01 GUILLERMO FERNÁNDEZ | AJKÖ KI No 1

01 GUILLERMO FERNÁNDEZ | AJKÖ KI No 1

 

La vida plagiada

 

De: Tu nombre será borrado del mundo

(Editorial Arboleda, 2013).

 

 

I

 

Vivía con mi esposa desde siempre en un sector cercano al campus, un sitio que por tradición era la zona más habitada por los profesores de la universidad. Amaba mi labor de catedrático en la Facultad de Lenguas y Letras, y había aprendido a ir tirándole con mis escritos, en mis tiempos libres, cuando no debía corregir exámenes ni presentar libros de nadie.

Había adquirido notoriedad por escribir con mesura y nitidez (yo mismo ofrecía el curso de Composición Literaria), a tal punto que se discutían algunas de mis publicaciones. Esta fama no sobrepasaba el radio de los corredores de la Facultad o alguna que otra reunión donde un profesor me reconocía por lo que había dicho otro en una charla sobre estilos literarios locales. Era una fama sencilla.

Recuerdo la sorpresa que despertó uno de los poemas que dediqué a la risa de mi mujer en el último libro. Esa forma de comparar su risa con aguas turbulentas que se desataban por su cuerpo, mientras que yo, como salmón crispado, me sentía llamado a dominarlas con mis coletazos ardientes, había provocado la fruición de algunas de las académicas más conservadoras.

Así iba mi mundo, sin muchas alteraciones, hasta que apareció Antonio Olivares, un joven recién incorporado al medio. Todavía recuerdo, cuando me lo presentaron, su larga sonrisa mientras sus ojos me contemplaban con una insistencia incómoda. No me pareció una eminencia, como algunos habían inferido por su innegable buen currículum, sino un hombre con cierto vicio oculto.

Lo traté a distancia. Mi corazón me decía que podía morder en cualquier momento. Con los intelectuales nunca se sabe. Su arte de hacer la guerra rebasa en efectividad a los caníbales.

Mi vida prosiguió con flujo de conferencias y presentaciones de libros. Reconocí que los atributos dados a Antonio no eran tan exagerados y que el joven pasaba la mayor parte del tiempo tratando de adaptarse al rol de nuestra facultad, cargada de obligaciones burocráticas. Solo los sobrevivientes podíamos cantar victoria el día de hoy. No así los nuevos, que debían esperar años para acceder a un puesto de medio tiempo después de otros años aguardando una plaza fija.

 

II

 

Un día Olivares me invitó a beberme un café. Quizás ya se había dado cuenta por los demás colegas que yo no era el apolillado profesor que solo discute las obras de otros, sino un verdadero escritor. En el ámbito del café, un rinconcito donde los estudiantes de Lenguas y Letras comen tosteles y arreglados de carne para engañar el hambre de la jornada, mi joven colega me declaró sus pasiones literarias. También me habló de un codiciado libro que esperaba aún escribir. ¡Vaya proyecto! Le di los consejos que me sabía de memoria para jóvenes enamorados de la literatura (diletantes que uno ve pulular a borbollones), y me vi entonces hablándole de mis propios libros e inquietudes en torno al quehacer más apasionante del mundo.

Antonio me escuchó sin hacerme preguntas claves. Eso fue extraño. Esas preguntas que uno espera de los más jóvenes cuando se les ofrece alguno de los secretos más queridos por nosotros no se hicieron oír en su boca. En ningún momento me interpeló por mis motivos, tan esenciales en la literatura, ni tampoco me investigó cuando le dije que prefería más ser conocido en mi universidad que en el resto del planeta. Me pareció también una anomalía que no compartiera conmigo el mismo entusiasmo cuando le leí el poema a la risa de mi mujer, el cual –repito–, ha causado muchos comentarios generosos. Más empeñado estaba mi interlocutor en responder con asentimientos, monosílabos, interjecciones. Esos que odio de la gente y que no pueden provenir de un intelectual que se respete.

Me apuré, posteriormente, en hacer volar la noticia entre mis colegas más viejos de que el joven era solo un conversador frívolo, que nos traía la misma fiebre de oro literario de cualquier estudiante de filología. Desde entonces, cada vez que lo veía en el café o me tocaba dirigirle la palabra, hacía un esfuerzo para no reírme solo.

La amenaza que había sentido por el joven, con toda honestidad, se fue hundiendo en el mar de las semanas bulliciosas del campus. Volví a mi saludable itinerario, y supuse que la edad me estaba jugando algunas trastadas.

 

III

 

Una tarde que volvía a mi casa, vi a Antonio merodear por el barrio. Su presencia allí no dejó de asombrarme. Más sorpresa aun me causó verlo dirigirse a un hotel de la zona, contiguo a la casa donde yo vivía, abrir la puerta e introducirse con toda propiedad en el inmueble. Hasta ahí me llegaron las ganas de ofrecerle un saludo. Me hice un ovillo de silencio adentro de mi automóvil. ¿Había alquilado una habitación? Y de ser así, ¿por qué me sentía tan alterado? ¿No abundaban en ese perímetro casas de huéspedes para profesores? ¿No había decenas de ellos conviviendo en cualquier cuadra? La remota posibilidad, sin embargo, de que Antonio fuera a introducirse al residencial donde yo vivía me hizo sentir como si mis huesos se despegaran un minuto de sus coyunturas.

Esa tarde me fui directamente a la cocina a prepararme esa infusión de hierbas que mi mujer utiliza para sus malos ratos. Al verme sentado a la mesa, pensativo, me preguntó si había contraído una gripe. Tal vez sí, le dije mirándola con cierto aire indefenso.

Horas después, ya con mi mujer en la cama, aparté de mi mente la imagen de Antonio abriendo la puerta del hotel. Le conté todos los chistes que me sabía –chistes de los muchos que se propagan en nuestro grupo para que la seriedad vetusta no nos convierta a destiempo en árboles resecos–, y provoqué su risa con miedo de que le produjera un ataque. De inmediato pasamos al poema del salmón y las aguas.

Al otro día desayunamos recapitulando el fuego de la noche anterior y nos dijimos que así deberían ser todas las noches de nuestra existencia. Entre sonrisas y comentarios picantes, volví al dormitorio por el libro que había estado leyendo en una de las repisas, y me entró la curiosidad de asomarme por la ventana.

La ocurrencia, además de extraña para mí –tan discreto soy con los vecinos–, me hizo respirar el aire tibio de esa hora. Observé que el costado del hotel no era más que un paredón tosco. Observé muchos detalles de ese inmueble que siempre había tenido en mis propias narices, sin ser muy consciente de su presencia. (A tal punto nos consume la obviedad en ocasiones. A tal punto se vuelve un campo desierto nuestro alrededor si no enfocamos el ojo de nuestra cámara espiritual).

En eso estaba, es decir, pensando en la cámara espiritual y esas tonterías que se me vienen a veces a la mente, cuando de hecho percibí que estaba siendo observado desde algún rincón del hotel. Cuando busqué por toda la estructura, solo me topé con un muro tosco y hermético. De inmediato pensé en Antonio. ¿No lo había visto entrar al edificio? ¿Estaría yo buscándolo en forma inconsciente? En ese momento no lo sabía.

 

IV

 

A la semana llegó a mis manos la revista Orfeo, publicación mensual de la Facultad de Lenguas y Letras, y dentro de ella la primera parte de un cuento firmado por Antonio Olivares. Me senté a leerlo, desconfiado, en un parquecito con cipreses que rodea el edificio donde daba mis clases.

La narración versaba sobre Ramiro Pérez, académico joven que andaba en busca de temas para escribir. Vivía enfermo por su impotencia. Detestaba a quienes podían escribir a pesar de que les pedía consejos. Detestaba sobre todo a un colega llamado Víctor Castillo que se ufanaba de unos poemas cursis escritos a su esposa. El retrato que había hecho del hombre era cínico. Se mofaba de él. Se reía de la forma en que expresaba su vasto conocimiento. Lo consideraba una rémora intelectual que debía morir cuanto antes para que vinieran cambios en el mundo.

Un día se pasa a vivir a un hotel y descubre, por azar, que Víctor Castillo vive en la casa vecina. Se siente perplejo. Su odio lo ha llevado hasta él. Se deprime. Piensa que la vida es una tragedia. Durante la noche –en la que no puede escribir nada, como siempre le ocurre–, se asoma a través de la ventana y mira la silueta de Víctor en el interior de su dormitorio. Siente que debe cambiarse de hotel. No es posible que la vida le juegue esas bromas.

Antes de cerrar la cortina para siempre, descubre que el hombre de letras dialoga con alguien más. Piensa en los poemas que Víctor le ha escrito a su idolatrada mujer. Los afectados poemas de los que presume. Sin embargo, la mujer no aparece en la habitación. La mujer está ausente. Lo mira reír solo. Lo mira acariciar a un fantasma. A los minutos, anonadado, lo observa desnudarse y fingir el acto sexual con los edredones de una habitación en penumbras.

 Al principio, Ramiro siente lástima por Víctor Castillo. Piensa que jamás terminaría así. Que la vida ofrece soluciones tristes a algunos hombres. Supone que Víctor Castillo delira. Que sus poemas son garzas de porcelana. Pero con el pasar de los días, Ramiro piensa que Dios o el diablo lo han llevado al sitio correcto. Que ante su impotencia como escritor las fuerzas cósmicas le han ofrecido una historia singular, tragicómica. Una historia que puede ser entendida por una sociedad falsa que también finge como Víctor Castillo.

La trama, bien escrita, no dejaba de ser un bodrio literario que me sonaba a refrito. Su velada referencia a mí logró alterarme. Sentí que algo de mi vida se había abierto al mundo y que había un ojo malicioso sobre mis actos más vanos. Antes de buscar a Antonio y estrellarle la revista en la cara, supe ese mismo día que a mis colegas les había parecido astuto. No solo astuto, ¡sino ingenioso y divertido! Así que cualquier represalia habría sido contraproducente. Muchos me habrían tachado de envidioso. Algunos se hubieran conformado con ver en mí un síntoma de megalomanía.

La celebración que hicieron mis colegas del cuento de Antonio me indignó sobremanera. Había que considerar sin embargo el mundo frío y sin bondad de la mayoría de ellos. En las noches, el simple sonido de unas botas sobre las aceras los puede hacer despertar con ideas de suicidio. Algo así como una lata de cinc moviéndose por la acción del viento, los puede excitar a que huyan de sus teorías falsas sobre la vida, el amor, el sexo, temas de los que nada saben realmente.

La situación al fin y al cabo me produjo una gastroenteritis. No podía desembocar en otra cosa.

 El médico me exigió menos estrés y más licuados de papaya. Yo hubiera agregado también menos amor a la literatura y menos odio a los diletantes. Duré varias semanas comiendo como un pájaro y escabulléndome de un nombre que empecé a temer: Antonio Olivares. Mi mujer me reprochó cambios de actitud inusitados. Sus finas batas nuevas no lograban despertar mi deseo. Las películas calientes me hacían dormir como un niño.

El día que me sentí como nuevo, volví (por masoquista que soy) a leer el cuento de Antonio. Menos débil ante su éxito, confirmé de nuevo que se le había ido la mano conmigo. Se había convertido en mi voyerista. Había penetrado mi ventana. Había inventado que mi mujer era irreal y que yo copulaba con una cama. Se había tomado el tiempo para vernos, a mi esposa y a mí, en la más completa intimidad. Su mente torcida había ofrecido una historia pueril. ¡Y me había utilizado! Investigué en la secretaría de la Facultad el domicilio de Antonio y confirmé que en efecto era mi vecino. Quizá llegaba muy tarde y no lo había vuelto a ver. Era seguro sin embargo que estaba a muy pocos metros de donde me encontraba yo en las horas de descanso.

Durante las siguientes noches, dormí con el ojo puesto en la ventana del dormitorio, no porque sea paranoico, sino porque sabía que del otro lado estaba Antonio escribiendo tal vez la segunda parte del cuento. Le dije a mi mujer que pusiera cortinas más gruesas. Tendía a ser más silencioso. Hasta masticaba muy cauto los alimentos de la cena y tenía mucha inquietud cuando entraba al baño.

Una madrugada, me levanté con la sensación de que la vida me estaba pesando sobre la cabeza. En ese impasse, entre la vigilia y el sueño, donde muchas veces sentimos la inutilidad de todo, la absoluta falta de belleza que nos recubre en nuestro afán diario, me fui directamente hacia la ventana sin pensar en Antonio. Solo deseaba un poco de aire fresco, de aire que no estuviera viciado por el pasado o el futuro o el presente. Un aire intemporal cargado de aroma a tierra, flores, aguas.

Asomé reconociendo en el cielo una luna llena que se remontaba sobre quietas nubes. Suspiré cerrando los ojos, como si esperase el beso de alguna de ellas, o de esa brisa que no existe en la ciudad, y que se requiere de una forma especialmente urgente, la brisa que nos lave de nuestras angustias.

La masa del hotel, parecida a un cráneo donde se abrían boquetes translúcidos y ahogados por la tiniebla, no mostraba un solo signo de vida. Pero de nuevo me sentí observado.

 

V

 

Los exámenes finales en la universidad me consumieron en lo que yo siempre he sentido como un trabajo de bestia de carga. Cientos de exámenes que debía corregir y miles de respuestas de chicos y chicas que apenas logran enhebrar una frase coherente, en un mar de balbuceos sin orden ni lógica. Me concentré en mis tareas, esperando que el afán me alejase la imagen peligrosa que había adquirido Antonio para mí. Y claro que no pude hacerlo.

Más tarde tomé la decisión de enfrentarlo sin recriminaciones. En la Biblia leí que el perdón redime. A Kant le parecía que la buena voluntad estaba por encima de los talentos del espíritu y de la naturaleza.

Como cabía a un discreto escritor que algunos respetaban (los suficientes, nunca escribí para los millones que me considerarían aburrido, intraducible, demasiado culto, y todas las objeciones por las que nunca seré conocido ni en esta tierra ni en otra), ideé la forma para que Antonio me resultara más amigable (¿no era mi colega?, ¿no escribía cuentos como yo?), y lo invité una noche a beberse unas cervezas en los bares saturados de la periferia del campus. Aceptó con evidente recelo. Creo que había previsto todas mis reacciones. No me tenía temor.

Entramos a un bar concurrido. Bebimos varias cervezas mientras hablábamos de asuntos laborales. Me costó introducirlo hacia el tema de la literatura. Lo felicité por la primera parte del cuento. Le dije que me había gustado el personaje central. También le enfaticé que era algo inverosímil. Nadie podía ser como Víctor Castillo. Mi observación lo hizo ver con zozobra el piso de la taberna. De pronto dijo que ya estaba por terminar su libro de cuentos y que desde luego había aprendido de mí a estructurar algunas escenas y a fijarse en situaciones que hubieran pasado por detalles sin importancia. Cuando le indiqué que conocía el sitio actual donde se hospedaba, lo vi nervioso. Le dije, jugando al inocente, que se había mudado a un barrio sumamente apacible. Al decir apacible busqué de inmediato su reacción y en efecto optó por mirar hacia una mesa donde dos chicas hablaban de ecología con otros dos chicos. En ese instante quise decirle que no lo despreciaba por voyerista, sino por mediocre. Esperaba ofrecerle mi perdón. Estaba seguro que se podía negociar con él. Incluso deseaba saber si había escrito la segunda parte del cuento.

—Aún no –me dijo cuando lo interpelé.

—Tal vez necesita ver más por su ventana del hotel. Afuera están las historias –le dije irónico.

—Todo está en mi cabeza –mintió con cierto aire avergonzado. En el fondo sabía que yo lo había descubierto y que ahora era el blanco de mi rencor–. La realidad no me dice nada –dijo calando el cigarro.

—No estoy tan seguro –le dije.

—¿Qué quiere decir? –me amenazó con aire de autosuficiencia.

—Nada por ahora.

 

La reunión terminó sin sobresaltos. Llovía esa noche. Me pidió que le diera un empujón en mi automóvil.

—¿No quiere que lo lleve al hotel? –le pregunté ansioso.

—No dormiré esta noche en el hotel, gracias –exclamó.

Al rato de conducir unos minutos, pensé que había sido un cobarde. Sabía que Antonio era un maldito. Pero a veces la inmundicia de los demás nos paraliza. Consciente de que no había logrado nada esa noche, me dirigí con gran tristeza hacia mi casa.

 

VI

 

A los ocho días después de esa reunión me llegó el siguiente número de la revista Orfeo con la segunda parte del cuento de Antonio. Me lo dio el mismo editor en uno de los senderos de la universidad, mientras me invitaba a seguir publicando mis narraciones. Se lo arrebaté de las manos y me dirigí a la biblioteca donde encontré un sombrío rincón lleno de libros en reparación. Me senté en la banquita que utilizan las bibliotecarias para ordenar libros en los estantes más altos, mientras me secaba las gotitas de sudor de mi frente. Requería una extrema intimidad en la lectura. Y tenía vergüenza de ser visto.

En la continuación del cuento, Ramiro Pérez publica la historia sobre Víctor Castillo en una revista de la facultad donde ambos laboran. Este último entiende que Ramiro ha estado espiándolo desde el hotel. Que su intimidad ha quedado develada para todo el universo. La reacción del hombre que sueña con una mujer fantástica es inminente. Víctor invita a Ramiro a beberse unas cervezas en un bar próximo a la universidad. En medio de la charanga, planea meterle varios tiros en la cabeza. Allí donde se fabrican esas historias. Sin embargo, una vez frente a su enemigo, no sabe cómo proceder. Sus manos se vuelven de gelatina. Reconoce que es impotente ante el escritor y que ya está derrotado. El final del cuento toma un rumbo sorpresivo. Antonio Olivares afirma que Ramiro Pérez merecía la muerte porque carecía de caridad. Era más enfermo que el propio Víctor Castillo. Aquí la historia dejó de ser divertida. Ahora Ramiro era el hombre insensible, el pérfido. Víctor Castillo era solo un poeta demencial.

Pensé, arrugando la revista con mis manos, que Antonio era consciente de lo que había provocado en mi vida. Su apelación al crimen era un desafío.

¿Esperaba que lo matase? A todo esto lo que percibía era una burla, una gran burla contra mis poemas amatorios. Era un hecho que Antonio Olivares era un hombre cruel. Una bestia.

Sentí de nuevo la embestida de la gastroenteritis. Pero esta vez no iría al médico. Hui de la universidad como se huye de un callejón lleno de miradas sucias.

Anochecía en mi barrio cuando llegué. Miré el hotel donde se hospedaba Antonio Olivares y me sentí llamado a investigar su habitación. Sé que podría destruir su computadora y algo de valor que lo hiriera. Tal vez sus libros de consulta. Sus autores predilectos. Tal vez escribiría una tercera parte sobre el académico loco. Y el académico loco era yo, Joaquín Fernández.

Cancelé mi deseo de venganza por ahora. Estaba muy confundido. No sabía cómo proceder con tal muestra de perversidad. Llevé a mi mujer el panfleto de Antonio y le dije lo que me estaba sucediendo. Cuando leyó el cuento, se dejó caer sobre una silla de la cocina.

—¿Y desde cuándo escribe sobre nosotros? –me dijo consternada.

—Esta es la segunda parte del cuento.

—Nos descubrió –dijo levantándose con más fuerza. La vi quitarse el delantal. Me sentí por completo un desgraciado.

—Pronto buscará otros temas –le dije.

—En el cuento te convierte en posible homicida. Tu colega desea la muerte –me sentenció. Esas fueron sus últimas palabras antes de subir por las escaleras.

Como cabría de esperar que lo hiciera, la seguí hasta el dormitorio. La encontré tendida sobre la cama.

—Quedate conmigo y lo mataré –fue la promesa temblorosa que oí decir a mis labios.

—Es muy difícil, Joaquín, ya no somos secreto. Vos sabés que el secreto me mantenía viva.

 


 

 

En el zoológico

 

De: Efecto invernadero

(Editorial Costa Rica, 2001)

 

 

El autobús se detuvo. Un hombre asomó pidiendo al chofer que lo dejara viajar gratis. Tal vez era su conocido. Nadie lo supo. El hombre se subió con timidez y se sentó en uno de los primeros asientos. Su cabello le caía sobre los hombros. Llevaba la ropa más desaliñada que había visto. En su mano derecha traía dos zapatillas de mujer.

La madre y su hija que lo observaron con curiosidad estaban detrás del tipo. La niña sonrió con burla y la madre le indicó que se tranquilizara. Yo no había visto cuál era la causa de su agitación, hasta que me levanté un poco y observé que el hombre había puesto las zapatillas sobre el asiento de su lado. Este las contemplaba y parecía inquieto. La acción era graciosa y había que hacer un esfuerzo para no sentir también algo de patetismo.

Había pocos pasajeros en el autobús. A través de las ventanillas, las calles se veían húmedas por las recientes lluvias. El chofer se incorporaba, a intervalos, para limpiar el vidrio con el dorso de su mano, no contento con la acción de la escobilla.

La niña y su madre no cesaban de observar al hombre. Y yo también me uní a ellas. Era la acción más intrigante y sosa que nos pudiéramos imaginar.

El hombre se mostraba muy cuidadoso con las zapatillas, cada vez que el autobús frenaba y estas se querían salir del asiento.

Intrigado por su conducta, me senté en la fila de asientos de al lado y, decidido a llevarme su secreto, le pregunté:

—Bonitas zapatillas, ¿eh?

La pregunta hizo que la niña mirase a su madre con total enfado. Quizá le trataba de expresar que al loco se le había unido otro loco. La madre le ofreció un visaje de asentimiento.

El tipo me vio con desprecio. Si había parecido humilde al principio era solo para viajar gratis.

—¿Perdón? –me lanzó.

—Las zapatillas, hombre –insistí–. Me gustan mucho. ¿Las vende, acaso?

El hombre se inclinó hacia mí y me recalcó, en tono de confidencia, para que nadie oyera más que yo:

—Sé que mi actitud es poco convencional –me miró malicioso, sabiendo incluso que podría estarme burlando de él–, pero aunque usted no lo crea, estas zapatillas están sobre los regazos de mi novia.

—¿Es invisible? ¿Cómo iba yo a saberlo? –dije más sarcástico.

—No es su culpa. Pero no se haga el listo tampoco. Respete los asuntos de los demás. Si nadie me va a detener por un hecho como este, ríase cuanto quiera.

Arrebatado por el coloquio del orate, ordené mis suspicacias.

—Perdóneme.

—De acuerdo. No se aflija. Déjeme solo explicarle que a ella le gusta caminar desnuda, pero jamás deja sus zapatillas. ¿Cómo habría de pasear sin ellas? Mi novia puede andar descalza, pero la lluvia congela el pavimento.

La absurda sinceridad pareció aumentar la tragedia del hombre. Creí que lo mejor era seguirle la corriente.

—¿Va para San José?

—Sí.

—¿Va de paseo?

—Sí. Sí. Mi nombre es Horacio.

—El mío es Francisco.

—Entonces le digo Chico.

—Como quiera. Y dígame, Horacio, ¿adónde va usted? Disculpe la pregunta.

—Hágala, señor. Usted no me cae tan mal. Ya sé que es una locura andar así con unas zapatillas. No crea que esto liga con mi personalidad. Puedo ser bastante lógico, pero cuando mi novia quiere pasear me veo obligado a salir en estas condiciones. A ella no le interesa la gente.

—Es un hecho, Horacio.

—A ella le interesa romper los esquemas. Por eso es invisible. Nada de carne por aquí, nada de carne por allá. Solo viento acariciante. En cuanto a ser vanidosa, es igual a todas las mujeres. Hoy vamos al zoológico. Le gustan los animales. Su preferido es una lapa de colores tan vistosos que parece vestida para un carnaval.

—¿Entonces se queda en el centro?

Mi pregunta tenía una doble intención: saber dónde se vería Horacio forzado a poner las zapatillas en el suelo para que su novia se las ajustara y verlo después a los ojos, ante la completa imposibilidad, para conocer la reacción de un loco en dificultades.

—Sí, señor. Nos bajamos en el centro.

Aunque me sentí malvado, no podía vencer el deseo de ver a Horacio una vez que pusiera las zapatillas en el suelo. Era, claro está, la perversidad que desarrollamos los cuerdos ante los lunáticos. Un deseo de destruirles sus castillos y de hacerlos sentir miserables.

—Mal tiempo para pasear, Horacio... –susurré, levantando una de mis palmas, y mostrándole el alrededor.

—No crea, Chico, para mi novia no hay un tiempo malo. Cuando llegue al parque Bolívar, aunque llueva, se sentirá feliz. Me gustaría que usted estuviera presente.

—Ah, sí... sí...

—Lo digo en serio, señor.

La invitación de Horacio me confundió. Su calibre de loco seguro me irritaba.

—Los acompañaré –exclamé firme.

—Gracias.

—¿Por qué, gracias?

—Porque hay poca gente como usted. Gente que quiera pruebas de esta verdad. Gente que desea ver lo invisible y encantarse con una promesa.

Horacio hizo un gesto como si alguien a su lado le hablara y prosiguió:

—Mi novia desde ahora dice que le tiene respeto. Había guardado silencio al considerar que usted fuera una persona vulgar y despreciable. Ella entiende que no es así.

—Dígale que se lo agradezco.

—No es necesario. Ha profundizado su corazón y está convencida de que usted es incapaz de hacerme daño a mí o a ella. Está invitado, como le dije, para que nos acompañe al parque. Quizás hasta pueda observar de ella algunos detalles que solo me consagra a mí.

—¿Detalles?

—Sí. Debo decirle que ella no siempre es tan invisible. En algunas ocasiones es tan solo vaporosa. Una bruma que se contonea. Y créame una cosa: cuando estimulada por la simpatía adquiere esta forma extraña, uno realmente se siente feliz. No hay nada que pueda comparársele...

El autobús llegó en un momento inesperado al centro de San José. No había percibido, por la conversación de Horacio, que la capital estaba soleada. No se veían huellas de ninguna lluvia. Más bien hacía calor.

Horacio me hizo un gesto de que lo siguiera cuando se levantó del asiento. Por un instante me percaté de que me había excedido. Más insidiosa fue la curiosidad.

—¡Sígame, Chico, sígame! –me urgía.

Atrás quedaron la niña y la madre viéndonos ingresar en la multitud. No sabían si olvidarnos o también seguirnos.

Había mucha gente en las calles. Horacio tenía que hacer malabares entre los cuerpos para ser congruente con su prisa. De vez en cuando se volvía para mirarme, como si todavía guardara dudas sobre mí. Las zapatillas las llevaba en su mano derecha igual que un portafolio. Consideré en ese momento que había llegado la hora para que Horacio las colocara sobre la acera, y se mostrase a sí mismo, y ante un hombre normal, que nadie habría de calzárselas.

—Horacio, espere un momento –le ordené–. ¿Y su novia no se va a poner las zapatillas?

—Claro que no, Chico. Con este sol jamás inventaría algo así. Solo cuando hay humedad en las calles... recuerde...

Había olvidado el detalle y observé el reloj. Todavía contaba con quince minutos antes de llegar al trabajo. No sabía por qué me hervía tanto deseo para que Horacio entendiera la verdad de su propia farsa.

Enardecido, como mi acompañante, adopté un paso rápido. Quería que el asunto terminara lo antes posible. En algún momento le recomendé que tomáramos un taxi, pero el hombre declinó la oferta.

—A mi novia le gusta este ritmo –dijo–. Y en efecto Horacio caminaba veloz, pero con suma delicadeza. Quizás como un gato se escabulle sobre un muro. En el Parque España, volvió a cerciorarse de que yo viniera detrás de él y mientras atendía el semáforo en la esquina del Instituto de Seguros, movió sus piernas igual a un corredor en la línea de salida.

Cuando llegamos al parque Bolívar, el sudor me corría por la frente. Por más que hacía el esfuerzo de limpiarme el sudor con un pañuelo, volvían a salirme más y más gotas.

En la ventanilla pagué las dos entradas y penetramos en un parque casi solitario. El león y el tigre estaban dormidos. Como no habían hecho la limpieza había un olor insoportable. Solo los gansos parecían realmente animosos.

—Bien, bien, Horacio. Es hora de que me vaya –le exclamé con angustia. Finalmente, no quería seguir adelante e iba a llegar tarde al trabajo.

—No se va a arrepentir –me prometió, mientras me hacía giros con la cabeza para que lo terminara de seguir. Llegados ante unas jaulas donde jugaban unas lapas pintonas y alegres, el hombre me guiñó un ojo. Al cabo de unos segundos me susurró:

—La siente.

Sentí realmente como si alguien estuviera al lado de Horacio, pero todo era debido a su fanática obsesión.

—Sí, claro.

—Da vueltas y vueltas en torno a nosotros. Está bailando para las lapas, Chico. Es algo que usted no puede dejar de sentir. ¡Siéntalo, señor, siéntalo!

Las dos manos del hombre tomaron mi hombro y me estremecí de un lado a otro.

—Esto lo hace porque ve las lapas. Si estuviera ante el león no haría algo así. Ella no baila para seres carnívoros, sino para criaturas volátiles. Criaturas que comprenden su maravilloso poder.

—Es hora de que me vaya –le reiteré mirando mi reloj y convencido de que era imposible modificar el mundo de Horacio.

Al oír esto, el alucinado se dobló como si alguien lo hubiera atraído para confesarle algo. Sus ojos se cerraban y se abrían como si lo escuchado fuera terrible.

—Aún no, Chico, debo hacerle una declaración.

Horacio se me quedó viendo con el semblante totalmente cambiado. Creí ver que sus manos temblaban. Detrás de nosotros se oía el chillido de los monos y los graznidos de las lapas verdes. De vez en cuando se oía algún otro grito indefinible.

—Lo que voy a decirle es bastante duro para mí...

Cuando terminó la frase incluso las lapas simularon expectación.

—Ahora sé que no debí haberlo invitado a venir, Chico. Creo que ella lo prefiere a usted.

—¿Qué cosa?

—Debí haberlo sospechado. Por algo me pidió que lo trajera. Esto es el fin para mí, pero el comienzo para usted.

—No tome esto en serio, Horacio –le dije palmoteando su espalda.

—No me consuele. Esto le sucede a todo el mundo. Pero consideré que a mí no me iba a pasar. Era tan difícil que alguien más penetrara sus sentimientos. Déjeme decirle que desde este momento la he perdido. Aquí dejo sus zapatillas por si llueve más tarde.

Cuando dijo esto se aseguró, volteando la palma de su mano, de que no hubiera tan solo un poco de llovizna. Tranquilo al reconocer que había suficiente sol, dispuso con cuidado las zapatillas sobre el césped. Las miró adolorido.

Después siguió:

—Me voy feliz de que un hombre con su corazón la haya enamorado en tan corto tiempo. Es algo imposible de creer... –Horacio se frotó la cara con una de sus manos–. ¡Yo tuve que cortejarla durante meses! No sabe lo que significa para un hombre como yo, sin estatus, famélico y torpe, atreverse a hablarle a una mujer como ella.

—No creo que sea el fin –lo amonesté preocupado.

—No sabe lo que dice. Ahora usted tendrá que complacerla. En el momento en que yo abandone este parque, usted se hará cargo de mi ex novia. Paseará cuando ella se lo indique. Llevará sus zapatillas por si cae un chaparrón. Con los días oirá sus primeras palabras. Palabras como ecos o tañidos de campana. Y usted se dirá a sí mismo que su voz no le concierne. Un día cualquiera lo llamará por su nombre.

Le pedirá palabras amorosas los días en que usted no puede pronunciar ni siquiera palabras de odio. Le exigirá que la mire bailar sin que pueda saber cómo lo hace. Usted le afirmará que su danza es más bella que el sol. Ella soplará en sus oídos. Usted le dirá que sus manos son más frías que la lluvia o que su cabello se mueve como las hojas. Ella le imprimirá durante la noche una uña en su pecho o, cuando menos lo imagine, lo punzará con su pezón vegetal en la mañana para que despierte. ¡No hay sensación más encadenante! ¡Lo sabrá! ¡Usted no tiene armas contra eso!

Cuando se le aparezca como un vapor, Chico, usted se considerará feliz. Creerá que atrapa una figura para mostrarse ante usted, y que moldeará sus brazos y muslos. Por un momento verá unos labios o un vientre atardecido. Usted pensará que al fin se le ofrece.

Sin embargo, ella le susurrará promesas tan extrañas y anhelos tan hondos que usted postergará todo por oírla de nuevo. Cuando usted considere que la carne es accesoria, que los besos apasionados son asuntos de otros, usted habrá enloquecido, señor.

Me voy contento porque me libro de una mujer que lo angustiará de una forma desconocida. ¡Usted no sabía lo que era sufrir hasta ahora!

Al terminar Horacio me estrechó las manos y se alejó corriendo. Las lapas me miraban como señoras que han escuchado una confesión magnífica y aguardaban mi respuesta. Yo di una vuelta sobre mí mismo, mirando la amplitud modesta del parque. Ningún animal emitía sonido alguno. Miré las zapatillas de mujer sobre el césped y quise llamar a Horacio, pero el hombre ya se veía demasiado lejos.

Hice un gesto de adiós a las zapatillas. Sonreí. Pensé que llegaría tarde. “No importa, me dije, casi nunca me sucede”. Me volteé para marcharme como lo hizo Horacio, pero no pude. Algo había ocurrido en tan solo unos cuantos segundos. Tuve la impresión de que si abandonaba las zapatillas, era posible que después lloviera, ¿cómo, entonces, habría de caminar ella conmigo, sobre tanta humedad?

 


CURADURÍA: CALÚ CRUZ (COSTA RICA)

Guillermo Fernández Álvarez: Nació en el año 1962, San José, Costa Rica. Es autor de los géneros de poesía, cuento y novela. Se graduó de la Escuela de Filosofía de la Universidad de Costa Rica. Labora como editor y profesor. Ha recibido algunos reconocimientos como el Premio Joven Creación. 1982; Premio 59º Juegos Florales de Guatemala. 1997; Premio Nacional de Poesía Aquileo J. Echeverría. 1997, Premio Nacional de Cuento, 2013 y Premio Nacional de Novela 2020.