoria o entrevistas que periódicamente le han ido realizando. De entre sus múltiples reconocimientos y distinciones, el poeta valenciano Pedro José Moreno Rubio, quien fue presidente por varios años de la asociación Amigos de la Poesía de Valencia (una de las asociaciones culturales más longeva del panorama valenciano y todavía en activo), guarda un buen recuerdo de uno muy especial:
Hay un reconocimiento que Amigos de la Poesía ha concedido a muy pocos, solo seis, magníficos poetas. Entre ellos están Francisco Brines, Jaime Siles, Pedro J. de la Peña, José Albi y María Beneyto. Pero el primer poeta que recibió este reconocimiento por parte de nuestra asociación fue Ricardo Bellveser, el 15 de octubre de 1996 en el acto de Apertura de Curso que presidió en el Palau de la Música, al final del cual fue impuesta la «Lira de Plata» de nuestra asociación por la Reina de la Poesía, Srta. Pepa Crespo Montoro, siendo presidente D.ª Sonny Grau Carbonell. (2012, p 8)
Sin embargo, este hecho no se da por igual en cuanto a la recepción que ha tenido su obra a nivel crítico-académico. Cuando decidí acometer la tarea, como crítico e investigador, de poner el foco de luz en su obra poética completa[2] (2015), no existía ningún libro dedicado por entero a su análisis y comentario. Sin embargo, otros autores valencianos de su misma generación, como Guillermo Carnero o Jaime Siles, poseen una gran variedad de ediciones críticas, tesis y estudios varios sobre sus trayectorias. Por increíble que parezca, este hecho me animó aún más a poner en valor todo el trabajo invertido en una vida dedicada a la literatura. De hecho, una de las labores del crítico literario es la de corregir los defectos, injusticias o vicios que una comunidad literaria —por las múltiples razones que sean— pueda cometer de manera consciente, o no.
Libertad y clasicismo. Rasgos de un estilema propio
Ricardo Bellveser es un poeta solidario, un humanista solidario: algo que podemos deducir teniendo en cuenta el hondo compromiso con el ser humano que sus versos manifiestan. La arquitectura interior de sus poemas está diseñada, sobre todo a partir de la segunda parte de su producción, encabezada por El agua del abedul (Visor, 2002) y culminada con Estanterías vacías (Olé Libros, 2020), para desintegrar esa distancia que todo yo lírico impone entre el autor y el lector. Su tono dialógico resultaría un soliloquio de no estar escrito, por tanto, expuesto y en manos de otra conciencia en busca de afinidad. Su legado es su palabra sincera, elaborada poéticamente, sí, pero no hiperbolizada ni entregada a la impostura del exceso retórico.
La fuerza expresiva de algunas palabras pone de manifiesto el cuidado invertido en un corpus léxico que a su vez vibra en la misma frecuencia que el tono dialogante y cercano de sus hablantes líricos. A Bellveser le importa mucho más el qué, que el cómo, pero no descuida para nada sus formas. En su verso libre no hay tanta libertad como puede parecer, ya que su musicalidad apunta no solo a la combinación polimétrica, en la que encontramos una singular predilección por la combinación 11 / 14 o, de menor, pero importante aportación, la de 11 / 12 / 14 sílabas[3], sino a un conocimiento erudito de la tradición clásica que lo habilita para un singular manejo del ritmo.
Los rasgos de estilo generales ya esbozados en Cuerpo a cuerpo (Ediciones 23-27, 1977)—gusto por el verso extenso y por comenzar y terminar el poema en la misma página; ausencia de rima; el uso de la primera persona en el hablante lírico; maridaje entre experiencia y reflexión; mediterranismo; libertad creadora; realismo; poema estrófico; aséptico tratamiento del sentimentalismo; lenguaje sencillo y contundente; claridad; arte como referente incorruptible; constante reflexión sobre el hecho de escribir, etc.— se han mantenido en el tiempo a lo largo de cuatro décadas, si bien, han ido depurándose todos y cada uno de ellos.
Para el poeta Pedro Torres Pacheco, la radicalidad del estilo bellveseriano es uno de sus rasgos más diferenciadores, una radicalidad que emerge de la no creencia en la inspiración como mágico y misterioso motor creativo:
[…] dice en algún texto teórico, y así lo confirman algunos críticos, que no cree en la inspiración; tampoco, obviamente, en la iluminación y, sin embargo, son numerosas las recurrencias a San Juan de la Cruz, el gran inspirado español, el iluminado por excelencia… (Torres Pacheco, 2019, p. 118).
Esto nos lleva a subrayar la importancia de una correspondencia entre tesis y antítesis en toda la obra bellveseriana, no solo como sístole coherente, sino como perfecta digresión, algo sobre lo que también se pronuncia Rodríguez Pacheco:
¿Es, acaso, la antítesis el principal rasgo de su expresión poética? Cree en las formulaciones culturales, en el poso que la cultura deja en cualquier espíritu sensible como conciencia e ilustración del mundo. Pero ¿a quién no ocurre eso como sustancia y mantillo del mundo razonable en el que vive?[4]
Por tanto, podemos hablar de una coherencia e intertextualidad formal, ética y estética, a pesar de su evolución en el tiempo. La multiplicación de temas que trata y sus variaciones de estilo no impiden que el conjunto de su obra poética armonice como un todo que homogeniza la razonable heterogeneidad que toda evolución produce.
Gerardo Diego denominó a las dos modalidades poéticas imperantes en su época: poesía «relativa» (a la más clásica y tradicional) y poesía «absoluta» (a la más avanzada o vanguardista). En estos términos, Bellveser sería un poeta relativo. Es cierto que su poesía no es clasicista al cien por ciento, por lo que se ubicaría más bien orbitando, y sin perderlo de vista, en torno a ese núcleo duro tradicionalista.
Al igual que Gerardo Diego, Bellveser concibe la poesía como un arte abierto a través del cual podemos expresarnos de maneras distintas, un arte al que él exige un alto porcentaje de verdad, y a la ya consabida función comunicativa, añade una irrenunciable función emotiva.
Etapas histórica y emotiva
En la actualidad, la psicología ha demostrado que la inteligencia emocional nos ayuda a entender de qué forma podemos interactuar de un modo adaptativo e inteligente, tanto sobre nuestro estado emocional, como en los estados emocionales de los demás. Este rasgo de nuestra dimensión psicológica resulta importantísimo a la hora de socializar, como a la hora de escoger nuestras estrategias de adaptación al medio.
Bellveser, en su poesía, nos dice que el acto comunicativo entre autor y lector es más profundo y transformador cuando media la emoción entre ellos. Tanto es así que su poesía ha ido abriéndose plausiblemente en ese sentido a una emoción que estaba latente en sus primeros poemarios y liberada ya, aunque sin estridencias, en los últimos.
Así pues, y desde la perspectiva histórica que el tiempo nos concede, podemos afirmar que los poemarios Cuerpo a cuerpo, La estrategia, Manuales y Cautivo y desarmado cierran un primer ciclo poético que parte del culturalismo novísimo y llega a una reflexión existencial, sin tintes metafísicos ni elegiacos, que cuestiona su realidad circundante. Su naturaleza es la de un docto conversador, claro en el habla, que se expresa e interroga con tono dialógico acerca del proceso vital al que advierte indisociable de la expresión artística; pero también cuestiona el contexto social que le ha tocado vivir y teoriza sobre el propio hecho literario (reflexión metapoética). Por tanto, esta primera etapa podría denominarse «histórica». Esta primera etapa culturalista se cerraría con su compilación en la antología La memoria simétrica, colofón que ya incluyó algunos poemas del que sería su siguiente libro: Julia en julio.
Julia en julio representa, en palabras del propio autor, el comienzo de una búsqueda ya presentida durante la composición de Cautivo y desarmado. Por tanto, este libro puede considerarse el eje o la articulación que hace de bisagra, la transición a su otra gran etapa (la segunda), compuesta por los libros El agua del abedul, Paradoja del éxito, Fragilidad de las heridas, Las cenizas del nido, Jardines, Primavera de la noche y Estanterías vacías. Al igual que la primera, esta etapa también culmina con otra antología, El sueño de la funambulista, por lo que cabría la posibilidad de esperar un cambio significativo en una futura publicación.
Esta segunda gran etapa que comentamos, la más extensa y premiada, presenta un culturalismo intermitente y mucho más diluido que la primera. Tal vez, su mediterranismo se potencie. Pero lo que queda patente es su giro en busca de la emoción. Esa es su gran novedad.
Su equidistancia con la línea roja del sentimentalismo se mantiene; su voz se aclara y se despoja de ambages o titubeos y las metáforas e imágenes resultan más contundentes. Su poesía se aquilata al conceder a sus referentes una presencia funcional y centrarse en la madurez de una voz poética que se humaniza al exorcizar sus propios demonios interiores: Las cenizas del nido es un buen ejemplo de ello. La doma del patetismo, el recurso a la parodia casi siempre como homenaje, la tesis y la antítesis, son rasgos de estilo que permanecen en la poesía de Bellveser a través del tiempo.
¿Dónde queda entonces De profundis? Acaso, fuera de esas dos grandes etapas vitales y literarias, no por no contener rasgos comunes con ellas, pues los posee de ambas, sino quizás por su carácter de opúsculo experimental, innovador y obviamente diferente de cuantos poemarios le preceden y le siguen. De profundis es una obra necesaria en la bibliografía de cualquier poeta de la Diferencia, De profundis es una obra imprescindible en la poética de Bellveser, una pieza clave para comprender su obra total. De haber escrito Bellveser más poemarios de esta índole, habría conformado una nueva etapa literaria en su poética: la vanguardista[5].
Pero no todo es purga dramática. La reflexión y la evocación memorística se adensan y reparten el mayor protagonismo de esta segunda etapa que podríamos llamar «humana o emotiva». Su cariz es mucho más antropológico y fecundo en prospecciones del mundo interior, como en el recurso al arte para contrastar no pocas proposiciones filosóficas.
La etapa histórica quedaría comprendida entre el materialismo de un existencialismo —se sobreentiende, gnóstico— que centra sus incertidumbres en el presente interno y externo del poeta. Inquietud y rebelión como constantes de una juventud que a los treinta y nueve años comenzó a manifestar importantes visos de cambio.
Esa madurez que palpitaba eclosionó con El agua del abedul, obra fundacional de una etapa mucho más humana y emotiva, en la que la asunción del pasado y futuro inevitables doma las impetuosas aguas de la juventud, revelando con ello la fragilidad de todas sus certidumbres.
Esta etapa entroniza el amor, desvirtúa el arrogante belicismo del incauto que hace de su ombligo el centro del universo y descubre una suerte de obligación moral en perpetrar y divulgar el uso de una comunicación emotiva.
Un sentimiento desesperanzado
Para Fernando de Villena, quien ha tenido ocasión de leer y reseñar varias obras de Bellveser a lo largo del tiempo, «el tema central de la poesía de este autor valenciano es la tristeza originada por la pérdida de la juventud» (Villena; 2010: 4). No le falta razón. Aunque yo no destacaría hasta el primer plano de su poesía esa tristeza que se lamenta por la desposesión de la juventud; es evidente que esa sensación de pérdida se da, es uno de los rasgos de su poesía. Sin embargo, opino que hay que descentralizar ese rasgo a favor de la desafección que no solo la pérdida de la juventud, sino la pérdida del tiempo o de la propia vida producen en el poeta.
La poesía de Bellveser es realista, indudablemente realista, por lo que podemos deducir y justificar un tono pesimista en ella. Pero no podemos decir que su poesía sea pesimista, sería empequeñecerla, juzgarla por uno de sus atributos. Su poesía está llena de vida y asombro por la vida. Sirva como ejemplo de su permanencia en esa virtual frontera que separa al pesimismo del optimismo el título de su penúltima obra de creación poética: Primavera de la noche. La noche es la etapa final de la vida, el momento de la desposesión más violenta, es el irreductible acabamiento al que estamos predestinados; sin embargo, es primavera, podemos decir que nos hallamos en esa noche, todavía somos conscientes, podemos gozar de ciertos privilegios a pesar de que caminemos hacia esa oscuridad culminadora. O también, fijémonos en el desequilibrio —más que razonable— entre esperanza y desesperanza que inunda Estanterías vacías, donde, a pesar de tener una de las certezas más terribles de su vida, se manifiesta su positivismo. Ahí está el pequeño triunfo del optimista, su tiempo para la consciencia, su certidumbre.
Una de las circunstancias —del todo condicionante— que atañen a la poesía de Bellveser y a él mismo como poeta es la de no forzar su poesía, no escribir poemas como oficio o por ejercitar el estilo. Tras leer todos sus libros uno intuye que la escritura de cada uno de ellos fue motivada por una necesidad vital, por una situación de su vida[6] (cuerpo) o un estado reflexivo (mente) que requería la magia de ese proceso indagatorio a través del arte.
Diálogo y metapoesía
El misterio de ese acto de creación, cuanto nos lleva a él y todo lo que ese estado nos procura, genera preguntas constantes a lo largo de toda su trayectoria como poeta. Esa reflexión metapoética se encuentra en todos sus libros y por ello la búsqueda y la duda son huellas indelebles en sus poemas: «Es la poesía de lo cotidiano, lo exquisito, la mirada del artista sobre el arte. Es la estética de la belleza y la búsqueda de la perfección, a través de la palabra y la idea», dijo Ricardo Llopesa con relación a Las cenizas del nido.
Y es que hemos convenido socialmente que hay que etiquetar a las personas y las cosas, pero a veces no advertimos que al hacerlo sesgamos una parte muy significativa de aquello que queremos clasificar. Por tanto, las definiciones, a grandes rasgos, siempre serán verdades parciales.
La obra de Bellveser es plástica, intelectual y humana, se resuelve tan poliédrica en su trayecto temporal como cualquier conciencia culta, pensante y sintiente podría hacerlo. Es decir, no es lineal, plana ni abarcable con solo una definición. Únicamente esos rasgos de nuestra personalidad, unidos al procesamiento de la experiencia y el talento artístico, son aquello que la singulariza: que no es poco.
Bellveser no entiende a los poetas a los que no se les entiende. No entiende el desaprovechamiento de su talento al hermetizar gratuitamente un discurso que indefectiblemente pertenece a los demás y, por tanto, debe ser comprendido por los otros. «M. Teste repudiaba no solo las letras, sino también la filosofía que se desenvuelve casi por completo entre Cosas Vagas y Cosas Impuras que rechazaba de todo corazón» (Mauriac; 1972: 15-17).
La obra poética total de Ricardo Bellveser es una carta abierta al lector en la que el poeta se sincera y abre en un ejercicio de generosidad y honestidad. Su poesía es limpia y directa, de una compleja sencillez que le permite ser más honda cuando más clara. Un discurso lírico con vocación de diálogo intimista, a veces soliloquio, pero comunicación y expresión en cualquiera de sus formas.
Un humanismo basado en la inteligencia y el arte
La poesía de Ricardo Bellveser es sin duda una propedéutica excelente para saltar de ella hacia su prosa y perspectiva crítica. En sus poemas, el hablante lírico expone con claridad y lucidez los elementos que protagonizan su ideología literaria, social y política. Es decir, de sus poemas podemos deducir su experiencia y pensamiento, pues la transparencia de sus versos demuestra haberse exigido sinceridad. Un ejemplo de ello es su fe en el ser humano a pesar de sus imperfecciones. Esta creencia androcéntrica se sistematiza y arraiga a medida que vamos avanzando en su poética. El paso de las décadas solo afianza esta inclinación no teísta que, sin proponerse desacralizar lo sagrado, apela a ello a través de su humanismo.
Fijémonos en algunas imágenes que encontramos en esta singular poética. Una turba de ancianos abstraídos en sus mundos interiores, ajados y en su mayoría desmemoriados, retozan y balbucean alrededor de hermosas estatuas de mármol: se trata del patio de una residencia de ancianos. La pintura esbozada es impactante por muchas cosas: la carne y la piedra como elementos antitéticos, lo animado y lo inanimado como síntesis del orbe del mundo, la caducidad frente a lo perenne en representación de una erosionada conciencia del tiempo, pero, sobre todo, la decadencia humana, su devaluación y propensión al caos, frente a la belleza y permanencia del arte. El ser humano, por tanto, es idolatrado porque, sufriendo las limitaciones de sus imperfecciones, es capaz de crear obras que lo superan en varias facetas. Para validar este aserto de manera objetiva no hay más que fijarse en los avances científicos actuales: el ser humano es capaz de crear inteligencias artificiales a las que no puede derrotar —por ejemplo— en una partida de ajedrez. La asumida trascendencia del arte no evita que el poeta se interrogue acerca del proceso creativo; de hecho, este tipo de reflexión atraviesa transversalmente la obra completa.
La obra bellveseriana es rica en reflexiones metapoéticas, como hemos dicho. Uno de sus aciertos es que no pretende dogmatizar, no cede a las tentaciones del juego estético, ni es afectada por la moralidad políticamente correcta. Bellveser se cuida mucho de no perder una subjetividad realista que se presenta a veces de maneras muy objetivas.
La inteligencia, símbolo de superioridad y culmen de un azaroso proceso evolutivo, retrocede con el tiempo hasta reducirse a intuiciones y recuerdos vagos, pero es justo lo devenido de esta aquello que quedará como legado más significativo. Ese sometimiento de la naturaleza a la mano del ser humano expuesto en Jardines corrobora la tesis androcentrista en detrimento de otros enfoques espirituales o religiosos. ¿El superhombre niega o asesina a Dios? Lo infravalora, aprovecha de él todo su valor semiótico, aunque no faltará quien defienda la tesis contraria tras conocer lo global de esta poética.
Abriendo un poco la horquilla conceptual, si tomamos a la naturaleza como una extensión de Dios, dicha naturaleza se presenta caótica y malsana en Jardines. Debe ser el arte desatado por las manos del jardinero lo que traiga el orden y la salubridad. Quien afirme que Dios no es juzgado y castigado por Bellveser en su poética no podrá negar que —al menos— se presenta ambiguo. La importancia del ser se respira también en Las cenizas del nido, donde el poeta advierte que aquello que realmente da valor a las cosas somos nosotros, nuestros aprendizajes y desencuentros, pues, sin ellos, las cosas quedan vacías e inertes. Es este un pensamiento antimaterialista que queda plasmado asombrosamente en el poema dedicado a un clavo de la pared que aparece en el libro citado.
Al final, después de la irrupción culturalista, tras intentar encontrarse en el arte ajeno, tras descubrirse interiormente a través de la palabra, es el amor, algo tan indeterminado y a la vez determinante como eso, el que nos ofrece su solución, su salvífica verdad. El amor a la vida, a las palabras, al mundo, amor por la otredad, amor por aquello que se hace, por aquello para lo que hemos nacido. Ricardo Bellveser nació para escribir, enseñar, investigar, divulgar, y a eso es a lo que ha dedicado su vida.
Reescritura como refutación de la inspiración
En el prólogo a El sueño de la funambulista, la antología poética de Ricardo Bellveser que supone, además, su penúltima publicación, el poeta reconoce que, desde que recuerda y hasta que deje de existir, ha reescrito y reescribirá, si no todos, buena parte de sus poemas:
Cada vez que vuelvo a publicar un poema o un libro entero, lo corrijo, lo modifico, lo cambio, lo pulo, lo varío. Esta antología no es una excepción. Muchos de los poemas aquí reunidos han sido corregidos una vez más, y no tengo la impresión de que ya tengan su versión definitiva. Eso tan solo sucederá cuando mi vida consciente concluya (2018: 5).
Bellveser no explica el motivo de esta costumbre porque seguramente sea algo que aparece en él de forma innata, tratar de pulir y perfeccionar un texto incluso habiendo sido ya publicado. Quienes han practicado el periodismo sabrán de las prisas y presiones a las que son muchas veces sometidos los redactores. Las publicaciones periódicas exigen cumplir unos plazos y, en la mayoría de ocasiones, esos plazos no son coincidentes con los que exige la inspiración. Esto no quiere decir que haya que estar inspirado para escribir una crónica, una entrevista o un artículo, pero los escritores vocacionales seguramente sabrán a lo que nos referimos.
Bellveser fue un periodista excelente desde muy joven y conoce la urgencia por redactar y entregar textos antes incluso de haber sido revisados lo suficiente. Por tanto, es muy probable que, en su rutina de escritor, el hecho de corregir, pulir o reescribir un texto sea algo cotidiano. Es cierto que cuando escribimos un poema lo solemos hacer en soledad, apartados en algún lugar silencioso y cuando nada nos apremia, pero quien conoce a Ricardo sabe que su agenda siempre está repleta de viajes, compromisos o eventos. Por tanto, algo de ese afán perfeccionista de quien cree que ha entregado un texto demasiado pronto ha podido quedar en su quehacer diario como escritor.
Hemos dicho perfeccionismo y costumbre, pero en esa inquietud por reescribir sus poemas puede haber algo más. Fijémonos en el poema titulado «Bailemos la luz», que fue publicado en 1987 en su libro Cautivo y desarmado[7]:
Y ahora observemos con atención el mismo poema reescrito tiempo después que figura en la página siguiente. Este nuevo poema es inédito y ha sido facilitado por su autor para la elaboración de este libro. Tenemos el privilegio de comprobar, tan solo con este poema, cómo de ricas y novedosas deben o deberían ser esas obras completas que Bellveser se comprometió a escribir en el prólogo de El sueño de la funambulista.
En primer lugar, vemos cómo hemos pasado de dos estrofas a una división en tres, más natural con la estructura del discurso. Si en el poema fuente contamos trece versos, en el poema reescrito son dieciséis, ha aumentado el número, pero ha disminuido considerablemente la extensión de los versos.
En el poema fuente detectamos las siguiente rimas asonantes: (vv. 2, 5), (vv. 5, 8), (vv. 9, 10) y una consonante: (vv. 10, 11). En el poema reescrito solo queda una rima asonante y se encuentra en los versos (10, 11); por tanto, ha habido un proceso de depuración notable en cuanto a la sonoridad del poema.
Y lo mismo ocurre con la métrica. En el poema fuente todos los versos son extensos, oscilan entre trece y diecisiete sílabas, siendo el verso heptadecasílabo el de mayor presencia. Cinco versos con sílabas pares y ocho versos con sílabas impares. Podemos considerar que este poema está escrito en verso libre. Mientras que en el poema reescrito encontramos siete versos escritos con sílabas pares y nueve versos con impares, la primacía es repartida entre versos endecasílabos y eneasílabos. Por tanto, Bellveser recorre con su reescritura un itinerario que le conduce del verso libre a la combinación polimétrica.
Pero observamos más cosas. Los versos 9 y 10 del poema fuente son los únicos expresados en presente, quizás por eso han sido suprimidos; el resto del poema apela a un futuro inmediato que aún no ha ocurrido, sin embargo, el poema reescrito expresa en pasado solo su segunda estrofa. El poema se vuelve más rotundo merced a su tratamiento temporal, y no solo eso. Entre las supresiones que refleja el poema reescrito encontramos el término ‘cinturilla’, un diminutivo poco consistente que, más que aportar, debilita a un poema construido con palabras consistentes. Y ese mismo retoque de atenuación encontramos en el verso ametrallándonos los cuerpos de saliva al alba, quizás demasiado expeditivo. El poeta soluciona de manera magistral este desequilibrio y resuelve la segunda estrofa con este elegante verso: con la dulzura de las arpistas.
Comprendemos la supresión de la metáfora «la cinta virgen» (vv. 3-4), debido a un símil que ahora resulta anacrónico (soporte magnético de grabación del sonido ya obsoleto) y de escaso aporte lírico. Mejora el arranque del poema, su precisión léxica, aumenta su culturalismo. En definitiva, Bellveser demuestra que le gana la batalla a la inspiración.
Qué otra forma hay más directa de rebatir a la inspiración que modificando su legado, deformando su improvisado dictado y demostrando que con inteligencia y oficio se puede mejorar cuanto de ella proviene. Hay en este sentimiento de rebeldía o disenso un vínculo con el gigantismo atribuido a don Félix de Montemar, alter ego del mito de don Juan, quien fue el arrogante protagonista de El estudiante de Salamanca. El antihéroe de Espronceda reta y se opone a Dios casi de la misma manera en que nuestro poeta reniega de esos versos regalados por los dioses. La reescritura de Bellveser late en consonancia con el afán que gobierna su libro Jardines, someter a la naturaleza mediante la inteligencia. Bellveser se descubre como un poeta de oficio.
Existen cinco tipos de transtextualidad estipulados por Gérard Genette, y esta jerarquía de sutilezas nos sirve para detectar detalles en cuanto a la presencia de un texto en otro, pues en la reescritura de un poema estos grados de copresencia actúan, y lo hacen de manera no estanca. El lector ideal del que hablaba Umberto Eco reconocería esa simultaneidad textual por el efecto de lente gravitacional que un texto causa en el otro. Es decir, una mínima deformidad del texto principal en la que no deja de ser gramatical ni pierde la coherencia sería un efecto claro, para ese hipotético lector ideal, de una copresencia textual.
Los cinco tipos de transtextualidad que formuló Gérard Genette están íntimamente relacionados con la noción de culturalismo que manejaron los poetas del 70. Eidéticamente, a la coaparición de uno o más textos en otro, Genette lo denomina intertextualidad. La cita literal, como tema ‘objeto encontrado’, es un recurso muy utilizado por poetas como José María Álvarez, quien se destacó por la gran proliferación de citas en sus poemas y por su extensión. Con estas palabras concedidas a una entrevista se refirió Álvarez a este hecho:
[…] con todo su aparato de citas que, por ahí me han acusado muchas veces de culturalismo, cuando en realidad las citas para mí eran, eran dos cosas: primero, una diversión; y, por otro lado, una manera de encuadrar el libro dentro de una tradición» (Olmedo; 2020: en línea).
Bellveser no abusa de este recurso, pero sí hace un uso mesurado de él en muchas de sus obras.
Siguiendo con Genette, el segundo tipo de transtextualidad es el paratexto: «título, subtítulo, intertítulos, prefacios, epílogos, advertencias, prólogos, etc.; notas al margen, a pie de página, finales; epígrafes; ilustraciones; fajas, sobrecubierta, y muchos otros tipos de señales accesorias, autógrafas o alógrafas» (Genette; 1982: 11). La crítica de la recepción —como en este artículo— estudiará exhaustivamente la relación entre todo subtexto que orbita alrededor de un texto principal para certificar la influencia que el satélite propicia sobre la interpretación de la obra global.
La metatextualidad consiste en el tercer tipo de trascendencia textual para Genette. Y consiste en evocar otro texto sin ni siquiera nombrarlo. A este tipo de relación se le denomina ‘comentario’. Una relación crítica en la que no se nombra ni se cita el texto coexistente; como vemos, existe un rango de sutileza que demanda el escrutinio de un lector activo.
La hipertextualidad, entendida como la «relación que une un texto B, que llamaré hipertexto, a un texto anterior A, al que llamaré hipotexto, en el que se injerta de una manera que no es la del comentario[8]», supone esa cuarta trascendencia genettiana.
Y, por último, encontramos la architextualidad, que es, si cabe, la más implícita o abstracta de todas estas relaciones y, por ello, la más difícil de detectar. Puede manifestar la relación entre dos textos mediante una notación paratextual o puede no hacerlo. Un título o subtítulo pueden anticipar una architextualidad, pero, tanto para recusar algo demasiado evidente como para evitar una detección que se pretende ocultar, este tipo de relación puede estar presente y no manifestarse. Muchas de estas interrelaciones textuales se dan en De profundis (1996), una obra que homenajea a mucha de la literatura que Bellveser recibió como tradición. El hecho de que De profundis sea una obra finisecular, todavía le otorga más ese carácter de balance y cierre.
Si hay alguna característica innegociable dentro del poema, esa es la verdad: condición indispensable si queremos, a través de la verosimilitud, llegar a la credibilidad del lector. La credibilidad propicia la conexión, la emoción, pues basa su influencia en una honestidad realista con la que el lector se identifica. Si el aserto pessoano es cierto, y el poeta es un fingidor, de no disponer de cierto grado de verdad que verter en sus escritos, todo autor que se precie debería fingirla.
Bellveser emplea el artificio y la retórica para irrumpir en el paisaje poético de finales de los años setenta, pero su tendencia progresiva será ir evolucionando hacia una poesía verdadera que irá despojándose de aditamentos innecesarios.
Por tanto, Bellveser comprende el espacio del poema como un palimpsesto, la noción borgiana que asume todo texto como la suma de aquellos textos que lo precedieron. Pero, también, como un artefacto en permanente construcción. Un verso, una estrofa, un poema, no son foros comunicativos cerrados.
Bibliografía consultada
[8] Idem.